Escuer y Bernal

31 de julio de 2009

PLANETAS

Ricardo Bernal

La enorme araña de silicio saca sus patas puntiagudas. Nubes de vapor violeta la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando las ocho patas tocan por fin la superficie del planeta rojo, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro de la araña, los hombres miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta rojo, ahora pueden ver, extasiados, las montañas de cuarzo, los remolinos de fuego, el viento verde. Se sabe que Marte estuvo alguna vez habitado por criaturas inteligentes, traslúcidas y viscosas, quienes construyeron castillos de arcilla y plástico en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esos castillos se encuentran hacia el norte, más allá de las montañas. Arriba, Phobos y Deimos lo miran todo con ojos de furia eterna. Pero ahora los hombres están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de tecnología y avances científicos. Los hombres se ponen sus escafandras negras tatuadas de símbolos, aguardan a que se abra la compuerta y la escalinata descienda hacia abajo como un cuchillo.

Comienza el descenso. Hormigas humanas y temerosas. Hormigas lentas. Lo que ven los hombres a través del visor de sus cascos es una pesadilla: bosques de coníferas, autopistas solitarias, cielos grises sembrados de jirones albos. El crepúsculo coronado por un solo astro de cara blanca y bobalicona en medio del firmamento. Pueden ver al conejo de la luna y entienden que es el mismo satélite que sus tatarabuelos astronautas visitaron alguna vez a bordo de una desvencijada carcacha espacial. Sus miradas aturdidas perciben las tímidas luces de una ciudad humana que confirman la pesada broma.


Nunca llegaremos a Marte, dice el más viejo de los hombres.


El pavoroso calamar de vidrio saca sus obtusos tentáculos. Nubes de vapor anaranjado la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando los ocho tentáculos tocan por fin la superficie del planeta azul, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro del calamar, los marcianos miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta azul, ahora pueden ver, extasiados, los bosques de confieras, las montañas de piedra tosca, los ríos cristalinos que bajan hacia el océano. Se sabe que la Tierra estuvo alguna vez habitada por criaturas inteligentes, musculosas y densas, quienes construyeron autopistas y ciudades metálicas en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esas ciudades se encuentran hacia el oeste, más allá del mar. Arriba, el único satélite lo mira todo como un estúpido cíclope. Pero ahora los marcianos están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de oraciones y evolución mística. Los marcianos se introducen en sus crisálidas, verdes y luminosas, aguardan a que se abra la ventosa y la escalinata se desenrolle hacia abajo como la lengua de una mariposa.


Comienza el descenso. Lombrices marcianas y temerosas. Lombrices lentas. Lo que ven los marcianos a través de los antifaces es una pesadilla: montañas de cuarzo, remolinos de fuego, el viento verde. El crepúsculo coronado por las dos eternas lunas. Sus cerebros aturdidos se cimbran con el canto agudo de las sombras fosforescentes que se extiende por el planeta rojo para confirmar la pesada broma.


Nunca llegaremos a la Tierra, dice el más viejo de los marcianos.

30 de julio de 2009

EL PACTO

José Manuel Ruiz Regil


Imaginé la tierra como un monstruo cetáceo de esférica corpulencia, sitiado en algunas partes de su piel por infectas colonias de hongos humanos, arrecifes de cemento y otra fauna parasitaria, como la que llevan los cachalotes en su lomo. Y pensé que este ser oculto, siempre presente, sabio por sus siglos y oscuramente silencioso había llegado al tope de su misericordia. Y había comenzado a hincharse, como la mítica ballena que expulsó al marionet del cuento, provocando fisuras en la organización amorfa de sus colonizadores, para luego seguir sacudiéndose las larvas de ambición que poblaron su fina piel y le impedían ya respirar. Lumbre, ahogos, llanto. Una vez que empezó su movimiento no paró. Sacudiéndose desde un punto cualquiera hasta cualquier otro el mínimo resabio de humanidad, a la que había permitido, durante miles de años poblarla y crecer sobre él. Quizás, en alguna generación perdida quedó olvidado el pago al que el hombre se obligaba para habitar al monstruo: cuidar y respetar el piso donde creciera, como si del vientre de su madre se tratara. Pero no fue así, y los monstruos saben cumplir su palabra.

ENVUELTOS EN FUEGO

José Luis Zárate


Revisaba la máquina todos los viernes, la pulía los jueves, en vacaciones reparaba la pintura; cuando no lo veíamos se sentaba frente a los controles y daba el mínimo de energía para que los diales se movieran y una voz metálica le dijera “Buenos días, Capitán”. Un buen día nos dimos cuenta de los primeros signos de herrumbre, del trabajo que le costaba reconocer las piezas, que dejaba a un lado la brocha para recuperar el aliento cada vez más seguido. Ayudamos como podíamos, pero el oxido era más persistente que todos nosotros. Los demás veían sólo un cohete; nosotros, el tiempo roto de nuestro padre. Cooperamos para mantener los diales funcionando, que el sillón de capitán fuera lo más cómodo posible. Sabíamos que cuando el último led se apagara también lo haría él. Mientras, lo escuchábamos hablar de cohetes y astronautas, de motores destellando envueltos en fuego, y prometíamos teletransportarnos el siguiente sábado para traerle a los nietos.

29 de julio de 2009

LA CITA

Carlos Alvahuante

A medianoche, la habitación 408 comenzó a estremecerse. Parecía haber un bombardeo en su interior. Intrigados por aquel estruendo, varios huéspedes salieron a medio vestir de sus habitaciones. La cabecera golpeaba la pared como un toro herido. La cama gritaba. El hombre también.

A los pocos minutos, todo quedó en silencio.

—La verdad —confesó el más allá de aquel hombre (un hombre ahora vacío, boca arriba sobre la cama, la boca abierta, sin aire, sin palabras, la mirada rota apuntando al techo)—, no fue como esperaba.

—Lo sé. Nunca lo es —dijo la Muerte, aún a horcajadas sobre él.

UN CLAVITO

Virginia Hernández Reta

Pablito clavó un clavito en la calva de un calvito

y un hilito de espesa sangre escurrió entre las losetas donde yacía el calvo, mientras Pablito se preguntaba qué mente retorcida lo habría confinado a ese macabro destino en aras de la dicción, cuando era claro lo hermoso que resultaba un clavo desnudo -pequeña saeta llena de expectativas y sostén de mil posibilidades- tan sólo clavado en la pared.

