Escuer y Bernal

26 de octubre de 2009

24 de octubre de 2009

IRRESISTIBLE

Angélica Santa Olaya


Cuando Laura conoció a Rubén supo que era el hombre con quien debía tener un perro, dos hijitos y una mecedora para arrullar su vejez. En ese orden. Se casaron como era de esperarse. Un día, llegó Memo, con su irresistible sonrisa, a pedir posada por unos meses. Era tan divertido verlo pasearse en calzoncillos por la casa contando chistes y haciendo bromas que Laura se olvidó del perro. Por eso ahora, en el fondo, comprendía por qué Rubén había salido por aquella puerta, junto con Memo, dejándola sola; sin marido, sin hijitos y sin mecedora. Desolada, tomó su bolso y se dirigió a la veterinaria.

URBE

Angélica Santa Olaya


Tiembla, camina y se contonea. Recoge por igual flores y escupitajos que le lanzan al pasar los trashumantes. Esos que al bajar la luna se meten bajo su falda de concreto y esconden la nerviosa risa de los temores. Al amparo de la oscuridad muerden las lentejuelas del negro vestido y recuerdan el olor agrio del pecho que una vez los amamantó. Duermen las farolas y ella se saca de encima a los hijos que salen, pululan y le echan en cara las afiladas uñas y las piernas al aire. Peligrosa, prostituta y dispuesta a todo, ella sonríe en un rojo escarlata y se prepara a envolverlos en sus brazos de carnívora y aromada madreselva. Ella sabe que la luz y la sombra vienen siempre de la mano.

21 de octubre de 2009

COMO BESOS DE SAL EN EL FUEGO

Mónica Sánchez Escuer


La historia que quiero escribir está aquí, regada en la piel, entre mis cejas, en la uña más brillante y clara de mi ojo. Se estrella en mi cráneo como una ecuación irresoluble. Se quiebra. Esconde alguna de sus piezas en la palma de mi mano, en los pellejos de mis dedos. Llevo años buscándola, escribiendo rutas equívocas en cuerpos de otros. Hoy sé que está aquí dentro, en la jaula de mis costillas, palpitando como pájaro en celo sin más alas que las suyas. Y está más abajo, en este saco que nunca ha guardado una vida, que teme secarse, morirse de sed. En este hueco donde el corazón y la carne crecen sin mesura, donde se revientan y sangran las heridas milenarias de todas las mujeres, donde entran y nacen todos los hombres.


En mis cuatro labios, como besos de sal en el fuego, crepitan fragmentos de esta historia que aún no he sabido descifrar.

17 de octubre de 2009

16 de octubre de 2009

6:47

Alejandro Domínguez


Eran las 6:47 de la mañana cuando despertó, como todos los días, inquieto por ese sueño que nunca recordaba. Tardó unos minutos en recomponerse y levantarse del montón de almohadas y cobijas que él llamaba cama. Tomó un trago directamente de la botella de jugo de naranja que había permanecido abierta unos cuantos días. Agarró su bolso y salió del departamento caminando como quien se dirige al teatro cuando la obra empezó hace tres minutos. Era evidente su desesperación, a pesar de que ignoraba hacia donde iba y sabía muy bien que nunca llegaría a ese lugar. Recorrió unas siete cuadras calle abajo hasta encontrarse, como lo hacía todos los días, en aquella esquina de capital importancia para él, pero cuya memoria se estaba borrando a la par de la placa de bronce que describía lo ahí ocurrido una callada mañana. Se sentó a un lado de la placa, sacó un libro de su bolso, lo abrió sin reparar en la página y como si las palabras que ahí se encontraban fueran un presentimiento, leyó lo siguiente: “Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, oprimiendo convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente a los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten ser revelados.” No hubo necesidad de continuar ya que después de haber leído esas líneas día tras día cada una de las palabras contenidas en el texto habían quedado grabadas en su piel a lo largo y ancho de su cuerpo. Se levantó para proseguir su recorrido pero todo comenzó a parecerle un sueño, las calles, los autos, las personas; él mismo se percibió como un sueño, uno cada vez más borroso. Esta sensación le llenó de desesperación y angustia, no era una sensación nueva, sin embargo uno nunca se acostumbra a este tipo de emociones. Comenzó a andar apresuradamente calle arriba mientras todo se desvanecía a su alrededor. El trayecto le resultó sumamente pesado y extenso, lo que hizo que recordara a ese rey de Éfira condenado a empujar una enorme roca cuesta arriba por toda la eternidad como castigo por hacer frente a la muerte y por querer evitar su propia marcha hacia el inframundo. Envuelto en estos pensamientos el hombre se dio cuenta de que había llegado al mismo departamento de donde salía todas las mañanas. Entró de prisa y con la respiración muy agitada y se dejó caer sobre su lecho. Oprimió convulsivamente sus propias manos con el corazón desesperado y apretada la garganta y cerró los ojos.


