Escuer y Bernal

28 de marzo de 2010

ALAS

Regina Swain



A veces puedo ver mis alas: un par de membranas frágiles y transparentes.


No son unas alas grandiosas y no están cubiertas de hermosas plumas blancas como las que he visto en los libros de catecismo. Tampoco son poderosas. No podrían siquiera provocar una ventisca.


No son vistosas o coloridas, como las de las mariposas. Más bien son un par de apéndices portátiles, a veces innecesarias, un poco incómodas en ocasiones y difíciles de mantener planchadas.


Sin embargo, las requiero.


Desde el momento mismo en que tomé la decisión de volar, supe que tenía tres opciones y aunque debo confesar que al principio me inclinaba más hacia la levitación, finalmente me decidí por las alas porque siempre me han parecido una alternativa más estética.


Levitar me parecía peligroso. ¿Cómo asegurarme de mantener la cabeza arriba y las extremidades colocadas en el lugar apropiado? Mi ya de por sí baja autoestima me hizo sentir terror ante la idea de pasar flotando patas arriba frente a un grupo de voladores experimentados.

La capa me parecía aún más complicada. Aunque su uso me asegurara una firme posición horizontal de vuelo con la espalda bien dispuesta hacia las estrellas y una línea de desplazamiento que marcara claramente la distinción entre el Arriba y el Abajo, esta opción aumenta el riesgo de caer en ese hoyo negro que es el mal gusto.


Y es que en cuestión de capas, basta con analizar los imperdonables errores estéticos que han cometido sus entusiastas a través del tiempo para darnos cuenta de la importancia de no salir al espacio para hacer el ridículo.


Está bien, por ejemplo, vestir mallón azul con capa roja, siempre y cuando uno lo combine con botas y calzones en color carmín y se coloque un escudo amarillo con una S dibujada en el pecho, ¡pero atreverse a salir con traje negro, la capa rasgada y un antifaz con orejitas debería ser penado!


Yo les invito entonces, amables lectores, a que mediten a fondo sobre la cuestión estética en esto de las modalidades de vuelo.


Y es que volar nunca ha sido problema. Lo difícil es decidirse. Nadie volamos porque a todos nos han dicho que no podemos hacerlo, pero en realidad, volar es simplemente echar un brinco y olvidarse de volver al suelo.


Después del despegue, permanecer elevado es mucho más sencillo. Mi método favorito es crear una burbuja de aire en mi vientre y jugar con ella, lanzándola de arriba a abajo dentro de la cavidad torácica para controlar la altura y la velocidad del vuelo. Pero lo que disfruto más, es tenderme boca arriba con los brazos y piernas extendidas y la cara hacia las estrellas, flotando suavemente sobre una alfombra de aire para observar las nébulas y las galaxias, redibujarndo el mapa del firmamento y jugando un poco con las constelaciones, cambiándoles de nombre y forma, robándole el arco a Sagitario, recorriendo las piernas de Virgo y haciendo de Piscis una cena deliciosa.


Pero entonces empezaron los problemas.


A mí me dio por volar todas las noches y a mis vecinos por indignarse cuando me veían flotar por encima de sus tejados. Los niños creyeron que era una bruja y los hombres una voyeur ingeniosa, pero el verdadero inconveniente surgió cuando las amas de casa empezaron a verme llegar por las mañanas, despeinada, llena de luces, con una sonrisa extática y con las alas manchadas de polvo estelar o chorreando tras mis chapuzones en la vía láctea.


Se formó entonces el Comité de Damas Decentes Contra Vuelos Nocturnos.


Los Dirigentes de la Ciudad prohibieron abrir las ventanas después de la caída del sol. Todos los seres de la ciudad con capacidad de vuelo fuimos encerrados en celdas sin ventanas. Fue una cacería de brujas, o más bien de alas y capas. Todos nosotros, los que alguna vez fuimos libres, ahora hemos sido derrotados por esa masa gelatinosa que suele ser la vida moderna. Somos tan sólo fragmentos de lo que alguna vez fuimos. Nosotros, antes libres y completos, hemos quedado rotos, desvalidos, dañados para siempre. Convertidos en seres cuasi-humanos.


Un puñado de miseria vencido por un sistema monstruoso que no tiene pies, alas, capas ni cabeza.