28 de julio de 2009

CINCO PISOS

Eduardo Parra Ramírez


El portero del edificio recordó repentinamente a Sarmiento. Como cada noche, su insomnio persistía. Su mente solía producir imágenes flotantes. Esta vez no. Su pensamiento proyectaba una película en la que Sarmiento moría. Se asustó. Mañana se lo digo para que no se cumpla, pensó. De pronto, un pensamiento demasiado ruidoso se elevó desde su cabeza. Se filtró por los poros del techo hasta llegar al departamento 101, donde la señora Luisa dormía. El pensamiento irrumpió en su sueño. El Hombre de la Novela estaba a punto de hacerle el amor a doña Luisa cuando entró Sarmiento. ¿Qué te propones, Sarmiento? ¡Largo de aquí!, gritó ella. Sarmiento buscó asustado la salida. Tuvo que encender la luz. El borracho del 201 creyó ver una luz. Maldita luz, dijo, me desconcentra. Y trató de volver a ver las hormigas azules que se comen la música. Dio otro trago a la botella de vodka que se escurrió a chorros por su cuello, produciendo un aroma que a Baruch, el niño del 301, le recordó a su padre ausente. Suspiró y el suspiro se confundió con el débil gemido de Alicia, que hacía el amor en el 401 con Alfredo. Tumbado en el piso del 501 con una oreja pegada al suelo, Sarmiento los escuchaba. Reconoció los estertores de Alicia. Desdichado, se levantó y se tiró por la ventana. El golpe de su cabeza contra el concreto despertó de su insomnio al portero del edificio.

23 de julio de 2009

LUZ

Mónica Sánchez Escuer

Gira la perilla: el sargento entra a la oscuridad del cuarto. Sin prisa. Sin ruidos. Poco a poco sus ojos van ajustando los márgenes, los contornos imprecisos. Lo único claro y visible es la raya de luz que parte la habitación en dos como una línea de fuego. Antes de dar un paso, observa su ruta: ve cómo se cuela por el minúsculo orificio que una palomilla ha labrado en la gruesa cortina, atraviesa el cuarto y choca contra el muro opuesto. Ahí hiere el retrato de un hombre: la comisura de la boca, el ojo derecho, la boina y un pico de la estrella que lleva en el centro. El Sargento reconoce al General, hace unos veinte años, tal vez. Sin el fusil que carga ahora en la mirada. Sin las arrugas de la rabia constante. Cuántas palizas, encierros, humillaciones tuvo que soportar para ganar su respeto, su confianza. Pero hoy está decidido a poner un límite. Como la luz que baja por la pared, sigue por el piso de madera, ilumina el polvo de la madrugada y separa, implacable, dos prendas muy juntas: una larga, verde, que aún guarda la huella de dos piernas gruesas; la otra cortita que ciñe una cintura de aire. El Sargento ve como el hilo de luz se abomba siguiendo el trazo del sostén, el de la boina, estalla en la estrella prendida en su centro y se disipa en el espejo de una cómoda: ahí sus ojos recorren el cristal y en él, la habitación, la cama, los cuerpos que despiertan; ven la mano, su mano, la pistola que empuña, el miedo en los ojos de ella. El Sargento da la espalda al espejo. Dispara. El cuerpo de su mujer se retuerce con la descarga. El General, en silencio, lo empuja de la cama hasta tirarlo al suelo.

El Sargento mira ahí, sobre la duela, el pecho desnudo de Luz, la sangre y la carne revueltas, el pubis iluminado por la raya de fuego que el General borra al encender la lámpara.

22 de julio de 2009

SORTILEGIO

Ricardo Bernal


Qué chistoso, creíste que las moscas habían sido invitadas por papá para ver el fut, pero luego del fut siguieron los anuncios de podadoras de césped, los anuncios de cañas de pescar y remedios infalibles para el insomnio; y después la tele sólo fue rayitas y un zumbido que se confundía con el canto de las moscas. Entonces viste que algunas se paseaban despacio por la cara de papá y papá no se movía, ojos fijos en rayitas inmóviles, las moscas volaban y dos de ellas entraron por su boca abierta que ya no te gritaba para pedirte otra cerveza y notaste un olor fantasma, dulce y extraño; un olor que tal vez habían inventado las moscas. Papá, ¿me oyes?, pero él estaba serio, muy concentrado en las rayitas, y temiste que enfureciera si lo interrumpías y fuiste a acostarte pues ya eran más de las doce. Al día siguiente te despertaste cuando el sol te clavó sus largas uñas en los párpados, juro que no soñé nada, diez de la mañana y no hiciste el desayuno y corriste con el corazón mandarina desgajándosete dentro del pecho, y eso que escaleras arriba seguían zumbando las moscas y tu papá era un enorme barco verde camaleón morado viendo en la tele azul el noticiero de los accidentes automovilísticos, y las moscas entraban por su boca, cada vez más numerosas y relamiendo sus trompitas labios fauces minúsculas de moscas hambrientas que en realidad, entonces lo supiste, eran un disfraz negro que se teje a sí mismo. Papá, ya me voy a la escuela, dijiste con voz de pollo, pero él no contestó y pudiste ver que había agua violeta encharcando sus terribles pantalones de militar, adiós papá, pensaste, y viste tu imagen en el espejo del vestíbulo, el pelo revuelto y lleno de cenizas, los ojos hinchados de tanto sumergirte en el tanque de las pesadillas, los grises labios grietas floreciendo, y saliste de puntitas para que papá no dijera esas palabras glaciales que dice cuando no eres como él se imagina que eres: una niña buena y dulce, ya tengo cuarenta años, papá, y en la escuela el hombre de la bata ya no me dice nada, ya no me sabe agria la leche, ya no lloro cuando me acuerdo de mamá que se fue a otra casa donde vive con un papá distinto que dice palabras distintas, palabras que la han hecho olvidarse de ti, olvidarse de este otro papá quien seguía viendo la tele cuando regresaste después de andar quién sabe dónde, y el olor había crecido, furioso, dispuesto a hurgarte con ganchos invisibles la memoria. Papá, ¿quieres comer algo? Silencio. Pero papá, no es posible que estés viendo la tele todavía, además a ti nunca te han gustado las caricaturas, y sus ojos han perdido ese brillo mercurial que tienen siempre que él se mueve feroz, y te persigue, y te arrincona, no papá, no, y con su navaja te arranca los velos, no papito, y ahora sus ojos ya no te pueden ver con esos párpados de alas móviles, nunca más vas a saber dónde me escondo, nunca más me vas a espiar cuando me bañe. Te acercas despacio, el olor golpea tu rostro como un pedazo de infierno, desconectas la tele y las moscas cantan óperas nerviosas alrededor del silencio de tu padre tan quieto, y tú por fin te atreves a tocarle el hombro y le hundes los dedos en la carne como si fuera plastilina, y cierras los ojos, y en tus adentros ves un triciclo oxidándose en el patio bajo la lluvia; ves muñecas sin cabeza debajo de la cama. Retiras la mano y ves a un par de gusanillos que trepan lentos por tu dedo índice, papá ya no tienes lengua, sólo gusanos brotando apenas de tu boca, gusanos paseándose por los pliegues, explorando las articulaciones para buscar debajo de la carne al niño que fuiste hace mucho tiempo, al niño que jugará conmigo a la casita y me llevará a un reino de charcos donde yo seré princesa para siempre, y para siempre quedarán en esta casa las moscas, tristes de tanto ver nuestros retratos en las paredes de polvo, y después de jugar yo dormiré contigo, papá, sin miedo, sin rencores, dormiré entre tus brazos amorosos hasta que la muerte nos separe.

