Escuer y Bernal

3 de diciembre de 2011

14 de noviembre de 2011

SILENCIO

Brenda Artigas


El silbido de la tetera rompió la cotidianidad albergada en las cortinas de la habitación. Habían dejado sus cosas en orden: sólo se podía sentir el caminar de las historias que tantas veces ocurrieron en aquel departamento. Los presentes guardaban silencio, acercándose sigilosamente, –sin que sus pisadas perturbaran el eco de aquellos fantasmas– para ofrendar un pequeño ramo de flores en las dos cajas. Al fondo, abrazados, se encontraban los padres de Edgar y Leonor.

Enmudezco. Lo único que recuerdo después de la cena es mi cuerpo tendido al pie de la cama, inmóvil, presa de un invierno infinito, mi respiración disminuía al paso de los segundos. Las paredes fueron testigos permanentes de cada una de las risas acompañadas de vino tinto y caricias que compartimos esa noche. Sillones, mesas, libreros, cada objeto de la habitación quedaría marcado con tus muslos, mi espalda y nuestros sexos. El canto angustiante de una ambulancia rompió la fría atmosfera que logró por unos minutos contrastar con el rojo de tu alfombra. La puerta se abrió, varios desconocidos entraron al departamento interrumpiendo la calma que había conseguido teñir con nuestras vidas. Escuché tu voz, escuché la gota de suero que caía, escuché mi respiración sin esfuerzo y cómo todo se iba.

Recreamos. A la morgue han llegado varios cuerpos; por su atuendo se distinguen dos, sólo una sábana los cubre. Miguel se concentra en un cadáver, éste ha llamado su atención. La semejanza al marfil en su piel, su olor a madera añejada con lavanda lo atrae inmediatamente, no puede evitar acercarse. Cada paso coloca su ser cerca del cuerpo deseado, el nerviosismo incrementa. Un ligero rubor en sus mejillas; luego, el sudor poco a poco impregna su cuerpo.

Dibuja con cuidado su rostro: primero sus ojos, después recrea su nariz y al final su boca morada. Pareciera que sus manos van moldeándola con arcilla blanca, y comienza el proceso. Retira el trozo de manta que la protege, besa su frente, ahora los trazos los realiza con sus labios, inhala lo poco de su esencia que queda en el cabello, baja lentamente, intenta unirse a ese ser que le ha quitado el sueño durante muchas noches: convirtiéndose en cíclope. Después recorre cada una de sus extremidades, desgarrándola, y regresa al cuello, lo toma entre sus manos y ahorca. Sabe que ella no se quejará.

Al verla, revive el sentimiento por su madre, se excita, no puede contener el placer. Su imaginación se introduce entre las sabanas de su infancia y aparece la sombra de Beatriz. Miguel acariciando su cuerpo, besando su cara, bebiendo el rastro a madera y lavanda que su cabello deja. Mientras se encuentra bajo los efectos del formol juega con el cuerpo inerte de Leonor; se acerca a la parte más feliz de su vida, lo penetra, observa la fotografía, en tonos ocre que se encuentra en el espejo y atesora sus memorias más antiguas. Continúa su labor.

Suspiramos. Tu silencio se convierte en mi condena. No puedo evitar sentir rabia cada vez que él se acerca lacerándote, rasgando cada fibra de tu ser. Quiero levantarme, sentir mi cuerpo vivo de nuevo, saber que el tuyo se encuentra bien, el calor de tus manos en el tiempo que dura un parpadeo, tomarte y ser poseído por ti, convertirme en ese ladrón de sueños que ha llegado a cortar una orquídea. No puedo, no me está permitido, ese fue el trato para que jamás nos separaran. Ahora te rodea y con el bisturí realiza una incisión perfecta en tu vientre; de él, una lágrima morada tiñe de negro tus rizos. Ha decidido moverme. No lo conozco, pero sé que perturbará el ángulo que tracé con tu muerte. Sin embargo, no conseguirá despertarte. Sólo seré un observador más del baile que él propone.

