Escuer y Bernal

9 de julio de 2009

ÉL Y EL OTRO

Doris Camarena


Así que El Otro agoniza. El médico de sucios anteojos quiere ocultar la noticia tras un susurro ensayado, pero Él lo puede oír y un batallón de hormigas baila en sus labios. Consigue detener a la sonrisa. No es prudente. La esposa de El Otro lo mira mortificada. Las hormigas de la risa taconean con fuerza. Él mantiene los ojos cerrados salvo una pequeña abertura entre los párpados. Comprende que el médico y la esposa esperan que algo impida la muerte de El Otro para que, cuando El Otro hable, Él resulte culpable y sea castigado. Pero han dicho que El Otro agoniza y eso lo hace sentir mejor.


Hizo todo con tanta dedicación. Planeó la muerte amorosamente. Se preguntó una y otra vez cuál sería la forma. Una bala era rápida, pero El Otro se hubiera dado cuenta a tiempo para impedirlo. El Otro lo amenazaba con psiquiatras, clínicas y manicomios que eran cárceles impenetrables. Luego comenzó a drogarlo y cada vez Él tenía menos tiempo y mucha menos libertad.


Así que una bala no podía ser, no podría conseguir una pistola, y una cuerda plantearía el mismo problema. Por otro lado, una caída era fácil pero poco segura. Además, El Otro nunca subía a sitios altos ni azoteas. Era tan cobarde.


Muchas noches Él despertaba pensando en todo eso. Eran despertares fugaces, instantáneos, luego volvía a caer hasta el fondo. Por eso comprendió que lo estaban drogando, y tuvo la idea. En un descuido pudo sorprender a El Otro escondiendo un frasquito en el hueco del botiquín. Por la noche tuvo que esforzarse para permanecer despierto un largo rato. La droga de El Otro lo estaba borrando, desvaneciendo en un sueño plomizo de visiones esféricas, de espejos convexos. Le llevó un tiempo odioso desplazarse hasta el botiquín sin que El Otro despertara.


En el trayecto volvió a verse a sí mismo cuando era niño y El Otro era apenas un pequeño brote, una larva insignificante. En ésa época Él era razonablemente libre: acostumbraba subir a la azotea para ver la punta de la nariz de Dios, o juntaba lombrices cercenadas por la pala del jardinero y las saboreaba para atrapar en su lengua el idioma de los muertos. Aprendió a aguantar la respiración y los latidos hasta lograr fingir una muerte que hubiera engañado a los mismos esqueletos. Se divertía tanto... hasta que comenzaron a mirarlo de manera extraña, a murmurar “loco” cuando Él pasaba arrastrando los pies y jugando al zombie, con las manos y la boca repletos de lodo y los ojos vueltos en un ángulo imposible. Comenzaron los gritos de las criadas cuando encontraban ratas con el cuello roto debajo de los muebles y su padre, “harto de pasar vergüenzas”, desabrochó su cinturón con hebilla de plata y golpeó hasta que las piernas de Él, acalambradas, cedieron y la orina corrió por las llagas arrastrando la sangre. Tal vez de ahí, piensa Él, se alimenta El Otro, del miedo en la orina rojiza y el ardor en las llagas, por eso El Otro creció cobarde. Por eso El Otro se sometió a Papá.


El Otro era siempre el que, luego de los castigos de verdugones rojos en la espalda y las nalgas, volvía, pedía perdón, se arrastraba hasta los tobillos de Papá y le hablaba con asco de Él, le pedía ayuda para hacer que Él despareciera y sólo quedara El Otro.


Pero Él no despareció, pese a que El Otro siguió viviendo de acuerdo a las reglas de la hebilla de Papá y se casó, luego de ganarse a la esposa con besos babosos y débiles que ella agradecía pidiendo regalos estúpidos. Él ya no era libre tampoco. El Otro había logrado controlarlo, lo escondió de todos y sólo desde una rendija le permitía ser testigo de su vida insulsa, de sus jornadas completas sobre un enorme escritorio lleno de cálculos indescifrables, de las noches que desperdiciaba haciendo un amor insípido con la esposa blancuzca y torpe.


Por culpa de El Otro y su cobardía, Él nunca pudo encontrar una mujer para sí mismo, nunca una que hiciera el amor como a él se lo explicaron las lombrices que comía. Ellas lo habían aprendido viendo fornicar a los caracoles en la tierra y eran aquellas unas cópulas en las que se podía ir toda la vida, toda la sangre y quedarse con los ojos escaldados de tanto ver a través de un cuerpo ajeno, de amar su carne dócil y el interno perfume de sus vísceras tibias. Un amor que, de tan verdadero, avanzaba desde el más impalpable roce hasta el despellejamiento.


Muy pocas veces pudo hacerlo de ese modo, y en las contorsiones de las mujeres volvió a ver el vacío de las punta de la nariz de Dios y de las vocales del idioma de los muertos. Y supo que el éxtasis y la agonía son, al final, una misma cosa. Pero siempre terminó descubierto por El Otro que, cobarde, como siempre, lloraba de arrepentimiento y de horror, que arrojaba los cuerpos hermosos de las mujeres en un basurero donde (a Él eso lo torturaba) seguramente las amarían las ratas y los gusanos famélicos.


Luego vinieron las notas en los periódicos: “BRUTAL ASESINATO” “JOVEN MUJER DESOLLADA” “EL CHACAL COBRA OTRA VICTIMA”. A Él le pareció divertido, porque ahora era El Otro, y no Él, quien despertaba gritando cada noche. A partir de entonces fue que El Otro comenzó a drogarlo y lo encarceló en esa celda de sueños de espejo. Ahora esperaba no haber fallado del todo, que El Otro se fuera y lo dejara en paz, como dueño absoluto del cuerpo que le había usurpado sin ninguna vergüenza. Pero eso sería imposible y, visto así, sólo quedaba un camino para liberarse. En eso pensó cuando metía cuidadosamente el puño de pastillas en la boca de El Otro y daba un trago rápido al agua del lavabo.


Una visión esférica le anuncia que el sueño lo estaba derrotando y la voz del médico le dice que está acusado por el homicidio de sí mismo (el médico debe pensar, como todos los demás, que Él y El Otro son una misma persona) y la esposa llora pidiéndole que no muera. –Creo que ha muerto-, dice el médico que lo acusaba hace un minuto. Él ya ni siquiera tiene que aguantar la respiración para convencerlo. La esfera lo hunde, con el retrato de un caracol de labios rojos, pero alcanza a oír que la esposa moquea un poco: -Por favor... no quiero escándalos, ni autopsias... entiérrenlo cuanto antes.


Él termina de hundirse. Está satisfecho.


El Otro despierta, no puede ver. La mano nerviosa busca, tanteando en la oscuridad. Los dedos palpan, identifican, confirman, un quejido de angustia le quita la voz. Recuerda la advertencia del psiquiatra que veía a escondidas: “Tenga cuidado con las pastillas, demasiadas provocan falla respiratoria, como catalepsia ¿entiende?” Obediente, precavido, nunca tomó más de la cantidad indicada. Sin embargo, la mano frenética siente el interior del ataúd, cerrado, bajo tierra.


Mientras, en el rincón más confortable del cerebro, Él –convertido en una astilla brillante- goza, extático, la agonía de El Otro, que aspirando con ansia el último resto de oxígeno, ha comenzado a morir.