20 de julio de 2009

LA SUPERFICIE OCULTA DE LA PÁGINA

Arturo Villalobos

Un golpe de viento abriendo la ventana a las tres de la mañana y no necesito salir de la recámara para saber que ella, mi hermana gemela que no conocí, acaricia los pétalos de una gloxinia, como si así pudiera percibir su fragancia esparciéndose por el aire seco o le tocara el palpitar secreto de sus raíces. A pesar del sueño y el temblor que vuelve al vientre, a la luz borrosa de una luna que entra por el ventanal, salgo para encontrarla rodeada por su atmósfera agrisada por una lluvia que sólo cae para ella, bajo un sol nublado fuera de este tiempo, reconcentrada en la gloxinia que parece hablarle de días posibles, de noches que no transcurrieron.

Bajo las escaleras mientras aparento no verla para ir hacia el escritorio donde el libro abierto de las estaciones no vividas se abre en una página escrita hace años y que ella ha releído porque mi pobre escritura atinó en recrear un pasaje que hubiera deseado recorrer, pero que sólo me es dado dibujar por las voces esparcidas, apenas audibles, a medianoche, al filo de la madrugada o como hojas arrastradas por el viento del atardecer. El libro ha ido creciendo desde hace dos décadas, en un paralelismo que ha ido desterrando mis propias vivencias, desde que no pude soportar la mirada de esa niña taciturna, ojos acusadores y blancura enrarecida, que contaminaba de pasos y murmullos cada rincón cercado por el silencio. Ella ha leído ese intento de años por imaginarle una existencia más allá de estas paredes sosteniendo el eco de su voz que no habló, mudando en transparencia su cuerpo que no se desplazó por los corredores.

Le he escrito un libro a fin de que desaparezca. He pagado por haberle sobrevivido.

Busco una página en blanco y comienzo a escribir las últimas líneas, el último día sobre este mundo donde ella flota a la deriva como en la superficie oculta del mar. Le imagino un fin apacible, en habitación de hogar convertida en cuarto de hospital, con sedantes, largos trechos de sueño y las manos de mamá en las suyas. Delineo la leve contracción de su rostro dormido, casi escucho la amplitud el respiro que se extiende hacia un momento que ya no puede alcanzar, y en el punto final un golpe de viento cierra las páginas. Un dolor agudo me acuchilla el pecho para irradiarse por toda la espalda mientras el corazón late desordenadamente. Me llevo las manos al pecho que sube y baja sin control y veo la mirada tierna de mi hermana vigilando desde lo alto de la escalera, por fin reconciliada, por fin esperando a que me reúna con su sombra.

18 de julio de 2009

UNA DE DOS

Juan José Arreola


Yo también he luchado con el ángel. Desdichadamente para mí, el ángel era un personaje fuerte, maduro y repulsivo, con bata de boxeador.

Poco antes habíamos estado vomitando, cada uno por su lado, en el cuarto de baño. Porque el banquete, más bien la juerga, fue de lo peor. En casa me esperaba la familia: un pasado remoto.

Inmediatamente después de su proposición, el hombre comenzó a estrangularme de modo decisivo. La lucha, más bien la defensa, se desarrolló para mí como un rápido y múltiple análisis reflexivo. Calculé en un instante todas las posibilidades de pérdida y salvación, apostando a vida o sueño, dividiéndome entre ceder y morir, aplazando el resultado de aquella operación metafísica y muscular.

Me desaté por fin de la pesadilla como el ilusionista que deshace sus ligaduras de momia y sale del cofre blindado. Pero llevo todavía en el cuello las huellas mortales que me dejaron las manos de mi rival. Y en la conciencia, la certidumbre de que sólo disfruto una tregua, el remordimiento de haber ganado un episodio banal en la batalla irremisiblemente perdida.

CUENTO DE HORROR

Juan José Arreola

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

TEORÍA DE DULCINEA

Juan José Arreola


En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.

Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.

17 de julio de 2009

EN EL CUARTO

Stefano Valente


Estamos solos. Pero en el cuarto no estamos ni tú ni yo. La cabeza de mármol, desde la mesa limpia, sigue mirando fijamente el hueco de la ventana. El sol surge, o se pone —no es importante—, ya que los ojos duelen igual a causa de la luz oblicua.

De pronto dices: «Me gusta mucho vivir contigo. Eres mío. Siempre lo serás».

Entonces, una vez más, intento volverme para mirarte. Nunca lo conseguí.

El cuarto continúa desierto.

Hay sólo tu rectángulo vacío, y mi frente dura, manchada por tu cielo.


SINO

Sergio Gaut vel Hartman

Acababa de regresar de una fiesta y estaba bastante borracho. Pero necesitaba escribir un cuento breve para el concurso y enviarlo antes de las ocho de la mañana. Tomó una novela al azar y copió un párrafo. La ventana se abrió; en ella apareció un hombre apoyándose esforzadamente en el vano. Temblaba y se sacudía, dando la sensación de que se hallaba enfermo. Casi de inmediato, produjo un ruido insólito al raspar la lengua contra los labios y la palabra “sino” surgió de su boca. Pareció forcejear con un fantasma y trató de inhalar pero cayó hacia atrás y se precipitó al vacío. El escritor se levantó de un salto y miró por la ventana; en la calle, siete pisos más abajo, su cuerpo se desangraba, reventado contra el pavimento. ¡Qué pena!, murmuró. Aunque gane el concurso no podré disfrutar del dinero del premio.

TRIPLE FUSILAMIENTO

Sergio Gaut vel Hartman

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu. Pero le bastó con mirar a su alrededor para determinar qué era realidad y qué ficción: el dinosaurio todavía estaba allí, probándose los zapatitos de bebé con poco uso que le había comprado a Hemingway. Y, por supuesto, no le calzaban.

15 de julio de 2009

THE OTHER GODS

LOBOS

José Luis Zárate


Los lobos llegaron al anochecer, parte de las sombras. Al principio creímos que era niebla la que bajaba de las montañas, era imposible creer que fueran miles de cuerpos blancos, millones de seres deslizándose sobre la nieve. Su voz nos convenció de su existencia, los aullidos largos y tristes, los ocasionales gruñidos y peleas entre ellos. Nunca habíamos visto tantos, es imposible una multitud tal en estas tierras. Los lobos a los que estamos acostumbrados son feroces animales solitarios, siempre sigilosos. Nunca les hemos visto caminar tan decididamente hacia una aldea. Ellos huyen de los hombres no por temor, su naturaleza les exige que siempre se oculten... todos los carnívoros son furtivos. De vez en cuando se llevan una oveja, un ciervo, algún niño dejado para ese fin en el bosque que nos rodea.


Son siempre lo fugaz, pequeños pasos persiguiéndonos en nuestras pesadillas. Nadie los ha visto por mucho tiempo, todos los encuentros han sido fortuitos, leves, casi instantáneos. El hombre o el lobo huyen de inmediato, hay algo terrible en observar a la bestia, a sus ojos muertos, su pelambre feroz, su enorme fuerza. Sólo las víctimas deben ver en su magnificencia al lobo, no un simple observador. Uno adivina que es parte de un rito inmemorial: el encuentro último. La voluptuosidad de la muerte, de la sangre corriendo sobre la nieve, de la carne que se ofrece sin resistencias a las fauces ansiosas.


