Escuer y Bernal

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18 de agosto de 2010

ASESINO AMENAZADO

Arturo Villalobos

A René Magritte

Una vez finalizado su privado festín de carne, el asesino escucha “Gnossienne No. 1” de Erik Satie. Todo alrededor se desvanece y la música lo sumerge en sus corrientes invisibles, mientras una gota de sangre comienza a resbalar del cuerpo de la mujer en la mesa de disección, una gota roja deslizándose hacia un vértice de la mesa, como si un pincel trazara una línea roja sobre la superficie ligeramente humedecida por el sudor frío del cadáver, un pincel delicado e invisible como la música que el asesino escucha.

Tres caballeros de bombín le observan, parapetados detrás de la ventana, con una envidia callada y rabiosa. ¡Que él –abominación sobre la tierra- haya logrado seducirla! ¡Que él –habrá que mesarse los cabellos– la haya gozado para después matarla en un éxtasis abyecto! ¡Qué él –maldito sea su nombre desde siempre– se haya derramado sobre el manjar de su carne y no cualquiera de ellos! Pero aguardan el momento en que su venganza no escamoteará los refinamientos de una tortura pausada, una orgía de nervios crujiendo entre gritos bajo una bombilla de luz deteriorándose a través de la noche.

La trayectoria de la gota púrpura está a punto de llegar al vértice que apunta a la ventana.

El asesino a sueldo también aguarda, mazo en mano, para castigar a ese esteta que le robó su recompensa de sicario, el pan de semanas, el prestigio de matarife invicto. El guardián de la Ley prepara su red de gladiador furtivo, impaciente por cobrar una victoria que le otorgará un peldaño más en su carrera como defensor de una justicia obediente a sus designios de jurisprudente.

La gota se tensa hacia el suelo, se estira un momento, negándose al desprendimiento, e inicia su caída.

En un acorde tembloroso de Satie, todos los acechantes han contenido el aliento.

Al escuchar el impacto de la gota en el suelo, el asesino despierta de ese lento acorde como si emergiera de una telaraña. De repente no sabe qué está haciendo allí. No ha salido del trance todavía. Luego recuerda. Vuelve al cuerpo en la mesa, a la noche, a su propio cuerpo. Aguza el oído y se da cuenta de que no está solo. Se lamenta con furia, aunque no haya tiempo para lamentaciones, por tener que acabar con más vidas, aunque ahora sólo sea para escapar.

Apaga el gramófono y enciende un cigarrillo mientras todos sus sentidos se tensan al máximo como las cuerdas de un violín preparándose para un concierto a media luz de la luna.

15 de septiembre de 2009

ENTROPÍA

Arturo Villalobos


Hasta el momento encuentro imposible vencer la escandalosa propensión de las cosas a enredarse. Abro un cajón de calcetines y necesitaré de una paciencia meticulosa para dar con un par aceptable como si pescara en río revuelto, pero peor sucede con el cajón de conexiones cuando busco unos audífonos o un enchufe. Un denso arbusto de cables, aislante y tornillos se desborda apenas abro el cajón, por lo que busco a toda prisa el dispositivo necesario, si es que aún existe y no ha sido engullido por la maraña.


Al principio pensaba que el enredo se restringiría a los cajones y le dejaba reinar en esos espacios tan poco probables de exponerse a la vista ajena. Pero he ido notando que la cocina ha empezado a enredarse justo en la región del fregadero, oponiéndome un desorden tenaz de platos mezclándose con cubiertos, en aleaciones difíciles de quebrar, y comida saturada de agua que se aferra con patitas vegetales y excrecencias parásitas al fondo del sumidero. Pierdo la paciencia con esta casa que se me va enredando, sobre todo cuando duermo y las colchas se trenzan en luchas silenciosas de las que me zafo avanzada la mañana. Tampoco insisto ya en reordenar los muebles de sala.


Es de noche y pronto saldré a las calles del centro que ya sufren cierta curvatura insinuada, aunque nadie me haga caso cuando la denuncio. No entienden que al paso de los años las calles comenzarán a enredarse entre sí, como una pantagruélica telaraña de luces y asfalto, hasta que los autos ya no sepan hacia dónde correr sin encontrarse con sus propios accidentes futuros o con pasadas correrías. Ahora mismo salgo al jardín esperando no encontrarme en el balcón o en otro momento que ya viví dentro de la casa o conmigo mismo dentro de unos días.


