Escuer y Bernal

30 de julio de 2009

EL PACTO

José Manuel Ruiz Regil


Imaginé la tierra como un monstruo cetáceo de esférica corpulencia, sitiado en algunas partes de su piel por infectas colonias de hongos humanos, arrecifes de cemento y otra fauna parasitaria, como la que llevan los cachalotes en su lomo. Y pensé que este ser oculto, siempre presente, sabio por sus siglos y oscuramente silencioso había llegado al tope de su misericordia. Y había comenzado a hincharse, como la mítica ballena que expulsó al marionet del cuento, provocando fisuras en la organización amorfa de sus colonizadores, para luego seguir sacudiéndose las larvas de ambición que poblaron su fina piel y le impedían ya respirar. Lumbre, ahogos, llanto. Una vez que empezó su movimiento no paró. Sacudiéndose desde un punto cualquiera hasta cualquier otro el mínimo resabio de humanidad, a la que había permitido, durante miles de años poblarla y crecer sobre él. Quizás, en alguna generación perdida quedó olvidado el pago al que el hombre se obligaba para habitar al monstruo: cuidar y respetar el piso donde creciera, como si del vientre de su madre se tratara. Pero no fue así, y los monstruos saben cumplir su palabra.