Nadie ha visto como mata el lobo. Imaginamos una ceremonia terrible y satisfactoria para la bestia. Llora en la noche su nostalgia por los dulces momentos de la muerte.


Los lobos son parte de la naturaleza, hermanos de las nevadas sin fin, parientes del viento afilado... son los lobos quienes saben qué árbol va a caer, la parte donde va a romperse el hielo del lago, la forma en que se pierden nuestras cosechas. Caminan con la certeza de que acompañan al hambre. No los odiamos. No podemos odiar a lo que es parte del ciclo de las cosas. Simplemente nos cuidamos de ellos, guardamos nuestros filos.


Nadie ha matado a un lobo porque intentarlo es tan inútil como tratar de derribar a la nieve.


Los lobos tampoco nos odian... de ser así habría sido muy sencillo exterminarlos. ¿Cómo detenerlos cuando nos refugiamos en nuestras casas, detrás de frágiles ventanas?


Y ahora vienen, una nevada de lobos, miles, millones, bajando de las montañas.


¿Qué ha pasado con las aldeas que se han encontrado en el cauce de ese inverosímil mar?


No lo sabemos. El río de lobos nos ha aislado del mundo. Podemos ver su avance interminable, pero no su fin. ¿De dónde vienen, a dónde se dirigen, qué será de nosotros?


Nos hemos parapetado lo mejor que hemos podido, reforzando las puertas, tapiando las ventanas, almacenando el grano suficiente para sobrevivir unos días. Hemos orado sin respuesta.


Aguardamos.


Primero los pasos, como una lluvia pertinaz, luego la sensación de avance, el múltiple rozar de pieles contra nuestros muros, el opresivo olor de su aliento.


No tratan de derribar nuestras casas, no pelean por apoderarse de nuestras carnes. Pasan, simplemente pasan, uno, dos, tres, decenas, centenas, millares. Estamos en medio de una corriente viva, ocasionalmente rota por alguna débil pelea... nada más.


El río corre sin detenerse.


Hemos abierto las ventanas y ningún lobo se ha abalanzado sobre nuestras gargantas. Pasan. Su marcha no es forzada, no parece que huyan.


Caminan como si fuera natural que millones de lobos pasen junto a los humanos.


Han pasado días y el ritmo no decrece. El cauce no se ha terminado. En las noches seguimos oyendo sus pasos, su aroma ha impregnado todas las cosas. Nos hemos descubierto, a veces, gruñéndonos, atraídos por el avance. ¿A donde irán? ¿Qué les espera en su destino?


En la oscuridad salimos a observarlos, envidiando su fuerza, su determinación, sintiéndonos parte ya de la corriente.


Soñamos con sangre fresca, con bosques infinitos que nos pertenecen, con ver el mundo a través de ojos bestiales.


El ambiente vibra con un poder inmenso, nada detendrá al mar de lobos.


Esta mañana me he visto en el espejo, y no me reconozco. Puedo estar soñando. O no. Las puertas de los vecinos se han abierto y he visto como más lobos se unen a la corriente. ¿Por eso es infinita? ¿Porque todo lo que toca, todo lo que seduce, todo aquello que lo observa se convierte en lobo?


No he visto más animales del bosque, nada vivo aparte de los lobos.


Miro la luna, brillante y obscena sobre nuestras cabezas. Quiero gritarle, desgarrar su carne luminosa. Quiero seguir a la manada.


Apenas puedo abrir la puerta, mis manos dejan de serlo, siento el aroma que me atrae... sangre al otro lado del mundo, un mar cálido de aguas rojas.


Miro la luna...


Desde que empezó la marea de lobos no ha dejado de ser luna llena.


Cuando aúllo mi amor por ella comprendo por qué.

VENGANZA

Angélica Santa Olaya

Alicia tomó entre sus dedos la pequeña figurilla de madera que tanto la había molestado al otro lado del espejo.

—La convertiré en un gatito de Chester. ¡Eso haré! —dijo, y sacudió la figura hasta borrar de su rostro la sonrisa. Luego, aplicando toda la fuerza de que sus pequeñas manos eran capaces, separó la cabeza del resto del cuerpo y se relamió de gusto imaginando a la reina como una arrugada, peluda y solitaria cabeza de ahora en adelante.

Con gran delicadeza tomó la taza de té y mordisqueó un trozo de pan al que había untado con mantequilla porque, como ya había dicho alguna vez, no le interesaba la mermelada.

14 de julio de 2009

SE HA PERDIDO UNA NIÑA

Alberto Chimal


Cuando la hija de mi hermana cumplió trece años, en 1998, yo olvidé comprarle un regalo. Peor aún, me acordé de la fiesta una hora después de que empezara. No tuve más remedio que ir a mi librero: como hice un semestre de letras, mucha gente cree que me gusta leer y me regala libros, que luego yo regalo. Así he salido de apuros muchas veces.

Lo malo fue que nunca había ido a mi librero en busca de algo para una niña: tuve que buscar durante otra hora, y por un rato pensé que tendría que elegir entre un juego engargolado de fotocopias de La muerte de Superman (en inglés), un manual de autoconstrucción y La isla de los perros de Miguel Alemán Velasco. La verdad es que tampoco acostumbran regalarme libros para niños.

Entonces, en el estante más bajo del librero, detrás de los dos tomos que me quedaban del Diccionario Enciclopédico Espasa, encontré otro libro, de color rosa mexicano, con una flor y una niña con alas en la portada. Así fue como Ilse (la hija de mi hermana) recibió un ejemplar nuevecito, o casi, de Se ha perdido una niña, escrito por una tal Galina Demikina y publicado en español, en 1982, por la Editorial Progreso de la URSS.

Como llegué cerca de las diez de la noche, cuando ya se habían ido todos, mi hermana se disgustó, y no sirvió de nada que me disculpara, ni que le dijera que el libro era muy bueno.

—¿Lo leíste siquiera?

—Bueno…, no, pero esos libros siempre eran muy buenos. Había muchísimos cuando existía la URSS, ¿te acuerdas? Los vendían en todas partes…

Pensaba improvisarle algo sobre que el libro le iba a servir a Ilse, para que conociera cómo se vivía en la URSS en aquellos tiempos o algo así, cuando ella, es decir Ilse, llegó, abrió el libro, se puso a hojearlo y casi de inmediato me dijo:

—Está padrísimo.

—¿Qué? —le dije.

Y ella me dio las gracias. Por un momento no entendí de qué me daba las gracias.

Varios días más tarde volví a ir a la casa de mi hermana. Ella me reclamó que fuese tan despegado (siempre dice lo mismo), pero también me dijo que Ilse estaba muy contenta con el libro. Resultó que no era de la vida real en la URSS: era un cuento, de esos impresos con letra grande, y se trataba de una niña que visitaba un mundo fantástico. Sólo ella podía hacer el viaje y los demás no entendían nada.