Miro. Oscuridad, un bosque, estoy agitado, no se qué ocurre, siento el frío de la noche helar mis pestañas. Corro. Mi respiración iguala el ritmo de mis pasos sobre el pasto, el sonido de un balazo no deja de perseguirme, Recuerdo que quería estar sólo, su presencia me alteraba, no podía escribir. La luna se mantenía ausente. Las semanas pasaban y yo me dedicaba a observarla. Mi escritorio se fue llenando de pendientes: primero, un cuento; luego, una novela, y al final, frustración.

No entiendo qué ha pasado y continúo mi camino. Llueve. Señales de tránsito por doquier, semáforos, árboles, la luz intermitente del faro de los coches, tu cama, vino, risas, llanto y de pronto me invade el olor de la sangre. En ocasiones lo disfruto: otras, lo desdeño cual basura, pero ahora me inquieta. Todo se ha quedado inmóvil de un momento a otro.

¿Leonor? Venía sentada a mi lado, es mi novia, estudió literatura, y ahora busca publicar su libro en una editorial. Lo primero que observé fue su palidez rodeada por mechones castaños y después su gesto melancólico me enamoró. Perdón si no la había mencionado, vivimos juntos, es la persona con quien deseo pasar el resto de mi vida.

Callas. Un cirio fue encendido, cayeron algunos pétalos de violetas que decoraban el lugar y varias gotas de cera. Un médico atravesó el pabellón, localizó a tu madre, “pronóstico reservado”, fueron las palabras que la dejaron sin aliento. Los presentes entendieron que el final estaba cerca. En prisión los supuestos responsables, con su mirada perdida.

Yo te sentía desde el lecho donde mi cuerpo descansaba. Tras el murete en la cama contigua, tú, recibiendo oxigeno a través de varias mangueras, los tonos castaños del cabello cubriendo tu cara, inmóvil, misteriosa, sin el brillo que te caracterizaba, ni el calor al cual yo acudía cada noche esperando una redención que jamás llegaría. Esa que en este momento comienzo a extrañar.

Duermes. Cumplo lentamente mi condena mientras tú descansas. Me incorporo. A nuestros conocidos les sorprende el blanquecino tono que ha impregnado la piel y ahora forma parte de mi atuendo. El sueño del que tanto huí cobró vida ante mis ojos y mi mano obedeció su orden, tu último aliento alimentó el murmullo de mi nombre y la flama terminó por devorarte. Ayer aún sonreías mientras cepillabas tu cabello y me pedias que subiera el cierre y cubriera tu espalda, buscabas mis negras pupilas y el vacío era incapaz de alcanzarnos. Me borro con la marcha de los segundos, tú no lo notas pero continúo aquí, en silencio…

Sueñas. Poco a poco te recorro y me entrego con la mirada. Mientras tanto, sonrío; mis dedos juguetean con un pequeño listón negro, muerdo mi labio con el afán de contener cualquier instinto. Quisiera que mis ojos le transmitieran ese placer a mis dedos. Ahora le construiré un altar a tu memoria y cederé ante el deseo. Es momento de borrar tu nombre, el aire se llevará cualquier espejo que hayas traído.

Caes. Tu sangre lavó varias heridas que se encontraban aún en mi ser, yo en ti y tú en mí. Un callado eco tensó cada músculo, sólo yo era el feliz escucha de esa hipnotizante tonada. Sacié mi sed con tu alma. Mi piel junto a la tuya logró que ambos llegáramos a una sintonía perfecta que disfrutaré siempre. Cada gota, un paso tú, yo otro y al final los dos al mismo tiempo. El eco de un trueno interno se mantuvo constante durante varios segundos.

Bailamos. Y el lenguaje fue nuestro aliado. Mis ojos se entregaron a los tuyos mientras te despedías. Al fondo, mi alma sumergida en el encanto de los violines, y decidiste partir. Tus palabras fueron mortales: “Cuídate… yo ya no soporto más esta situación” Un extraño ritual. Sólo nos mirábamos, el intercambio de saludos era escaso y por las noches deseábamos la carne que el otro poseía.

