Escuer y Bernal

15 de septiembre de 2009

ENTROPÍA

Arturo Villalobos


Hasta el momento encuentro imposible vencer la escandalosa propensión de las cosas a enredarse. Abro un cajón de calcetines y necesitaré de una paciencia meticulosa para dar con un par aceptable como si pescara en río revuelto, pero peor sucede con el cajón de conexiones cuando busco unos audífonos o un enchufe. Un denso arbusto de cables, aislante y tornillos se desborda apenas abro el cajón, por lo que busco a toda prisa el dispositivo necesario, si es que aún existe y no ha sido engullido por la maraña.


Al principio pensaba que el enredo se restringiría a los cajones y le dejaba reinar en esos espacios tan poco probables de exponerse a la vista ajena. Pero he ido notando que la cocina ha empezado a enredarse justo en la región del fregadero, oponiéndome un desorden tenaz de platos mezclándose con cubiertos, en aleaciones difíciles de quebrar, y comida saturada de agua que se aferra con patitas vegetales y excrecencias parásitas al fondo del sumidero. Pierdo la paciencia con esta casa que se me va enredando, sobre todo cuando duermo y las colchas se trenzan en luchas silenciosas de las que me zafo avanzada la mañana. Tampoco insisto ya en reordenar los muebles de sala.


Es de noche y pronto saldré a las calles del centro que ya sufren cierta curvatura insinuada, aunque nadie me haga caso cuando la denuncio. No entienden que al paso de los años las calles comenzarán a enredarse entre sí, como una pantagruélica telaraña de luces y asfalto, hasta que los autos ya no sepan hacia dónde correr sin encontrarse con sus propios accidentes futuros o con pasadas correrías. Ahora mismo salgo al jardín esperando no encontrarme en el balcón o en otro momento que ya viví dentro de la casa o conmigo mismo dentro de unos días.


Permito que el enredo vaya extendiendo su maleza por el mundo, que contamine el río del tiempo con turbulencias y remolinos, renuncio a pelearle y me dejo llevar por la corriente con la esperanza de algún día volver a lo que era mi casa, si es que ella misma no es tragada por completo, si es que entonces no he olvidado cómo distinguir una casa de otra.

8 de septiembre de 2009

REINALDA

Mónica Sánchez Escuer


Estaba borracha, pero nadie lo notó. Reinalda tiene el don de fundirse con el ambiente y no ser vista, pasar de largo sin que nadie la vea trastabillar, despeinarse o maldecir al mesero. Por eso todos la recuerdan dulce y serena en las fiestas. Como un mantel que combina con las cortinas y el tapiz claro de las sillas: un mantel discreto que no compite con las formas audaces de una vajilla sueca ni con los colores vivos de los platillos gourmet.


Esa noche Aldo cantó milongas. A saber por qué. Desde la silla barcelona, orgullo de Margot, Reinalda parecía escuchar tangos con la mirada ida y el cuerpo suelto. Tan suelto, que daba la sensación de haber sido abandonado, puesto ahí como por descuido por el mismísimo Mies van der Rohe en los años treinta. Sí, ella iba bien con la silla, con los tangos. Pero no con Aldo ni sus milongas. Alguna vez él me dijo que Reinalda le remitía a otra época, tal vez por el arco de sus cejas o su voz tenue y acompasada como la que imaginaba en las actrices del cine mudo. Me molestó más que el comentario, el tono engreído de quien se sabe admirado y desdeña a su admiradora, pero no le dije nada. Ni a ella tampoco. Para qué. Los dos nunca serían una sola historia. Y menos después de esa noche.


No supe en qué momento llegó tanta gente a casa de Margot: la reunión se hizo fiesta y todos terminaron bailando en la terraza. Aldo, besando a una jovencita que nadie conocía. Cerca de la una, me encontré a Reinalda en la puerta del baño: no entraba ni salía de él. Me estoy muriendo, me dijo, como decir la hora o el clima. Sólo estás borracha, le dije apartándola de la puerta. No, de verdad... Se dio la media vuelta. ...Me muero. La vi caminar deteniéndose de la pared, de las espaldas y hombros de algunos invitados. Me tranquilicé al verla subir a un taxi.


Al día siguiente la llamé pero su teléfono estaba suspendido. El celular, fuera de servicio. Después de tres cafés y una aspirina, caí en la cuenta de que ella no estaba en condiciones de llamar un taxi. Ninguno de los amigos hizo la llamada ni la vio partir. Ni siquiera recuerdan haberla visto en la fiesta.


Su departamento está vacío desde hace meses, me dijo la portera.


Cuando la platiqué a Margot con detalle lo sucedido se sorprendió: ¿Borracha? ¿Reinalda? No, eso es imposible. Seguramente eras tú quien se había tomado más de seis tequilas.