Detrás de la cortina de una casa de plástico color ladrillo, el pequeño autómata juega con su tren de juguete frente al fuego de isótopos de la chimenea. El maquinista lo saluda con oxidados chuchús. Diminutos pasajeros de cuerda toman el té y entablan conversaciones de engranes y tornillos. Papá Autómata lee el periódico de lámina plateada, sorbe su taza vacía de café, arquea las cuchillas que coronan sus ojos de microscopio electrónico. Mamá Autómata borda paisajes alpinos con sus dedos de máquina de coser. Un gato mecánico salta sobre una pelota repetidamente con movimientos autistas.
De pronto, el sincronizado tictactóc de sus corazones se detiene. Una tenaza gigante entra por la ventana. El colosal Dios Autómata otra vez le da cuerda a sus creaciones. La ciudad le llega a las rodillas de acero inoxidable. Afuera, las aspas de miles de dinamos dan vueltas y vueltas por todo el planeta. En cualquier momento darán las ocho de la noche, y un autómata más grande tendrá que desconectarlos antes de irse a dormir.
Yo soy la mosca que pasa. La infeliz y triste mosca. La pinche mosca hija de su chingada mosca. La mosca que camina por la caca de los perros y luego se posa sobre un pastel de tres leches. La mosca gandalla (que se vaya mucho al infierno) que se mete en tu culo cuando cagas.
La mosca hija de puta que hace ddddddsssssssssssssssssssssss, hasta que te paras y le das un madrazo con el periódico. La de los ojotes, peluda y escurridiza. Y me tienes que matar a la de a huevo, porque si no ahí me tienes a la semana con cincuenta moscas más, jode y jode.
Así es, la insignificante mosca. El insípido insecto embarrado en el matamoscas junto a otros cadáveres en proceso de putrefacción. La mosca golosa pegada en la carne con roña del Verrugas o del Firulaís. La mosca pendeja dándose de putazos en la cabeza frente al vidrio de la ventana hasta morir entre ataques epilépticos. La mosca suertuda adentro del mostrador de la carnicería, chupe y chupe un cacho de aguayón, recibiendo de vez en cuando el latigazo de un mechudo de hule.
La mosca mística, que va y se para en la bolsa de agua que está colgada en la taquería de la esquina, sólo para recordar sus otras vidas. La que disfruta escalando chorizos después de haber atravesado pantanos de guácaras, sabanas de gatos muertos, mingitorios de cantinas, montañas de fruta podrida, pitos de vagabundos, selvas de kótex y pañales usados.
Yo soy la mosca, manito. La culera que pone sus huevecillos en la leche agria que nadie se toma. En la manteca. En los ojos infrahumanos de los sonámbulos. Esa soy. El bicho que uno de estos días te has de tragar sin querer. Y masticar sin querer. Y disolver en tus jugos gástricos sin querer. Al que tirarás por ahí en un pedo silencioso mientras checas el precio del champú en el súper. Sin amor y sin dinero. Y mis hijos larvas incubarán en las orillas de un río de aguas negras, comerán mierda y rollitos de porquería, hasta que crezcan y se pongan a zumbar en tus orejas, chingue que chingue. Pero no se te ocurra echarles DDT, no vaya a ser que cuando cuelgues los tenis, adentro de tu cajón te encuentres con una simpática mosca panteonera que le haga compañía a tu cadáver hasta que ya no haya más carroña que comer.