Cenamos. Mi reloj de pulsera marcaba las 8 pm. Llegaste al restaurante envuelta en el vaporoso vestido rojo que me hacía sudar. Lentamente me levanté, me acerqué a ti y tomé con delicadeza tu saco. De un momento a otro mis brazos rodeaban tu delgada silueta, te sentías cómoda o eso dijiste. Pronto nuestros labios se encontraron en una danza que no deseábamos terminar. Al paso de los minutos nuestros cuerpos tropezaban en la hipnosis que nuestras lenguas comenzaron. Hablabas de un sueño que yo reconstruía, el lugar se fue adornando con tu paso y con el mío.

Corrías. El roce del aire sobre tu piel te llenaba de emociones. De aquel sentimiento se distinguía que nadie podría alcanzarte, la noche era tuya y no planeabas compartirla. “¿Saldremos a cenar?”, preguntaste y yo no respondí, temí que a cada palabra me consumieras como lo habías hecho en tu última carta. Y no conseguí llegar al final de ella, con curiosidad salté hasta la última línea… Tuya siempre, Leonor. En ese instante la eternidad recreó al tiempo.

Gritando. Logramos encontrar quién respondiera. Acabar con el silencio que había impregnado los segundos, miradas encontradas, sitios en común, puntuaciones simétricas, nuestros caminos se cruzaron y logramos recrear el horizonte, dibujamos paisajes surrealistas sin importar el tiempo ni el espacio…

Así empezó…

7 de noviembre de 2011

AUTOEXPLORACIÓN

Magdalena López Hernández



Elizabeth cierra la puerta del baño, abre el grifo de la tina, enciende la radio y comienza a desnudarse frente al espejo en medio de una nube de vapor caliente. Al quitarse la última prenda, cierra el grifo. Mete un pie; el otro, y recuesta el cuerpo sobre la porcelana.


Las piernas se le abren hasta chocar con las paredes de la tina. Cierra los ojos. Con la mano izquierda aprieta el seno mientras que la derecha recorre el abdomen hasta llegar al sexo. Lo acaricia. Lo frota. Desciende hasta su entrada húmeda. Mete un dedo. Suspira. Un segundo. Suspira. Un tercero… Con los ojos cerrados, ella mete y saca a un ritmo acompasado hasta que adquiere velocidad y muerde los labios para retener el gemido. Desliza la mano izquierda del pecho al sexo. Acaricia el clítoris. Se arquea bajo el agua. Un hilo de sangre le recorre la barbilla. Los dedos se mueven como lombrices dentro del cuerpo, apresuran la entrada y la salida mientras Elizabeth suspira y la vagina le sangra. Gime fuerte, cada vez más fuerte hasta que la respiración se le atora en el pecho. Exhala. Las facciones se le relajan. Una sensación de humedad le desciende por la palma de la mano. Abre los ojos. Sus dedos no paran. Entran, salen; entran, salen. La sangre se disuelve en el agua. Desesperada, presiona la muñeca para detener el movimiento. Imposible.


Un par de nudillos toca a la puerta.


—Liz, ¿está todo bien ahí adentro?


Ella abre los ojos. Mira a su alrededor. Suspira.


—Sí. Todo bien, ma.


Recarga la cabeza en el borde de la tina. Sonríe. “Un sueño”, dice. La mano derecha emprende de nuevo su rutina. El eco de un gruñido se escabulle entre el agua. Elizabeth grita. Saca la mano de la entrepierna. Se levanta y grita más fuerte: el agua está teñida de rojo y a su mano le faltan tres dedos.


Sus ojos inquietos miran la bañera. Escucha el gruñido. Busca. No encuentra. Vuelve a escucharlo. Busca de nuevo. Desciende el rostro a la altura de la pelvis. Se mira. Desconcertada, pasa la mano sobreviviente por el sexo. Un aire cálido le roza la piel. “Respira” Los dedos trémulos se acercan, exploran; en los bordes de la vagina descubren el filo de los dientes.


Las pupilas se dilatan. Una sensación viscosa le baña los dedos. La observa. ¿Saliva? Adentra la mano. Grita. De su vagina caen pedazos de carne y hueso y la mano sale parecida a un trozo de carne roído por ratas.


—No es real, no es real — dice.


