Arturo Villalobos
Un golpe de viento abriendo la ventana a las tres de la mañana y no necesito salir de la recámara para saber que ella, mi hermana gemela que no conocí, acaricia los pétalos de una gloxinia, como si así pudiera percibir su fragancia esparciéndose por el aire seco o le tocara el palpitar secreto de sus raíces. A pesar del sueño y el temblor que vuelve al vientre, a la luz borrosa de una luna que entra por el ventanal, salgo para encontrarla rodeada por su atmósfera agrisada por una lluvia que sólo cae para ella, bajo un sol nublado fuera de este tiempo, reconcentrada en la gloxinia que parece hablarle de días posibles, de noches que no transcurrieron.
Bajo las escaleras mientras aparento no verla para ir hacia el escritorio donde el libro abierto de las estaciones no vividas se abre en una página escrita hace años y que ella ha releído porque mi pobre escritura atinó en recrear un pasaje que hubiera deseado recorrer, pero que sólo me es dado dibujar por las voces esparcidas, apenas audibles, a medianoche, al filo de la madrugada o como hojas arrastradas por el viento del atardecer. El libro ha ido creciendo desde hace dos décadas, en un paralelismo que ha ido desterrando mis propias vivencias, desde que no pude soportar la mirada de esa niña taciturna, ojos acusadores y blancura enrarecida, que contaminaba de pasos y murmullos cada rincón cercado por el silencio. Ella ha leído ese intento de años por imaginarle una existencia más allá de estas paredes sosteniendo el eco de su voz que no habló, mudando en transparencia su cuerpo que no se desplazó por los corredores.
Le he escrito un libro a fin de que desaparezca. He pagado por haberle sobrevivido.
Busco una página en blanco y comienzo a escribir las últimas líneas, el último día sobre este mundo donde ella flota a la deriva como en la superficie oculta del mar. Le imagino un fin apacible, en habitación de hogar convertida en cuarto de hospital, con sedantes, largos trechos de sueño y las manos de mamá en las suyas. Delineo la leve contracción de su rostro dormido, casi escucho la amplitud el respiro que se extiende hacia un momento que ya no puede alcanzar, y en el punto final un golpe de viento cierra las páginas. Un dolor agudo me acuchilla el pecho para irradiarse por toda la espalda mientras el corazón late desordenadamente. Me llevo las manos al pecho que sube y baja sin control y veo la mirada tierna de mi hermana vigilando desde lo alto de la escalera, por fin reconciliada, por fin esperando a que me reúna con su sombra.
Un golpe de viento abriendo la ventana a las tres de la mañana y no necesito salir de la recámara para saber que ella, mi hermana gemela que no conocí, acaricia los pétalos de una gloxinia, como si así pudiera percibir su fragancia esparciéndose por el aire seco o le tocara el palpitar secreto de sus raíces. A pesar del sueño y el temblor que vuelve al vientre, a la luz borrosa de una luna que entra por el ventanal, salgo para encontrarla rodeada por su atmósfera agrisada por una lluvia que sólo cae para ella, bajo un sol nublado fuera de este tiempo, reconcentrada en la gloxinia que parece hablarle de días posibles, de noches que no transcurrieron.
Bajo las escaleras mientras aparento no verla para ir hacia el escritorio donde el libro abierto de las estaciones no vividas se abre en una página escrita hace años y que ella ha releído porque mi pobre escritura atinó en recrear un pasaje que hubiera deseado recorrer, pero que sólo me es dado dibujar por las voces esparcidas, apenas audibles, a medianoche, al filo de la madrugada o como hojas arrastradas por el viento del atardecer. El libro ha ido creciendo desde hace dos décadas, en un paralelismo que ha ido desterrando mis propias vivencias, desde que no pude soportar la mirada de esa niña taciturna, ojos acusadores y blancura enrarecida, que contaminaba de pasos y murmullos cada rincón cercado por el silencio. Ella ha leído ese intento de años por imaginarle una existencia más allá de estas paredes sosteniendo el eco de su voz que no habló, mudando en transparencia su cuerpo que no se desplazó por los corredores.
Le he escrito un libro a fin de que desaparezca. He pagado por haberle sobrevivido.
Busco una página en blanco y comienzo a escribir las últimas líneas, el último día sobre este mundo donde ella flota a la deriva como en la superficie oculta del mar. Le imagino un fin apacible, en habitación de hogar convertida en cuarto de hospital, con sedantes, largos trechos de sueño y las manos de mamá en las suyas. Delineo la leve contracción de su rostro dormido, casi escucho la amplitud el respiro que se extiende hacia un momento que ya no puede alcanzar, y en el punto final un golpe de viento cierra las páginas. Un dolor agudo me acuchilla el pecho para irradiarse por toda la espalda mientras el corazón late desordenadamente. Me llevo las manos al pecho que sube y baja sin control y veo la mirada tierna de mi hermana vigilando desde lo alto de la escalera, por fin reconciliada, por fin esperando a que me reúna con su sombra.