José Luis Zárate
Los lobos llegaron al anochecer, parte de las sombras. Al principio creímos que era niebla la que bajaba de las montañas, era imposible creer que fueran miles de cuerpos blancos, millones de seres deslizándose sobre la nieve. Su voz nos convenció de su existencia, los aullidos largos y tristes, los ocasionales gruñidos y peleas entre ellos. Nunca habíamos visto tantos, es imposible una multitud tal en estas tierras. Los lobos a los que estamos acostumbrados son feroces animales solitarios, siempre sigilosos. Nunca les hemos visto caminar tan decididamente hacia una aldea. Ellos huyen de los hombres no por temor, su naturaleza les exige que siempre se oculten... todos los carnívoros son furtivos. De vez en cuando se llevan una oveja, un ciervo, algún niño dejado para ese fin en el bosque que nos rodea.
Son siempre lo fugaz, pequeños pasos persiguiéndonos en nuestras pesadillas. Nadie los ha visto por mucho tiempo, todos los encuentros han sido fortuitos, leves, casi instantáneos. El hombre o el lobo huyen de inmediato, hay algo terrible en observar a la bestia, a sus ojos muertos, su pelambre feroz, su enorme fuerza. Sólo las víctimas deben ver en su magnificencia al lobo, no un simple observador. Uno adivina que es parte de un rito inmemorial: el encuentro último. La voluptuosidad de la muerte, de la sangre corriendo sobre la nieve, de la carne que se ofrece sin resistencias a las fauces ansiosas.
Nadie ha visto como mata el lobo. Imaginamos una ceremonia terrible y satisfactoria para la bestia. Llora en la noche su nostalgia por los dulces momentos de la muerte.
Los lobos son parte de la naturaleza, hermanos de las nevadas sin fin, parientes del viento afilado... son los lobos quienes saben qué árbol va a caer, la parte donde va a romperse el hielo del lago, la forma en que se pierden nuestras cosechas. Caminan con la certeza de que acompañan al hambre. No los odiamos. No podemos odiar a lo que es parte del ciclo de las cosas. Simplemente nos cuidamos de ellos, guardamos nuestros filos.
Nadie ha matado a un lobo porque intentarlo es tan inútil como tratar de derribar a la nieve.
Los lobos tampoco nos odian... de ser así habría sido muy sencillo exterminarlos. ¿Cómo detenerlos cuando nos refugiamos en nuestras casas, detrás de frágiles ventanas?
Y ahora vienen, una nevada de lobos, miles, millones, bajando de las montañas.
¿Qué ha pasado con las aldeas que se han encontrado en el cauce de ese inverosímil mar?
No lo sabemos. El río de lobos nos ha aislado del mundo. Podemos ver su avance interminable, pero no su fin. ¿De dónde vienen, a dónde se dirigen, qué será de nosotros?
Nos hemos parapetado lo mejor que hemos podido, reforzando las puertas, tapiando las ventanas, almacenando el grano suficiente para sobrevivir unos días. Hemos orado sin respuesta.
Aguardamos.
Primero los pasos, como una lluvia pertinaz, luego la sensación de avance, el múltiple rozar de pieles contra nuestros muros, el opresivo olor de su aliento.
No tratan de derribar nuestras casas, no pelean por apoderarse de nuestras carnes. Pasan, simplemente pasan, uno, dos, tres, decenas, centenas, millares. Estamos en medio de una corriente viva, ocasionalmente rota por alguna débil pelea... nada más.
El río corre sin detenerse.
Hemos abierto las ventanas y ningún lobo se ha abalanzado sobre nuestras gargantas. Pasan. Su marcha no es forzada, no parece que huyan.
Caminan como si fuera natural que millones de lobos pasen junto a los humanos.
Han pasado días y el ritmo no decrece. El cauce no se ha terminado. En las noches seguimos oyendo sus pasos, su aroma ha impregnado todas las cosas. Nos hemos descubierto, a veces, gruñéndonos, atraídos por el avance. ¿A donde irán? ¿Qué les espera en su destino?
En la oscuridad salimos a observarlos, envidiando su fuerza, su determinación, sintiéndonos parte ya de la corriente.
Soñamos con sangre fresca, con bosques infinitos que nos pertenecen, con ver el mundo a través de ojos bestiales.
El ambiente vibra con un poder inmenso, nada detendrá al mar de lobos.
Esta mañana me he visto en el espejo, y no me reconozco. Puedo estar soñando. O no. Las puertas de los vecinos se han abierto y he visto como más lobos se unen a la corriente. ¿Por eso es infinita? ¿Porque todo lo que toca, todo lo que seduce, todo aquello que lo observa se convierte en lobo?
No he visto más animales del bosque, nada vivo aparte de los lobos.
Miro la luna, brillante y obscena sobre nuestras cabezas. Quiero gritarle, desgarrar su carne luminosa. Quiero seguir a la manada.
Apenas puedo abrir la puerta, mis manos dejan de serlo, siento el aroma que me atrae... sangre al otro lado del mundo, un mar cálido de aguas rojas.
Miro la luna...
Desde que empezó la marea de lobos no ha dejado de ser luna llena.
Cuando aúllo mi amor por ella comprendo por qué.