—Ah —dije, y mi hermana se dio cuenta de que no me interesaban los detalles, así que me dio más: la niña se perdía en ese mundo, en el que se había metido a través de un cuadro y en el que vivía gente muy amistosa o duendes o algo parecido. Había una rosa que tenían que cuidar, como en La Bella y la Bestia. Al final aparecía el tío de la niña, que era pintor pero también una especie de mago (él había hecho el cuadro mágico, pues), y el final era feliz. El mensaje del libro era como una "reflexión" sobre la familia, pero también sobre el mundo verdadero, y sobre el arte y los artistas…

—Ah —repetí, y no pude recordar cómo había llegado aquello a mi librero, pero me alegré de no haberlo leído.

—Le encantó —dijo mi hermana—. Todo el día está hablando de lo mismo.

Y entonces me metió al cuarto de Ilse y me habló en voz baja, como siempre que va a pedirme algo. Lo único malo de todo el asunto, me dijo, era que Ilse, de tan entusiasmada, estaba escribiendo una carta a la editorial.

—¿A dónde?

Mi hermana me mostró la siguiente nota, que estaba al final del libro:



AL LECTOR

La Editorial le quedará muy reconocida si le comunica usted su opinión del libro que le ofrecemos, así como de su traducción, presentación e impresión. Le agradeceremos también cualquier otra sugerencia. Nuestra dirección: Editorial Progreso. Zúbovski bulvar, 17. Moscú, URSS



—Ah —dije una vez más.

—Quiere mandarles una carta —dijo mi hermana.

—Ya entendí. ¿Qué tiene?

—La URSS ya no existe, Roberto.

(Me llamo Roberto.)

—¿Y? —dije— ¿Qué más da? No creo que sea mucho gasto un sobre…

—Pero es que yo ya le dije que la carta no va a llegar a ningún lado, ya le expliqué todo eso, lo de la URSS, y no me hace caso. Me tendría que haber hecho caso.

Admito que no entendí.

—Es una niña, Sara —mi hermana se llama Sara.

—Tiene trece años —respondió ella—. A ti no te gustaba que te dijeran niño a los trece años.

—No es lo mismo —dije—. Yo… Bueno, está encaprichada, pues.

—¿Pero por qué? Nunca le ha gustado leer, ni nada…

—Es bueno que lea, ¿no? —respondí, y le aconsejé que la dejara hacer lo que quisiera.

—Roberto, es que es muy raro, te digo…

—No le hace daño —la interrumpí.

(En realidad yo soy menor que ella, y siempre soy el que tiene que ayudarla para todo.)

Al final, mi hermana me forzó a esperar que Ilse volviera de la escuela para explicarle que la URSS había sido un país socialista, formado por Rusia y otras regiones cercanas que se habían unido después de la Revolución Rusa de 1917, pero se habían vuelto a separar en 1991.

—Cuando tú tenías seis años —le dije.

Y resultó que Ilse realmente no veía ningún impedimento para que su carta llegara a los editores de Se ha perdido una niña y, tal vez, hasta a la misma Galina Demikina.

—El libro está padrísimo —dijo, y agregó algo como que su carta no podía no llegar. Yo no quise acompañarla a la oficina de correos, pero tampoco le importó demasiado.

Y el problema, desde luego, fue que su carta sí llegó.

O que alguien se tomó la molestia de responder, desde Moscú o desde algún otro sitio, con una carta en un sobre con la dirección de Editorial Progreso, Zúbovski bulvar y todo lo demás, y estampillas que decían CCCP.

—Es decir —le expliqué a mi hermana y a Ilse, en cuanto pude ir a verlas—, SSSR pero en el alfabeto cirílico, o sea URSS pero en ruso… Vaya, las siglas de la URSS en idioma ruso son SSSR, y las letras SSSR en alfabeto ruso…

—Ya entendí —me interrumpió Ilse, y se fue.

Pero eso sí, estaba como loca por la dichosa carta, aunque no pasaba de un par de frases de agradecimiento. Pensé que se parecía demasiado a su madre; entonces ella (es decir, mi hermana) me dijo que el tipo que había escrito la carta hablaba de la URSS.

—¿Ah, sí?

—En la carta dice URSS —me explicó ella—. No puede ser.

—¿Qué no puede ser?

—¿Qué no entiendes? Te estoy diciendo que este tipo…

—¿Quién?

—El de la editorial, el que firma la carta.

—¿Cómo se llama?

—¡No importa! Te digo que ese tipo habla como si no hubiera pasado nada… Como si la URSS todavía existiera, pues.

—A lo mejor tiene síndrome de Alzheimer y no se acuerda —bromeé.

La discusión que siguió fue muy desagradable. Por otra parte, mi hermana tenía razón. La carta terminaba así: "Si alguna vez tienes ocasión de venir a la URSS, no dejes de visitarnos. Nos entusiasma conocer a nuestros lectores de todo el mundo, y Galina Demikina, la autora de Se ha perdido una niña, de seguro se alegrará al saber de ti".

Luego vino la segunda carta de Ilse, agradeciendo la que le habían enviado. Mi hermana me llamó y me dijo:

—¿Qué hago, Roberto? ¿La dejo que la mande?

Le dije que sí.

—Ni modo que no. No es nada malo.

—¿Qué tal si, no sé, si es un pervertido?

—Por favor, la URSS está muy lejos…

—La URSS no existe —dijo mi hermana.

—Más a mi favor.

Luego vino la segunda carta de la editorial, con un catálogo de novedades de 1998.

—Ahí está —dije yo, más tranquilo.

—¿Qué?

—La explicación, Sara. La Editorial Progreso existe todavía. Estará privatizada o será del gobierno ruso o algo, pero existe.

—Pero el catálogo dice URSS.

—A lo mejor es viejo.

—Pero es de este año.

Yo empecé a decir que los rusos siempre hacen las cosas con mucho avance.

—¿No te acuerdas? Nos lo enseñaron en la secundaria: los planes quinquenales. Todo lo hacen con quince años de adelanto…, o cinco…

—¿Y también hacen los catálogos de las editoriales? —me preguntó mi hermana— Además, eso de los planes era de los socialistas.

—¿No tendrán eso todavía en Rusia?

—Pero le hubieran puesto…, no sé, algo, una etiqueta para tapar el "URSS" y poner "Rusia".

—No sé, no han de tener dinero para eso… En serio, Sara: si lo hicieron por adelantado… Ahorita Rusia está arruinada, es como aquí, todo está lleno de narcos, de políticos corruptos…

Luego Ilse quiso encargar, por correo, otro libro de Galina Demikina que estaba en el catálogo, titulado La historia del señor Pez, pero como mi hermana estaba muy nerviosa por todo el asunto le dijo que no. Y se armó una escena de esas horribles:

—Yo no voy a pagar ese libro.

—¡Mamá, por favor!

—Haz lo que quieras. Ya dije.

—¿Pero por qué no?

—Pues… porque no. Porque no está bien.