Una carcajada áspera surge de las paredes del baño. Elizabeth, asustada, trata de salir de la bañera. Tropieza. Cae de espaldas. La risa persiste, se acerca. Ella busca pero, una vez más, no encuentra nada. Impulsa el cuerpo hacia atrás para llegar a la puerta. Una vez ahí, se levanta. La perilla. Mira los dos dedos de su mano izquierda y la inutilidad de la derecha. Llora. Golpea la puerta con los codos. Nadie contesta.


Siente un calambre perforándole el vientre. . El dolor le deforma el rostro. Ella cae, se retuerce en el suelo, dobla el torso hacia las rodillas. Trata de gritar pero el grito se le atora en la garganta. Por su vagina se asoman las yemas de cinco dedos y el resplandor afilado del metal; abruptamente, las manos surgen y abren las piernas de golpe.


Elizabeth, atónita, ve el músculo exhibido de la mano derecha y el guante en la izquierda. Las cuatro garras de éste se le entierran en el muslo, se aferran a la piel y jalan hasta que se vislumbran los hilos desgarrados de un suéter bicolor. Líneas rojas y verdes dan forma a las mangas largas que cubren los brazos nacientes del interior de Elizabeth. Las manos continúan abriendo las piernas para dar paso al cráneo cubierto de piel derretida, tras el que viene el cuello y la misma aglomeración de hilos rojos y verdes. Al asomarse los hombros, los muslos se desprenden de la pelvis, por lo que abrirlas ya no supone un problema para el torso y las piernas que surgen lentamente.


Una vez fuera, el hombre se incorpora. Adentra la mano en Elizabeth, de cuyo interior saca un sombrero empapado de fluidos vaginales, el cual se lleva a la cabeza descarnada. El hombre deja a la vista sus dientes amarillentos y, burlón, la mira con sus ojos verdes al tiempo que mueve las garras en el aire llenando el baño de un sonido metálico.


—¿Necesitas una mano…perra? —dice


La risa áspera rebota en los azulejos. El guante se adentra por la vagina de Elizabeth, cuyos ojos se abren como si quisieran desprenderse del párpado. La sangre se le desborda por la boca mientras las garras emergen violentamente dejando, al pie de la puerta, el cuerpo biseccionado de Elizabeth enmarcado en un charco de vísceras y sangre.


Un par de nudillos toca a la puerta.


—Liz, ¿está todo bien ahí adentro?


—Sí. Todo bien, ma.

20 de octubre de 2011

EL DEUNKOZA

Edgar Omar Avilés


Apurar los pasos, llegar cuanto antes al taller de narrativa.

Bien asida bajo el brazo la tarea: un cuento que dejará admirados a todos, aún a sus más férreos detractores. Durante un mes gestó -entre libros, ensoñaciones, mucho café, borradores y desvelo- las mil trescientas cuarenta y siete letras de su obra, soberbiamente original.

Llega agitado de tanto correr a la puerta del salón. Con un pañuelo que saca de la bolsa de su camisa se retira el sudor de la frente. Revisa por última vez el texto y abre la puerta. Todos están sentados alrededor de una mesa circular. Dirige sus pasos muy lento, hacia el único lugar vacío. No saluda. Se sitúa junto a su silla. Permanece de pie.

-Creo que ahora reconocerán mi superioridad literaria -comunica a sus compañeros; De forma arbitraria comienza con la lectura: -"El Deunkoza" -dice inflamado de orgullo. Todos extrañados piden al unísono nuevamente el título.

-"El Deunkoza" -reitera con un timbre aun más pedante. Su compañero de la izquierda le arrebata el texto para poder examinarlo: termina de hacerlo con la mirada torva, perdida. Las hojas son arrancadas de aquellas manos. Se repite el proceso, con las mismas consecuencias, en sentido horario. Hasta que la tarea llega otra vez con su dueño. Un silencio estremecedor se desliza por el recinto. Jamás imaginó que su cuento fuese tan impactante.