Permito que el enredo vaya extendiendo su maleza por el mundo, que contamine el río del tiempo con turbulencias y remolinos, renuncio a pelearle y me dejo llevar por la corriente con la esperanza de algún día volver a lo que era mi casa, si es que ella misma no es tragada por completo, si es que entonces no he olvidado cómo distinguir una casa de otra.

17 de agosto de 2009

CINERIZOMA

Arturo Villalobos


¿Cuál sala de proyección había que elegir? ¿Cuál era la precisa, aquélla que después de tantas elecciones aproximativas, por regla general erróneas, le acercaría a la sala donde se proyectaba la escena resolutiva del enigma, como un haz de luz desintegrando una sombra central en el fondo del corredor? Había dejado atrás una sala donde se proyectaban unas vacaciones a los siete años de edad. Luego otra donde daban una aventura romántica a los doce. En otra proyectaban la semana anterior a su muerte imaginada. Algunos filmes no se distinguían de tan borrosos que habían quedado. Otros lucían la nitidez gris de la vida cotidiana. En otros había colores y matices que irradiaban la luz sobrenatural de los sueños lúcidos. Los cartelones no engañaban, se proyectaba lo que anunciaban en cada sala, pero el problema continuaba siendo cómo tomar una decisión, hacia dónde dirigir la vista: ¿La boda o el divorcio? ¿El triunfo escolar o la derrota en el deporte? ¿La rutina de los días o la visita trivial a unas amistades? ¿El suicidio de un amigo o la primera aventura sexual? ¿La muerte de la madre o el extravío en el bosque?


Por más que había buscado las claves perdidas, los sucesos cruciales, los diálogos decisivos, los estropicios comparables a fichas de dominó tirando las siguientes, nada había logrado encontrar que de alguna manera no revelara su vacío final de sentido, su inconexión aparente con secuencias donde el azar dominaba o los puntos suspensivos que demandaban seguir buscando. Por ello continuaba en ese corredor con salas de proyección a cada lado, un corredor que se extendía hacia delante y hacia atrás sin final y, sin embargo, sabía que no podía ser infinito. Al menos, implicaba una esperanza. Mientras fumaba un cigarrillo, reflexionaba en cuál sala entraría. Una vez más tendría que tomar una decisión de la cual no habría necesidad de arrepentirse, pues había sospechado que todas resultaban equivocadas al fin y al cabo.


—Ya va a empezar la función —le urge su esposa.

—¿Podría describir a su mejor amigo? —pregunta el psicoanalista.

—Estamos todos aquí reunidos en esta hora de duelo para recordar… comienza su discurso el sacerdote enterrador.


Apaga su cigarrillo en la palma de la mano, porque sólo así las voces se acallarán, y penetra a la penumbra de la sala cinematográfica como si cruzara el pasillo de un desfiladero.


20 de julio de 2009

LA SUPERFICIE OCULTA DE LA PÁGINA

Arturo Villalobos

Un golpe de viento abriendo la ventana a las tres de la mañana y no necesito salir de la recámara para saber que ella, mi hermana gemela que no conocí, acaricia los pétalos de una gloxinia, como si así pudiera percibir su fragancia esparciéndose por el aire seco o le tocara el palpitar secreto de sus raíces. A pesar del sueño y el temblor que vuelve al vientre, a la luz borrosa de una luna que entra por el ventanal, salgo para encontrarla rodeada por su atmósfera agrisada por una lluvia que sólo cae para ella, bajo un sol nublado fuera de este tiempo, reconcentrada en la gloxinia que parece hablarle de días posibles, de noches que no transcurrieron.

Bajo las escaleras mientras aparento no verla para ir hacia el escritorio donde el libro abierto de las estaciones no vividas se abre en una página escrita hace años y que ella ha releído porque mi pobre escritura atinó en recrear un pasaje que hubiera deseado recorrer, pero que sólo me es dado dibujar por las voces esparcidas, apenas audibles, a medianoche, al filo de la madrugada o como hojas arrastradas por el viento del atardecer. El libro ha ido creciendo desde hace dos décadas, en un paralelismo que ha ido desterrando mis propias vivencias, desde que no pude soportar la mirada de esa niña taciturna, ojos acusadores y blancura enrarecida, que contaminaba de pasos y murmullos cada rincón cercado por el silencio. Ella ha leído ese intento de años por imaginarle una existencia más allá de estas paredes sosteniendo el eco de su voz que no habló, mudando en transparencia su cuerpo que no se desplazó por los corredores.

Le he escrito un libro a fin de que desaparezca. He pagado por haberle sobrevivido.

