La sonrisa de Pedro aparece y desaparece según el tamaño de la sandez que escucha. Y si no es sandez mejor aún. Nadia es más bella de lo que parece y siempre está atenta, pero cada veintisiete minutos, durante un lapso de cuatro segundos, deja ir la mirada hacia un punto impreciso, como si hubiera encontrado un espejo insólito sobre la duela. (O un charco en la pared o en el aire, un charquito impasible como espejo de agua sin reflejos.) No hace por recogerlo ni por mirarse en él. Sólo ella lo mira desatenta, acostumbrada a esas apariciones, y regresa a la charla como quien nunca estuvo ausente. Pedro sigue alternando sus sonrisas con sus miradas de espejo en el que se refleja una hoguera.
La cejas de Pedro hablan solas en un lenguaje secreto, como los ojos de Nadia.
Ella se incendia de vez en cuando. Él vigila que el fuego no se expanda y espera a que ella se consuma y resurja de sus cenizas. Pedro es más de estallar. Nadia mira alrededor para aprehender lo que pasa y después une las partes minuciosamente. Y se ríen.
Pedro y Nadia hablan de los astros. Orión era un perro cuando Nadia era un capullo. No es que fueran tiempos de Maricastaña, pero tampoco es cosa de hace apenas un rato. Orión cazaba las sombras de las mariposas y las mariposas jugaban a las sombras chinas con Orión. Tigre es un gato habituado a los hábitos. Desaparece entre los faldones de las monjas de la esquina y reaparece como los espejos que ausentan a Nadia. Cada vez que vuelve caza un gorrión, le convida a su hermano y ambos se echan a dormir durante un par de días. No es que le guste matar, es que no ha descubierto que también los gorriones tienen sombra. No todo se descubre pronto, hay cosas que no se descubren nunca y los gatos, eso ya se sabe, son muy de hacerse de la vista gorda.
Para fumar en casa de Nadia y Pedro es necesario ir al jardín. Una palmera gorda le echó un pulso a Pedro y se inclinó cuarenta y cinco grados. Pedro sereno fue y le hizo un contrafuerte de hierro con abrazadera. La palma se quedó dormida así, recargadita, como sintiendo el cariño del metal que la sostiene. Hay camas de latón y los que duermen en ellas se sienten como críos; así la palma con el hierro; así el que fuma con la humedad del jardín en la noche. En el otro extremo del jardín, que de noche es esférico, Pedro tiene una flor secreta que no se murió porque esperaba a Nadia. Ella la mira todas las mañanas y la flor de disuelve en luz sólo para volver a ser flor sobreviviente en la nueva madrugada.
Pedro y Nadia viven entre lentes y computadoras. Eso ya se sabe, y si no se sabe no importa.
Pedro no tiene memoria. Tampoco olvido. La memoria de Pedro no está en él: es un mundo de miradas retenidas en papeles y códigos binarios. Nadia mima la memoria de Pedro y organiza cruzadas de rescate y ordenamiento. Nadie se equivoca; Nadia tampoco. Ella tiene ocurrencias muy inspiradas: que si pasta, almejas y hay un milagro; que si berros, granates granos de granada y hay un milagro. Así hace Nadia. Así habla, así escribe. Debe ser que así piensa y así es.
Nadia y Pedro deambulan en templos de dioses y de mitos. Nadia se desnuda en las catedrales. Pedro orina más erguido que el niño belga pero no lo demuestra (no es cosa de pudor, sino que ya se sabe y si no se sabe no importa). Los domingos de muermo sacan unas tijeritas muy finas y se entretienen en recortar originales. Óleos, poemas, monumentos, mausoleos, iglesias góticas. Hacen rompecabezas y revuelven los trozos. Cuando todo ha llegado a su nuevo sitio estudian cuánto de cada dios y cada mito le cuadra a lo hecho y le asocian, en proporciones exactas, las imágenes y palabras que más eluden los fanáticos. Los dioses y los mitos sueltan carcajadas sigilosas, los fanáticos duermen y no entienden el enfado de sus sueños. En la madrugada del lunes, Nadia y Pedro recomponen todo, guardan las tijeras en un cofre de agua que aparece y desaparece por cualquier sitio cada veintisiete minutos durante un lapso de cuatro segundos, y al amanecer nadie se da cuenta de lo que hicieron los herejes.