-Al parecer desconozco los límites de mi genio -dice vomitando ego. Sin embargo también su mirada se pierde, cuando sus nueve compañeros y el maestro arrojan al centro de la mesa sus cuentos. En todos ellos se lee por título: "El Deunkoza", y sin duda cada uno está compuesto por mil trescientas cuarenta y siete letras.

14 de octubre de 2011

LILY DE LOS VALLES

Sofía Alvarado


Soñé con un rostro que no había vuelto a ver desde mi infancia. Tenía unas facciones bellísimas y moviendo sus labios delgados, parecía estar diciéndome algo que, sin embargo, yo no podía escuchar.

Cuando desperté, estaba confundida y mi cabeza me mataba. Perezosamente, conseguí llegar hasta el baño, donde lo noté por primera vez. Justo en el lagrimal de mi ojo, muy bien acomodado, surgía un brote verdoso. Extrañamente, su aparición no me inquietó, o por lo menos no como debió haberlo hecho. Con un movimiento rápido, lo arranqué de su lugarcito y lo sostuve entre mis dedos, escudriñándolo, y llegando a la conclusión de que ya había visto algo como eso antes… Pero sin recordar dónde…

Durante todo el día, el asunto no volvió a mi cabeza... Había comenzado a trabajar durante el verano, para conseguir algo de dinero extra. Y aunque se trataba de una simpleza, ocupaba mi mente lo suficiente como para no poder divagar demasiado.

Esa noche, volví a soñar con aquel rostro. Aún no podía interpretar lo que me decía, pero por lo menos ahora comenzaba a recordar quién era.

Lily…

Así se llamaba. Era una amiga, eso creo. Solíamos jugar cuando yo era niña.

En adelante, cada noche soñaba con ella. Ya no era sólo su rostro, comencé a recrear en mi cabeza aquellos días que pasábamos juntas. Dormir se convirtió en una especie de adicción. Y, cada mañana, yo despertaba con más y más brotes surgiendo de mi ojo izquierdo. Llegó un momento en el que dejé de arrancarlos y les permití que crecieran como se les viniera en gana; de todos modos, nadie a mi alrededor parecía extrañarse al verlos surgir en un lugar tan incómodo y poco conveniente. Sólo yo les daba especial importancia.

La cabeza no dejaba de palpitarme durante todo el día. Acompañando el dolor, un insoportable zumbido retumbaba en mis oídos. Había pensado en contarle a mi madre, para que me llevara con el doctor, pero extrañamente lo olvidaba. Las molestias sólo se detenían en la noche, mientras dormía.

En esos momentos, nuevos recuerdos de Lily regresaban a mi mente…

Solíamos jugar juntas en mi jardín, lejos de la vista de mamá.

Escapábamos a través de un agujero, hasta un campo de flores. Recuerdo haberla conocido allí.

Cierta noche, me despertó un agudo dolor, muy distinto al de mi cabeza. Al observarme en el espejo, descubrí su causa. Un espeso arbusto de florecillas rosadas crecía y se entrelazaba en el sanguinolento desastre en el que se había convertido mi cuenca ocular, sin dejar evidencia alguna de lo sucedido al ojo allí antes habitante. Le dirigí a mi reflejo una mueca de fastidio… Antes de que se interrumpiera el sueño, finalmente había escuchado su voz, después de tanto tiempo.

Para cuando amaneció, yo ni siquiera me había molestado en limpiarme el rostro. Pasé la noche entera intentando volver a dormir, pero no pude.

No fui a trabajar. En lugar de eso, me quede en casa, rememorando y soñando despierta.

Lily… aún ahora me era fascinante. Me preguntaba, ¿qué le habría sucedido? ¿Por qué nos habíamos distanciado?

Soñé con el campo de flores. Las reconocí como aquellas que crecían en mi ojo.

Ambas estábamos sentadas. Ella tomaba mis manos y me miraba profundamente.

—Algún día volveré por ti —parecía responder a algo que yo había dicho—. Entonces estaremos juntas de nuevo.

Por primera vez, despierta, recordé algo sobre ella.

Yo tenía una muñeca de porcelana. Mi madre me la había dado y aparentemente era un tesoro familiar. No recuerdo ahora cómo era, ni si le había puesto un nombre.