Busco una página en blanco y comienzo a escribir las últimas líneas, el último día sobre este mundo donde ella flota a la deriva como en la superficie oculta del mar. Le imagino un fin apacible, en habitación de hogar convertida en cuarto de hospital, con sedantes, largos trechos de sueño y las manos de mamá en las suyas. Delineo la leve contracción de su rostro dormido, casi escucho la amplitud el respiro que se extiende hacia un momento que ya no puede alcanzar, y en el punto final un golpe de viento cierra las páginas. Un dolor agudo me acuchilla el pecho para irradiarse por toda la espalda mientras el corazón late desordenadamente. Me llevo las manos al pecho que sube y baja sin control y veo la mirada tierna de mi hermana vigilando desde lo alto de la escalera, por fin reconciliada, por fin esperando a que me reúna con su sombra.

6 de julio de 2009

CALIPSO

Arturo Villalobos


Las crónicas del reino refieren la existencia de una ciudad abandonada cuyos únicos habitantes son estatuas de mujeres. Los viajeros deben evitarla a toda costa, aun contra sus deseos naturales o afanes exploratorios, pues se sabe que los únicos sobrevivientes a ella han sido ciegos, monjes, eunucos, mutilados o ancianos. Los jóvenes suelen perecer sin esperanza.


Los siglos han referido relatos de viajeros que han quedado extasiados, hasta la muerte por inanición o de frío, en la contemplación de un pecho, unos muslos, la curvatura de unas caderas, la estrechez de una cintura o un rostro imposible desde la tersura de la roca, en el absoluto de una belleza esculpida con maestría no terrestre. Por ello no es extraño encontrar cráneos y restos de osamentas alrededor de las estatuas.


A esta ciudad se llega por un antiguo lago, ahora seco, en otros tiempos habitado por ninfas, quienes dejaron como único vestigio de su paso una ciudadela en espiral, monumento a un culto que ha ido desapareciendo, conformada por templos vacíos, columnas dispersas, anfiteatros arruinados y puentes rotos, en cuyo centro se encuentra la efigie de una diosa cuya faz nadie ha visto. Los hombres no resisten más allá de la tercera o cuarta estatua en su camino, pero se sabe del caso de un hombre puro que logró acercarse y contemplar por un instante la belleza absoluta de la diosa de piedra, antes de que el resplandor emanado de aquel rostro le quemara los ojos.

17 de junio de 2009

ENGENDRAMIENTO DE MUÑECOS

Arturo Villalobos

Les llaman ventrílocuos porque sólo pueden hablar a través de muñecos. Pero el ventrílocuo también es un muñeco, aunque ya no se siente como tal y le repugna acordarse de sus tiempos de muñeco, cuando tenía que pasar un largo y penoso estudio de años recibiendo clases de un ventrílocuo experto. Durante años y años el muñeco dice lo que el ventrílocuo quiere que diga. Y a fuerza de costumbre, palabra a palabra, apunte tras apunte, perorata sobre perorata, el muñeco logra asimilar las palabras del maestro ventrílocuo, su forma de gesticular e incluso su manera de andar. Entonces sobreviene el milagro: el muñeco se gradúa como ventrílocuo, deja de pensar como muñeco y toma a su cargo nuevos muñecos para enseñarles el arte de la ventriloquía. El proceso se repite cíclica, incansablemente, puesto que algo hay que hacer con el tiempo.

11 de junio de 2009

NEURO

Arturo Villalobos

Con bastante frecuencia tenemos dolores de cabeza. El médico nos dice que se llaman neuralgias. Cerramos las ventanas, detenemos los relojes, obstruimos los oídos. Pero las neuralgias parten desde el centro de nuestro ser y se extienden más allá de nuestro cuerpo hasta hacer vibrar el aire como en un día de intenso calor o como ante un espejismo del asfalto. Es en esos momentos cuando comprendemos que sólo un hilo, aunque sea de acero, nos ata a la vida. El médico nos extiende una receta –papel blanduzco colgando de su mano, molusco blanquecino garabateado– y pagamos lo que podemos. Nunca estamos del todo reconfortados y nos retiramos aferrándonos al hilo, procurando no pensar, ni ver, ni escuchar, decididos a pasar largos días en nuestra habitación, mirando a veces el resplandor que surge del cortinaje en la ventana como si no surgiera del día ahí afuera, como si alguien lo hubiera puesto para serenarnos, linterna esparcida enmedio de la oscuridad. No es una regla, pero en algunas noches de intensa neuralgia tenemos que atarnos de pies y de manos.