Ricardo Bernal
La enorme araña de silicio saca sus patas puntiagudas. Nubes de vapor violeta la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando las ocho patas tocan por fin la superficie del planeta rojo, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.
Dentro de la araña, los hombres miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta rojo, ahora pueden ver, extasiados, las montañas de cuarzo, los remolinos de fuego, el viento verde. Se sabe que Marte estuvo alguna vez habitado por criaturas inteligentes, traslúcidas y viscosas, quienes construyeron castillos de arcilla y plástico en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esos castillos se encuentran hacia el norte, más allá de las montañas. Arriba, Phobos y Deimos lo miran todo con ojos de furia eterna. Pero ahora los hombres están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de tecnología y avances científicos. Los hombres se ponen sus escafandras negras tatuadas de símbolos, aguardan a que se abra la compuerta y la escalinata descienda hacia abajo como un cuchillo.
Comienza el descenso. Hormigas humanas y temerosas. Hormigas lentas. Lo que ven los hombres a través del visor de sus cascos es una pesadilla: bosques de coníferas, autopistas solitarias, cielos grises sembrados de jirones albos. El crepúsculo coronado por un solo astro de cara blanca y bobalicona en medio del firmamento. Pueden ver al conejo de la luna y entienden que es el mismo satélite que sus tatarabuelos astronautas visitaron alguna vez a bordo de una desvencijada carcacha espacial. Sus miradas aturdidas perciben las tímidas luces de una ciudad humana que confirman la pesada broma.
Nunca llegaremos a Marte, dice el más viejo de los hombres.
El pavoroso calamar de vidrio saca sus obtusos tentáculos. Nubes de vapor anaranjado la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando los ocho tentáculos tocan por fin la superficie del planeta azul, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.
Dentro del calamar, los marcianos miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta azul, ahora pueden ver, extasiados, los bosques de confieras, las montañas de piedra tosca, los ríos cristalinos que bajan hacia el océano. Se sabe que la Tierra estuvo alguna vez habitada por criaturas inteligentes, musculosas y densas, quienes construyeron autopistas y ciudades metálicas en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esas ciudades se encuentran hacia el oeste, más allá del mar. Arriba, el único satélite lo mira todo como un estúpido cíclope. Pero ahora los marcianos están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de oraciones y evolución mística. Los marcianos se introducen en sus crisálidas, verdes y luminosas, aguardan a que se abra la ventosa y la escalinata se desenrolle hacia abajo como la lengua de una mariposa.
Comienza el descenso. Lombrices marcianas y temerosas. Lombrices lentas. Lo que ven los marcianos a través de los antifaces es una pesadilla: montañas de cuarzo, remolinos de fuego, el viento verde. El crepúsculo coronado por las dos eternas lunas. Sus cerebros aturdidos se cimbran con el canto agudo de las sombras fosforescentes que se extiende por el planeta rojo para confirmar la pesada broma.
Nunca llegaremos a la Tierra, dice el más viejo de los marcianos.