Eduardo Parra Ramírez
Me preguntan cuánto tiempo llevo prisionero en esta cárcel. No sé contestar: he perdido la noción del tiempo. Los primeros meses llevé un puntual registro de cada día de mi cautiverio. Mi obsesión desapareció un día que vino Uribe a visitarme. Me trajo el raro ejemplar de Kawabata que un día, ante una mesa de libros usados, silenciosamente disputamos. Desde entonces vivo una lectura interminable del libro. Lo saboreo, lo hospedo en la estancia más íntima de mi imaginación. Progreso en sus párrafos con lentitud, como quien entra al agua tibia. Y siempre ocurre lo mismo: llego a la última página y la omito. Vuelvo a comenzar la lectura infinita. Cuando duermo, sueño todos los finales posibles.
Un día soñé algo distinto. Estornudé y las paredes se desmoronaron. Salí a la calle y caminé sin rumbo. Llegué a un jardín desconocido pero de algún secreto modo familiar. Sentado bajo un cerezo lo vi. Era él: Yasunari Kawabata. Tras saludarlo, reincidí en la vieja expresión de mis afectos. Maté al maestro y cercené cuidadosamente su cabeza. Anduve con ella un rato hasta encontrar una banca. La deposité ahí y le pedí que me contara historias. Accedió. Después de tres felices horas en las que la cabeza me contó cuentos sobre la circularidad del tiempo, la policía nos descubrió. Fui detenido y encerrado en esta prisión en donde a menudo sueño que conozco a Kawabata y le corto la cabeza.