Lily y yo jugábamos con esa muñeca todo el tiempo. Un día, le estrellé la cabeza contra un banco del jardín. Pero no fue accidental.

Se le rompió el lado izquierdo del rostro y se cayó su ojo de cristal. La llenamos de tierra y plantamos unas florecillas en su cráneo de muñeca.

—Le envenenaste el corazón ­—me dijo ella riéndose­—. Esas malvadas flores extenderán sus raíces hasta el corazón de la muñeca, y lo envenenarán.

Esa fue la última vez que vi a Lily.

Hacía tiempo que no vivíamos en la casa de mi infancia, por lo que no encontré demasiados recuerdos en el ático. Deseando saber más, decidí por fin hablar con mi madre, pensando que quizá ella pudiese contarme más sobre Lily y lo que solíamos hacer juntas.

Esa tarde me había sentido especialmente mal, y el zumbido parecía haber aumentado de intensidad, de manera que me era muy difícil ponerle atención, a pesar de lo interesada que estaba en sus palabras.

Comenzamos platicando de nuestro tiempo juntas, en mi niñez. Conforme hablábamos, un sentimiento de melancolía parecía crecer en mi pecho.

Le pregunté acerca de mi gran amiga de la infancia, a quien ella solía consentir de vez en cuando. Como respuesta, se rió.

—Oh, sí. Lily. La reencontré un día, mientras nos mudábamos. Pero alguien convirtió su cabeza en maceta, y tuve que tirarla a la basura.

Escuche apenas lo último que dijo, mientras el zumbido aumentaba en mi cabeza.

Perdí la conciencia.

Podía escuchar un poco de lo que sucedía afuera de mi mente. Adentro, el zumbido.

—Lo lamento ­—susurró una voz­—. El tumor es maligno… e inoperable.

Afuera, el llanto de mi madre.

Adentro, el zumbido, que ya podía interpretar... La dulce y venenosa voz de mi muñeca.

—Volví por ti.

12 de octubre de 2011

14 de septiembre de 2011

CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ

Marguerite Yourcenar


El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.

Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

9 de septiembre de 2011

ABOMINABLE



Fredric Brown

Sir Chauncey Atherton se despidió de los guías sherpas, que iban a acampar allí y dejarle continuar solo. Estaban en tierras del Abominable Hombre de las Nieves, varios centenares de kilómetros al norte del monte Everest, en el Himalaya. Los Abominables Hombres de las Nieves se habían dejado ver ocasionalmente en el Everest y en otras montañas tibetanas o nepalesas; pero el monte Oblimov, al pie del cual dejaba ahora a sus guías nativos, estaba tan lleno de ellos que ni siquiera los sherpas se atrevían a escalarlo; aunque le aseguraron que esperarían allí su regreso, en el caso de que regresara. Había que ser muy valiente para aventurarse más allá de aquel punto. Sir Chauncey era un valiente. Además, era un verdadero perito en cuestión de mujeres, razón por la que se encontraba allí y a punto de intentar, en solitario, no sólo una peligrosa ascensión sino también un rescate aún más peligroso. Si Lola Grabaldi aún vivía, se hallaba en poder de un Abominable Hombre de las Nieves.

Sir Chauncey nunca había visto a Lola Grabaldi en persona. En realidad, hacía menos de un mes que se había enterado de su existencia, al ver la única película cinematográfica que ella había protagonizado, y gracias a la cual se convirtió súbitamente en un personaje legendario, en la mujer más hermosa de la Tierra, en la estrella cinematográfica más encantadora que Italia había engendrado jamás; y sir Chauncey no lograba comprender que siquiera Italia lo hubiera hecho. En una sola película remplazó a la Bardot, la Lollobrigida y la Ekberg como la imagen de la perfección femenina en la mente de todos los peritos del mundo, y sir Chauncey era el mejor perito del mundo. En cuanto la vio en la pantalla, comprendió que debía verla en persona, o morir en el intento.