—¿Pero por qué no está bien?

Y aquí mi hermana cometió su primer error, porque perdió los estribos.

—¡Porque no quiero que lo pidas! ¡Punto! ¿Me entiendes? No lo vas a pedir.

Y su segundo error: que se arrepintió y dijo:

—Ay, Ilse…, Ilse, mira, es que quién sabe a quién le estás escribiendo, yo no…, esto…, es muy raro, no entiendo…

Siempre los comete en el mismo orden. El único libro que he comprado es uno de cómo criar a los hijos, para ella, pero tampoco le gusta leer.

—Nunca me dejas hacer nada —murmuró Ilse con una voz que, según mi hermana, nunca le había escuchado antes.

Ella preguntó:

—¿Qué fue lo que dijiste?

—¡Te odio! —le gritó Ilse, y se fue corriendo. El libro llegó uno o dos meses más tarde, a principios de 1999.

Cuando me enteré y fui a verlas, Ilse me recibió con un abrazo y me aseguró que el libro era tan bueno como Se ha perdido una niña. Me sorprendió tanta efusividad (luego me enteré de que a todo el mundo le hacía la misma fiesta), y más aún que leyera tan rápido: el libro tenía sus buenas trescientas páginas, y hasta el año anterior Ilse había leído lo que le dejaban en la escuela y absolutamente nada más.

Por su parte, mi hermana seguía yendo a su trabajo, haciendo la comida, lo de todos los días, pero estaba mal. Deprimida: estaba engordando, tenía ojeras, todo el cuadro. Siempre le pasa lo mismo.

Así que la seguí por la casa (ese es otro síntoma: se pone a limpiar todo como loca, una y otra vez) hasta que la acorralé:

—A ver, Sara, ya. Qué tienes.

—Es que no entiendo —me contestó—. Ilse…

—Ilse ya no es una niña, Sara.

—¡Es que no es posible, Roberto!

—¿Qué no es posible? —dije, y mi hermana me contó que, en el último mes o dos meses, había ido tres veces a la oficina de correos, a preguntar por los envíos a la URSS, y nadie había podido explicarle nada; luego había ido a la oficina central, es decir la del centro, y lo mismo; luego al aeropuerto, a donde llega el correo aéreo, y lo mismo; luego a la embajada de Rusia…

Ahí no la dejé continuar.

—¿Fuiste a la embajada de Rusia? ¿Fuiste? ¿Estás loca?

—Nadie me quiso decir nada, Roberto. Les dije que me dejaran hablar con el embajador, con alguien…

—¿Y te recibieron?

Creo que no entendió que me estaba burlando.

—Según ellos, nadie sabe…, nadie me supo decir cómo llegaron esas… cosas con dirección de la URSS. Ni cómo pudieron llegar las cartas de Ilse…

Ahí se le quebró la voz, y me pareció que iba a empezar a llorar, y eso sí no puedo soportarlo.

—¿Qué querías, Sara? —le pregunté— ¿Investigar?

Me contestó que sí.

—A ver… Ven acá —la abracé—. Mira, Sara. No es…, no es como en la tele, como en los Expedientes X. Estamos en México. ¿Quieres salir en un programa de lo insólito, de los de ovnis? Aquí la gente no se pone a investigar así como en… ¡Aquí las cosas no se saben, pues! Digo, no sé, vaya, sí está raro, lo que tú quieras…, pero ¿qué vas a hacer? ¿Llamar a la judicial? ¿A Derechos Humanos? ¿A la CIA?

Se rió, lo que siempre es buena señal, y yo seguí. Era muy raro, sí, pero no era malo. No le hacía daño a Ilse. En realidad, ella seguía siendo la misma. Iba a la escuela, tenía sus amigas, veía la tele, como siempre. ¿Qué importaba que le gustaran dos libros de una rusa? No eran malos libros, nunca está de más leer… Además Ilse era una muchacha muy inteligente, muy madura…

—Nada más te digo que te calmes, Sara. De verdad. No tiene nada de malo que ella lea. ¿Fue de veras muy caro el libro? No, ¿verdad? ¿Entonces? No puedes estar así toda la vida —y para terminar le dije que qué más podía pasar.

Al día siguiente llegó la carta en la que la embajada de la URSS, enterada de la correspondencia entre Ilse y la Editorial Progreso, ofrecía a mi sobrina una convocatoria llegada de la URSS: la de un concurso para ganar un viaje de tres meses a la URSS, para dos personas, escribiendo en dos cuartillas o menos las razones por las que le gustaría hacerlo, es decir, viajar a la URSS.

—¿Ya viste, mamá? —le dijo Ilse, muy emocionada, a mi hermana.

—Sí —respondió ella, y me llamó para pedirme que fuera otra vez. Me disgusté, aunque en realidad no tenía gran cosa que hacer, y fui uno o dos días más tarde.

Y me arrepentí al verla:

—Sara, ¿qué te pasó? —se me escapó. Estaba sentada en el suelo de su cuarto, con la cara roja y abotagada y una botella vacía a su lado…

Me tranquilicé al notar que la botella era de cooler, y más cuando supe que Ilse estaba en la escuela. Y volví a sentirme explotado cuando mi hermana me confesó, con ese tono de voz que usa cuando quiere hablar muy en serio, que era una persona insegura. Y lo de siempre: que Fernando, el padre de Ilse, la había dejado muy lastimada. Que había quedado embarazada a los diecinueve. Que le había costado mucho trabajo dejar la universidad, casarse, criar a su hija sola porque el otro, así dijo, la había dejado como a los seis meses de embarazo, es decir dos de matrimonio.

—No he madurado, Roberto. Le puse Ilse a Ilse por…, por la de las Flans —y era cierto, es decir, le había puesto así por la cantante de un grupo de aquel entonces, que ya ni existía, y que ahora se dedicaba, es decir la cantante, a anunciar refrigeradores o una cosa así.

Pero comenzó a llorar y no fui capaz de decir nada. La abracé y traté de consolarla:

—Al menos no le pusiste Ivonne como la otra del grupo, la loca…

Esta vez no se rió.

—Además…, bueno, no tiene nada de malo…

—¿Que se llame Ilse?

—Que concurse, Sara. Digo…, ¿qué tal si no gana?

—¿Y si sí? ¿Qué tal si se quiere ir?

—Pues… —lo pensé un momento— Oye, Sara, ¿el viaje no es para dos personas?

Ella me respondió que sí pero que le daba miedo la KGB.

—¿No te acuerdas de todas las cosas horribles que hacía la KGB?

—Eso lo leíste en Selecciones.

—Tú eras el que estaba suscrito.

—La suscripción me la dio mi papá —le recordé.

Cambiamos de tema bruscamente cuando mi hermana comenzó a llorar de nuevo. Una vez más me dijo no saber qué hacer. Y que todo aquello era muy raro.

Peor aún, Ilse estaba redactando sus dos cuartillas o menos.

—Bueno —le dije—, ¿qué hacemos? ¿La llevamos con un psiquiatra para que la convenza de no entrar al concurso?

—¡No, si no está loca!