Eran las 6:47 de la mañana cuando despertó, como todos los días, inquieto por ese sueño que nunca recordaba.

7 de octubre de 2009

HOUDINI

Jorge Márquez

No he logrado abrir ningún candado de mis ataduras, y no puedo dislocar mis miembros para salir por la estrecha escotilla de esta reducida caja fuerte, cuya combinación ignoro. Está dentro de otra caja que tendría primero que abrir, y a su vez... Pero el agua ya me cubre por completo, desde hace dos, tres minutos. La superficie se encuentra, a quince minutos de vigoroso nado, sin contar con las pausas necesarias para la descompresión. En mi pesada caída, debo estar llegando al fondo, donde, si tuviera la remota suerte de salir, un cardumen de hambrientas pirañas venenosas aguarda mi supuesto escape. Pero todo lo tengo fríamente calculado para huir vivo de los múltiples encierros y amenazas: escapar de este cuento...

BERETTA

Martha Eugenia Colunga Bernal


Si me pidieran describir en pocas palabras a mi mejor amiga; diría que es fiel, sedante y letal.


Letal porque esa es, precisamente, su función; sus demás cualidades las ha demostrado a lo largo de muchos años. Mi padre la tuvo desde nueva y yo la heredé en 1980; así que, prácticamente, es parte de la familia. Resulta tranquilizador saber que descansa en la almohada contigua, velando mi sueño y que lo primero que veré cada tarde al despertar, será su larga y oscura boca, en donde discretamente ella guarda pequeñas gotas de la sangre de Julián, Pedro, Santiago, Alejandro…


Desde hace catorce años, cuando Julián amenazó con abandonarme, agregué un ritual más a mi rutina casera. De madrugada, cuando cierra el bar y regreso a casa; después de la última cerveza que tomo mientras me desmaquillo y preparo para dormir, saco a Bere de mi bolsa, limpio con cariño su culata con incrustaciones de concha nácar; aceito y acaricio, casi con lujuria, su larga y negra corredera, cada “click” que hace al deslizarla me suena como un beso tronado. Cuido que su piel de acero quede brillante, libre de huellas, polvo y grasa; verifico que su cargador de 10 tiros esté completo y marco con un beso carmesí, la primera hermosa bala de 9 mm que estará en la recámara. La amartillo, le quito el seguro y, para demostrarle que la lealtad es mutua, la beso devota y largamente en la boca, para después acomodarla en la almohada izquierda de mi cama, a la altura de mi cabeza.


Si algún hombre quiere pasar la noche conmigo, tiene que ganarse primero la confianza de Bere. Ella sólo mata a los traicioneros.