Pero, entonces, Lola Gabraldi ya había desaparecido. A fin de tomarse unas vacaciones después de su primera película, hizo un viaje a la India y se unió a un grupo de escaladores que pensaban conquistar el monte Oblimov. El resto del grupo había regresado, pero Lola no. Uno de ellos testificó haberla visto, a demasiada distancia para alcanzarla a tiempo, secuestrada, arrastrada a la fuerza por una peluda criatura, más o menos humana, de casi tres metros de estatura. Un Abominable Hombre de las Nieves. El grupo la había buscado varios días antes de darse por vencidos y regresar a la civilización. Todo el mundo coincidía en afirmar que, ahora, ya no había ninguna posibilidad de encontrarla con vida.

Todo el mundo menos sir Chauncey, que inmediatamente había volado de Inglaterra a la India.

Nada pudo detenerle, y ahora ascendía hacia la región de las nieves eternas. Y, además del equipo de alpinismo, llevaba el pesado rifle con el que, sólo un año antes, había cazado tigres en Bengala. Si el arma podía matar tigres, razonaba, también podía matar Hombres de las Nieves.

La nieve se arremolinaba en torno suyo mientras avanzaba hacia la línea de nubes. De repente, a unos doce metros de él, que era hasta donde su vista alcanzaba, divisó una monstruosa figura que no era totalmente humana. Alzó el rifle y disparó. La figura cayó, y siguió cayendo; se hallaba al borde de un precipicio de varios miles de metros de altura.

Y, en el mismo momento del disparo, unos brazos se cerraron en torno a sir Chauncey. Unos brazos gruesos y peludos. Y después, mientras una mano le inmovilizaba fácilmente, la otra le arrebató el rifle y lo dobló en forma de L con la misma facilidad que si se tratara de un palillo, tirándolo después. Se oyó una voz procedente de un punto situado a unos sesenta centímetros por encima de su cabeza.

- Estate quieto y no te pasará nada.

Sir Chauncey era un hombre valiente, pero una especie de gemido fue todo lo que pudo articular, pese a la aparente garantía de las palabras. La criatura situada a su espalada le mantenía tan fuertemente apretado contra sí, que no pudo alzar ni volver la mirada para ver que cara tenía.

- Te lo explicaré - dijo la voz a sus espaldas -. Nosotros, a los que llamáis Abominables Hombres de las Nieves, somos humanos, pero transmutados. Hace muchos siglos formábamos una tribu, igual que los sherpas. Por casualidad descubrimos una droga que nos permitió cambiar físicamente y adaptarnos, gracias a un aumento de estatura, pilosidad y otros cambios fisiológicos, a un frío y una altitud extremos, así como trasladarnos a las montañas, a regiones donde otros no pueden sobrevivir, excepto los pocos días que dura una expedición de alpinismo. ¿Lo entiendes?

- S-s-sí -consiguió articular sir Chauncey. Comenzaba a entrever un rayo de esperanza. ¿Acaso la criatura iba a explicarle estas cosas, si pensara matarle?

- En este caso, continuaré. Nuestro número es reducido, y cada día lo es más. Por esta razón ocasionalmente capturamos, tal como te hemos capturado a ti, a un alpinista. Le damos la droga transmutadora, sufre los cambios fisiológicos y se convierte en uno de nosotros. De este modo mantenemos nuestro número relativamente constante.

- P-pero -balbució sir Chauncey -¿acaso es eso lo que le ha sucedido a la mujer que estoy buscando, Lola Grabaldi? ¿Acaso es ahora... peluda, de casi tres metros de estatura, y...?

- Lo era. Acabas de matarla. Un miembro de nuestra tribu la había tomado como compañera. No nos vengaremos de ti por haberla matado; pero ahora debes ocupar su lugar.

- ¿Ocupar su lugar? Pero... yo soy un hombre.

- Me alegro de que lo seas - dijo la voz a sus espaldas. Se vio obligado a girar bruscamente, y se encontró frente a un enorme cuerpo peludo, con la cara al nivel de dos montañosos senos peludos.

 -Me alegro de que lo seas... porque yo soy una Abominable Mujer de la Nieves.

Sir Chauncey se desmayó, siendo inmediatamente recogido y alzado en brazos, con la misma facilidad que si de un osito de juguete se tratara, por su nueva compañera.