23 de marzo de 2010

EL CARADENIÑO

Miguel Antonio Lupián


Fantoche por naturaleza, el caradeniño se regocija representando varios personajes sin cambios de vestuario. En ocasiones es un insecto, en otras un arácnido. Grillo malvado o el resultado de cruzar cucarachas con arañas. A veces vuela en zigzag, otras se arrastra. Venenoso o inofensivo. Tierno con su carita de niño o repulsivo con su cuerpo barnizado en naranja y negro. Cuando la temporada termina, nuestro Lon Chaney autóctono se entierra en el jardín preparando el siguiente número que presentará en primavera.

EL TEPORINGO

Miguel Antonio Lupián


Escondido entre el zacatón, el teporingo sueña con ser liebre. Sus ojos de bebé asustado han sido testigos de las transformaciones del hombre: desnudo obedeciendo a la naturaleza, vestido obedeciendo a la religión y mal vestido obedeciendo a la tecnología. Para los entusiastas, las orejas recortadas, la nariz juguetona y el cuerpo que invita al apapacho lo convierten en una especie carismática. Sin embargo, ha sido exiliado en los volcanes, pues ¿a quién le gustaría tener en casa a una especie nativa, chaparra, gorda y prieta jugando con los niños?

10 de marzo de 2010

LA CALLE ANTES DEL CRIMEN

©Monique Sanmiguel de Miguel
Mónica Sánchez Escuer

A Monique y Miguelángel

Desde la ventana, Herminia mira la calle vacía, las huellas sucias que ha dejado la lluvia. ¿Se habrá mojado? En un charco puede ver reflejada la luz del vecino, la única que alumbra las losas y muros. El silencio, como todo lo que ocurre en sus pensamientos, la aterra. Su calle es un pasillo angosto donde sólo se puede transitar a pie, o en la bicicleta que Xavier siempre quiso y que ella nunca le compró. Detrás de los rombos de hierro, como buena madre, lo mantenía resguardado de todos los accidentes posibles. No se imaginó que algún día él hallaría la llave, que se escaparía aún sabiendo los peligros y horrores de allá fuera, los que ella le contaba cada noche para hacerlo dormir, sentirse tranquilo en su recámara. Tal vez no fueron suficientes los diarios, la nota roja, las fotos de atropellados que ella le fue coleccionando como estampitas en su cuaderno de dibujo. Quizá debió haberle hablado de las dos palabras. Aquellas terribles.

Xavier no había nacido todavía cuando en su cuna recién comprada apareció tallada la frase: morirás joven. No fue Dios, ni un ángel caído, decía la abuela. Tampoco la navaja borracha de su padre. Nadie supo cómo llegaron a enterrarse esas letras en aquella madera nuevecita. Herminia las lijó, les echó plastas de pintura, pegó encima una imagen del sagrado corazón. Pero ellas siguieron ahí, visibles y tercas en la cabecera del niño. A los seis meses, decidió regalar la cuna y su frase fatídica al orfanato. Compró una cama amplia, de latón, ningún mueble de madera. Pero las dos palabras se habían incrustado ya en su frente y siempre aparecían en cada gripe, cada fiebre, cada raspón de su hijo. Ella lo cuidó, lo educó en casa, lo mantuvo a salvo estos diecinueve años. No entiende qué le dio a Xavier por salir si allí lo tenía todo. Por qué se fue así, sin avisarle siquiera.

Han pasado seis horas desde que escuchó la puerta cerrarse. Ha llamado a hospitales, policía, delegaciones. Ya lo buscó por todo el barrio, entró a la iglesia, rezó sesenta avesmarías. Sólo le queda esperar ahí, mirar la calle detrás de los rombos, saludar a los pocos vecinos que llegan, como lo hacía Xavier todas las tardes.

Pasan horas, no sabe cuántas, cuando el ruido de unas pisadas la espabila. Herminia se asoma, ve a un muchacho trastabillar, detenerse en la pared, doblarse como si algo le doliera a la mitad del cuerpo. Ella le grita pero él no voltea. Sin zapatos, baja apurada la escalera. Corre por las losas aún mojadas pensando que su hijo está herido, que lo han asaltado. No se imagina que ese hombre es su esposo, borracho, como siempre, que trae la cara ensangrentada y los ojos hinchados, que no la reconocerá cuando ella se acerque y él le hunda la navaja que no se atrevió a sacar en la cantina. Herminia no sabe, no sabrá nunca que Xavier no volverá a casa, que vivirá muchos años más sin saber que ella ha muerto.