9 de marzo de 2011
MIÉRCOLES DE CENIZA
16 de febrero de 2011
PERSECUCIÓN
24 de octubre de 2009
IRRESISTIBLE
Angélica Santa Olaya
Cuando Laura conoció a Rubén supo que era el hombre con quien debía tener un perro, dos hijitos y una mecedora para arrullar su vejez. En ese orden. Se casaron como era de esperarse. Un día, llegó Memo, con su irresistible sonrisa, a pedir posada por unos meses. Era tan divertido verlo pasearse en calzoncillos por la casa contando chistes y haciendo bromas que Laura se olvidó del perro. Por eso ahora, en el fondo, comprendía por qué Rubén había salido por aquella puerta, junto con Memo, dejándola sola; sin marido, sin hijitos y sin mecedora. Desolada, tomó su bolso y se dirigió a la veterinaria.
URBE
Angélica Santa Olaya
Tiembla, camina y se contonea. Recoge por igual flores y escupitajos que le lanzan al pasar los trashumantes. Esos que al bajar la luna se meten bajo su falda de concreto y esconden la nerviosa risa de los temores. Al amparo de la oscuridad muerden las lentejuelas del negro vestido y recuerdan el olor agrio del pecho que una vez los amamantó. Duermen las farolas y ella se saca de encima a los hijos que salen, pululan y le echan en cara las afiladas uñas y las piernas al aire. Peligrosa, prostituta y dispuesta a todo, ella sonríe en un rojo escarlata y se prepara a envolverlos en sus brazos de carnívora y aromada madreselva. Ella sabe que la luz y la sombra vienen siempre de la mano.
15 de julio de 2009
VENGANZA
Alicia tomó entre sus dedos la pequeña figurilla de madera que tanto la había molestado al otro lado del espejo.
—La convertiré en un gatito de Chester. ¡Eso haré! —dijo, y sacudió la figura hasta borrar de su rostro la sonrisa. Luego, aplicando toda la fuerza de que sus pequeñas manos eran capaces, separó la cabeza del resto del cuerpo y se relamió de gusto imaginando a la reina como una arrugada, peluda y solitaria cabeza de ahora en adelante.
Con gran delicadeza tomó la taza de té y mordisqueó un trozo de pan al que había untado con mantequilla porque, como ya había dicho alguna vez, no le interesaba la mermelada.
4 de junio de 2009
¿ARMARIOS PARA QUÉ?
Angélica Santa Olaya
En este cuarto hay un pequeño león encerrado en una cajita de metal. Su gruñido es suave; casi un ronroneo. Si no fuera porque ruge cada cinco segundos podría decirse que es un gatito; pero no lo es; es un león en miniatura para espantar a los monstruos que se pasean en patines por los corredores esperando el momento oportuno de meterse en los cuartos. El armario está del lado derecho de mi cama. Si volteo puedo ver como el monstruo da empujoncitos en la puerta. Lo bueno es que el león está conmigo. Él y yo nos comunicamos por un tubo transparente. Sus rugidos se meten en mi cuerpo desguanzado a través de ese tubito. Por eso, cuando ruge, afuera se oye quedito. Es para despistar al enemigo que ya les dije quién es. Con el león a mi lado me siento más seguro. En el buró hay un chango peludo que a veces me abraza y sonríe como si me dijera: “Tú puedes con él, anda, tú puedes…” Yo intento levantar un poco la cabeza, pero sé que el monstruo está escuchando y me quedo quieto esperando que tome la siesta. No puedo salir de este cuarto, pero alguien me dijo que cada niño tiene un monstruo, o varios… los oigo en las noches deslizarse entre las sombras acechando a los niños para terminar de comérselos. Creo que el mío me está comiendo el pensamiento y eso me espanta más que no tener una pierna o un brazo. Porque, a lo mejor no puedo batear, pero ¿como voy a saber si el lanzador me está haciendo trampa? A veces les cuento, en voz baja, a las hormigas que cuidan este lugar, el miedo que me da el monstruo. Ellas vienen y señalan la cajita donde vive el león para que yo me acuerde de que no estoy solo. Me escuchan, dan un paseo por el tubo transparente, sonríen y se marchan. Cuando ellas están aquí, el monstruo del armario no hace ruido, pero yo sé que está ahí, esperando que me descuide para salir y comerme. Por eso no duermo, nomás de la pura preocupación de que salga y vuelva a morder mi cabeza. Anoche escuché clarito cómo abrió la puerta del armario. El tiempo, que siempre está metido aquí, se arrastraba lento y pesado como una oruga obesa por las paredes. A ratos no lo escucho, pero a mí no me engaña, sé que está sobre el sillón o entre los pliegues de la cortina. Yo cierro los ojos y rezo para que se mueva rápido y venga la luz. El tiempo me cae bien porque le gusta disfrazarse, como a mí. A veces baja al suelo convertido en un viejito jorobado que da un paso y apoya el bastón… da otro paso y apoya el bastón… lo hace con cuidado para no despertarme, pero yo me hago el dormido para no desilusionarlo. Aquí huele mucho a color blanco y eso me recuerda el jabón de lavarse las manos. No me gusta, yo prefiero el olor dulce de mis lápices y mis crayolas. ¡Ahí está otra vez el monstruo empujando la puerta! ¿Por qué los demás son tan tontos? Todo se arreglaría si yo pudiera escribir un mensaje. Pero no puedo porque tengo al león agarrado con la mano derecha y ni por todas las crayolas del mundo lo soltaría… pero les juro que si pudiera, escribiría un recado que dijera: “No pongan armarios en los hospitales. Así los monstruos no nos seguirán hasta aquí.” Cuando salga de este horrible lugar le voy a decir a Lucy que me regrese mi yoyo verde. Puede quedarse, si quiere, con las inútiles lagartijas que le escondí.