—¿Entonces qué hacemos?

Seguíamos discutiendo cuando Ilse llegó de la escuela, fue a su cuarto, regresó a toda prisa (apenas nos dio tiempo de esconder la botella bajo la cama de mi hermana) y nos leyó sus cuartillas.

—Las hice en un receso —nos dijo, y yo no le creí, pero no dije nada. Pero lo que había escrito estaba muy bien y se lo dijimos.

—¿De veras?

—Claro que sí —le aseguré—. Muy, muy bien.

—Ya ves que tu tío estudió letras.

—Además, de allá, de…, de allá son muchos escritores famosos —dije yo—: Pushkin, Dostoievsky…, Isaac Asimov…

—¿Si gano me acompañas, mamá? Además del viaje van a dar un curso de ruso, y un paseo por la editorial Progreso, y…

Oír esto no me gustó nada, porque sí, había estado pensando en acompañarla yo. Pero claro, ella era su madre. Por otro lado, era de las primeras veces que se hablaban sin disgusto desde…, bueno, desde su disgusto.

—Tienes que ir, Sara —le dije, como si todo el tiempo hubiera pensado que ella debía ir. Además, siempre estaban las enormes probabilidades en contra de que Ilse ganara…

Cuando Ilse ganó el concurso, y le llegó la felicitación y una invitación a la embajada de la URSS, creímos que todo se resolvería. O hicimos lo posible por convencernos. A fin de cuentas, nosotros sabíamos dónde estaba la embajada de la URSS. O dónde había estado, porque lo que ahora estaba allí era la embajada de Rusia y la dirección (quiero decir, en la invitación) era la misma.

—Vamos y aclaramos todo —le dije a mi hermana—. A lo mejor…, a lo mejor, no sé, tienen el servicio de contestar las cartas mandadas a la URSS…

—Sí, ¿verdad? Por si alguien no se ha enterado.

—¿Y qué tal si de veras alguien no se ha enterado?

—¿Aparte de los de Editorial Progreso? —mi hermana se estaba burlando, por supuesto.

Así discutimos durante todo el viaje, y de hecho seguíamos discutiendo cuando llegamos a la embajada. Entonces los de la puerta no dejaron entrar a mi hermana, porque la reconocieron (¡no quiero ni pensar en el escándalo que debe haber armado!) y yo les discutí tanto, para que la dejaran, que Ilse tuvo que entrar sola.

De todos modos, una hora más tarde estábamos los tres de vuelta en casa de mi hermana, e Ilse, sana y salva, feliz, tenía una libreta de cheques de viajero y dos boletos de viaje redondo por Aeroflot.

—¿Todavía existe Aeroflot? —me preguntó mi hermana, y su voz me alarmó.

—Sí, Sara, eso sí, Aeroflot todavía existe —le contesté.

—¿Seguro?

Le sugerí que interrogáramos (no usé esa palabra, por supuesto) a Ilse. Nunca lo hubiera hecho. No sólo estaba sana y salva, sin heridas de ninguna especie, sin ningún signo de tortura física ni psicológica, sino que tomó a mal nuestra preocupación.

—Ya no soy una niña —dijo.

—Ya lo sabemos, mi vida… —le contestó mi hermana.

—Pero es que nos preocupas —agregué—. Nos preocupa… que hayas ido sola.

La discusión, como era de esperar, se desvió a la forma en la que Ilse resentía tanto celo. Casi una hora nos pasamos en eso, y nunca llegamos a saber qué había ocurrido en la embajada.

Entre ese día y el de la salida me la pasé pensando, tratando de recordar de dónde había salido mi copia de Se ha perdido una niña. Y nada. Además de que no me regalan libros para niños, a mi papá de verdad le caía mal la URSS. Otra vez me puse a revisar, y el único libro en mi librero que mencionaba al país era uno de discursos de Richard Nixon, que nunca me he atrevido a dar a nadie.

Por eso, cuando llegué a casa de mi hermana para llevarlas al aeropuerto, y vi que Ilse estaba sentada en un sillón y releyendo su libro, primero se me ocurrió que a lo mejor era un gran libro, y que había hecho muy mal en no leerlo jamás, pero luego ya no pude aguantar y dije:

—Ilse.

—¿Qué? —respondió ella, sin mirarme (ya le hablaba bien y todo a mi hermana, claro, pero a fin de cuentas yo no era más que su tío).

—Este… Oye, Ilse, una cosa, dime: ¿por qué te gusta tanto ese libro?

—Tú me lo regalaste. ¿No lo has leído?

—Lo… No…, no, sí, claro, lo compré…, compré otro ejemplar…, porque…, porque pensé que podría gustarte… Pero no pensé que te fuera a gustar tanto. Digo, me alegro mucho, vaya…, ya sabes lo que siempre decimos tu mamá y yo sobre que hay que leer…, pero… Es que…

Se hartó o tuvo piedad de mí.

—Es que está padrísimo —dijo—. Eso de que te metes como en un cuadro, y te vas a otro mundo… Está padrísimo.

—¿Qué es lo que más te gusta del libro?

—Todo. El cuento, los dibujos… Te digo que está padrísimo.

—Pero… No sé, vamos, ¿qué tiene de diferente a otros libros, o a las películas…?

Me miró como si yo fuera un retrasado mental.

Y, francamente, me tardé mucho en decirle:

—Bueno… Oye, ¿ya tienen todos los papeles, el pasaporte, eso?

—Sí.

—Y están sellados para la URSS, lo de la visa.

—Pues sí. Fui a la embajada a que los sellaran.

—Ilse…, Ilse, ¿te acuerdas de lo que te comentábamos alguna vez, hace como un año, sobre que la URSS ya no existe?

—¿Cómo?

—Sí, que la URSS no existe. Se disolvió hace ocho años.

—¿Cómo? —volvió a decir.

—Sí, que ahora es Rusia y…

—¿Cómo?

Aquí, por primera vez, me asusté.

Le expliqué, paso a paso, lo que había sucedido con la URSS (Gorbachov, Yeltsin, todo), y no me entendió.

No me entendía. Después de un rato me di cuenta de que siempre ponía la misma cara: entreabría la boca, ladeaba la cabeza, dejaba caer un poco, casi nada, los párpados. Y decía:

—¿Cómo?

En ese momento mi hermana me llamó, gritando. Fui a verla y la encontré tirada en la cama. Tenía un dolor horrible en el vientre, me dijo, y no podía levantarse. Le pregunté si había comido algo que le hubiera hecho daño. Ella dijo que era apendicitis. Yo pensé en la vesícula, en una úlcera…

—No puedo ir así. Vete tú —me pidió, como si fuera su última voluntad.

Yo le dije que el boleto estaba a su nombre.

—¿No te acuerdas que Ilse te dijo que fueras con ella? —le pregunté, y de inmediato pensé que era muy injusto.

Ella me sugirió que me vistiera de mujer.

No sé por qué, pensé en una inspectora de aduanas igual a una campesina rusa que vi en una película (cuadrada, de cara ancha y tosca) metiéndome en un reservado para ver si no traía droga bajo la falda o algo por el estilo…

Llegamos corriendo al aeropuerto pero, eso sí, estaba vestido de hombre. Naturalmente, no me dejaron abordar el avión. Hasta el final pensé que podría hacerlo: seguía discutiendo cuando alguien fue a avisarnos (a mí, al del mostrador de Aeroflot y a los diez o doce más que estaban con nosotros) que el avión había despegado. Pensé que había sido muy previsor de mi parte el mandar a Ilse a que abordara.

—Ahorita te alcanzo, pero si no, escribes —le había dicho; según yo, había sido una broma.

Fueron los tres meses más horribles de mi vida. Mi hermana me llamó irresponsable, retrasado mental, mal hombre, asesino…, vaya, hasta tratante de blancas. Y da nada servía recordarle que ella se había enfermado, porque en realidad había sido su dolor profundo, como ella lo llama.

—Nunca pensé que te diera así —le decía yo.

—¿Por qué no ha escrito? —me gritaba ella, bañada en lágrimas— ¿Por qué no ha llamado?

—A lo mejor…, no sé, a lo mejor regresa antes que las cartas, ya sabes cómo es el correo.

Pero ella no me hacía caso y seguía gritando por su niña muerta, o perdida para siempre, o presa en una cárcel…

—¡O en Siberia de puta!

—¡Sara! —grité, porque nunca antes la había oído decir "puta".

E Ilse volvió cuando tenía que volver, es decir a los tres meses, y sus cartas, todas, llegaron quince días más tarde.

—Te las mandaba cada semana —le explicó Ilse a su mamá—. Pensé que era más bonito escribirte, para que te fueran llegando —y mi hermana le sonrió como si nada, y la abrazó y la cubrió de besos.

—Sí, mi amor, está bien…, tu tío era el que estaba como loco, pero ya ves cómo es…

Ilse la había pasado muy bien. Se había asustado al verse sola en el avión, pero todos habían sido muy amables con ella. Al llegar la habían llevado sin mayor problema con sus anfitriones…

—Y ya de ahí fue padrísimo —nos dijo—. Aprendí mucho.

No pudimos juzgar su ruso, naturalmente, pero además de que hablaba de lo mismo todo el día estaban las fotos: Ilse sonreía por igual en la Plaza Roja, ante la tumba de Lenin, junto al monumento a Marx y Engels, en Leningrado (no entendió cuando le dijimos que aquello era San Petersburgo)… En la casa en la que se había quedado. Y ante el edificio de la Editorial Progreso. Y junto a una prensa. Y con una mujer, de cabello blanco y lentes redondos, que era Galina Demikina.

—Es muy linda —nos dijo. Y mientras nos contaba cuán linda era, qué amable se había portado, qué autógrafo tan hermoso le había escrito en su ejemplar de Se ha perdido una niña, yo pensé en los sellos de su pasaporte, todos llenos de hoces, martillos y las letras CCCP. Y se me ocurrió llamar, ahora sí, a la CIA.

No lo hice porque a) detesto a los gringos, b) no tengo ni idea de cómo llamar a la CIA y c) de todos modos hubiera sido ridículo.

Pero también porque, tengo que admitirlo, de pronto sentí una envidia enorme. De Ilse. Es la verdad.

Quiero decir, a pesar de todo, a pesar de las circunstancias del viaje, a pesar de que seguíamos sin entender a dónde había ido, ella estaba feliz. ¿Y por qué no? Había visitado sitios muy hermosos, conocido gente diferente, visto (aunque suene horrible) nuevos horizontes… Había ido mucho más lejos que cualquiera en la familia. Teníamos que estar orgullosos. ¡Lo más lejos que ha llegado mi hermana es a Zipolite, y yo ni eso!

En los años siguientes vi que ella, mi hermana, se sentía como yo, porque dejamos de hablar del asunto y preferimos no inquietarnos por los hermosos viajes subsecuentes, las nuevas fotos, el cada vez mejor ruso, hasta donde podíamos apreciarlo, de Ilse. O su beca para la preparatoria. O su beca para la universidad. O su novio, Piotr Nikolaievich Ternovsky, de Leningrado (no San Petersburgo), que conoció en 2004. O su último viaje, en 2007, y su vuelta a México que se retrasaba, y se retrasaba… O su llamada, una noche, para anunciarnos que estaba muy enamorada y que se iban a casar.

* * *

—Ay, mi hijita —dijo mi hermana la última vez. Estaba conmovida. Ilse cumplía 23 años, llevaba casi uno de casada y había podido llamarnos.

(Ilse llama, o por lo menos escribe, cada tres meses, más o menos. Tenemos su teléfono, por supuesto, pero cuando llamamos nunca está o las líneas se cruzan y la llamada acaba quién sabe dónde.)

Platicaron y mi hermana se enteró de que ella y Piotr habían decidido aplazar un poquito más al pequeño Nikolai, así se llama el papá de Piotr, o a la pequeña Sara. (El que eligieran esos nombres me disgustó un poco, pero supongo que es algo infantil de mi parte.)

—¿Entonces ya no voy a ser abuela? —preguntó mi hermana, pero Ilse le explicó que la razón del aplazamiento era que acababan de aceptarlos en la Academia de Ciencias de la URSS. Nunca nos ha dicho exactamente para qué, pero hemos llegado a la conclusión de que tiene que ver con el programa espacial: van a estar, según nos dijo, en el cosmódromo de Baikonur, con algunos de los cosmonautas que serán llevados, muy pronto, a la nueva estación espacial, la Mir 4.

(Claro, podrían ser parte del equipo de tierra, que va a estar en Baikonur durante toda la misión. O no tener nada que ver con eso… La verdad es que Ilse nunca nos platica con muchos detalles. Y, desde luego, las noticias de la televisión o los periódicos siempre hablan de Rusia.)

—Qué maravilla —dije yo, de todos modos, cuando me tocó hablarle.

Luego vinieron las quejas. Siempre es muy incómodo cuando le platicamos cómo nos va a nosotros… Pero ella nos consoló, como siempre: en realidad el socialismo tampoco es una utopía, nos dijo, ni mucho menos.

—La burocracia es terrible. Ni Gerasimov puede con ellos —Gerasimov es el jefe del Partido y, según muchos (o eso dice Ilse), un nuevo Nikita Jruschov.

Hablamos algo más, nos despedimos, colgamos… Y yo veo que mi hermana está muy orgullosa. No puede decirle a nadie dónde está su hija, y todo el mundo se extraña cuando les cuenta que vive en Rusia (que está arruinada, llena de narcos y políticos corruptos, y no se parece nada o casi nada a la antigua URSS), pero a ella no le importa.

Por mi parte, sólo puedo pensar que Ilse es una mujer muy afortunada. Y me consuela, a fin de cuentas, el hecho de que ella me recuerda, siempre que puede, cuánto tengo que ver con su felicidad.

—Tú eres el tío del libro —me dice. Se refiere al de Se ha perdido una niña, que ella tiene en la URSS y por lo tanto sigo sin leer.