LA ÚLTIMA PERSECUCIÓN

Paloma Zubieta López


No quiere cerrar los ojos porque sabe que vendrán por él, aunque ahora el cansancio cae sobre sus párpados y poco a poco, el cuerpo se relaja. Un crujido de madera lo espabila; como resorte salta de la cama y se asoma al pasillo. Todo está en orden, sólo fue su imaginación. Otro ruido y ya quiere mirar de nuevo; esta vez los ve acercarse entre las sombras; retrocede aterrado y cierra con llave la puerta. ¿Podrá detenerlos? Tiene que intentarlo. Se queda inmóvil en el centro de la habitación, sendas gotas de sudor le empapan la camisa. Un resplandor ilumina el marco de la puerta. Luego, el picaporte se mueve violento y como presa acorralada, se acuclilla en un rincón. Con un terrible estruendo, la puerta se viene abajo mientras él da un alarido. Cuando entraron, el cuerpo yacía en el suelo. La nota en el periódico argumenta que la cuadrilla de desalojo tenía permiso para invadir el domicilio, aunque eran otros los que él supuso que llegaban.

1 de octubre de 2009

SUEÑO 24092009

Ricardo Bernal

Sé que estoy en un sótano, aunque no veo nada. Poco a poco, una penumbra verde invade el lugar y puedo distinguir el sitio: estoy rodeado de cachivaches, barriles, tablas, mapas, enseres de cobre. La luz entra por unas claraboyas como de barco y al acercarme a una de ellas veo que las paredes están hechas de caracoles, cangrejos, ciempiés y otros bicharracos que se retuercen. Huele a mar. Junto a mí está mi perra Lolita (a veces, cuando no puedo dormir por exceso de perros, de calor, o porque Doris ronca, me voy al otro cuarto, generalmente me acompañan uno o dos perros: la noche del sueño Lolita dormía ovillada junto a mis rodillas). De pronto siento la presencia de un extraño, un anfitrión. La penumbra se aclara un poco y puedo distinguirlo: está de pie. Es parecido a un tiburón martillo, pero su cabeza no tiene forma de “T” sino de “Y”. Usa un elegante traje rojo, corbata de moño, mancuernillas. Habla con voz sonora, y aunque no escucho las palabras con claridad, sé lo que va diciendo, son explicaciones doctísimas sobre el universo. De sus mangas sobresalen aletas, trato de verle los pies pero está muy oscuro, intuyo que también son aletas y me da miedo. El personaje oprime una de sus mancuernillas y un cono de luz alumbra una escalera, entonces descubro que estoy en una versión alternativa de El Aleph y que mi anfitrión es en realidad Borges, quien quedó atrapado en el cuento y necesitaba que alguien (yo) llegara a reemplazarlo para que él pudiera escaparse. Sin embargo, con la lógica de todo buen sueño, ambos subimos ceremoniosamente por la escalera tomados del brazo. Aquí comienza la segunda parte: Lolita desaparece y, conforme subimos, mi anfitrión se va borrando como un holograma mientras yo me adentro en el mundo de allá arriba. Estoy en una ciudad de prismas llena de fantasmagóricas luces verdes, rosas y naranjas. Todo es muy hippie: suena una música que me remite a los Beatles, a Klaatu, a soles rimbombantes, morsas y alicias vestidas de azul (el día anterior al sueño, me pasé muchas horas poniendo discos de una banda setentera llamada Stackridge, y que precisamente producía George Martin, el verdadero “quinto beatle”). No veo a nadie pero hay la sensación de mucho movimiento, intuyo frenéticas maquinarias blandas detrás de las paredes. En el cielo hay aviones de caricatura, rehiletes; en los edificios se abren ventanas por donde salen carcajadas y chasquidos. Modulo los ojos (un recurso muy útil en los sueños para poder “ver”) y veo que por las calles circulan algunos personajes. Asombrado, descubro que son mis amigos facebook: Ivett, Aldán, Libia Brenda, Asiain, Josman, Mónica Escuer, Paola Cescon… van caminando muy concentrados en su propia existencia y no puedo comunicarme con ellos pues sé que su percepción es diferente a la mía. Ellos tampoco pueden verme. Las calles comienzan a llenarse, llegan otros, y todos son de distintos tamaños; los más grandes se mueven en cámara lenta, los más pequeños son como pollos prehistóricos y corren rapidísimo, picoteando y saltando. A lo lejos, en una de las esquinas, hay un tanque de guerra estacionado; modulo los ojos: descubro que es un enorme pie metido en un guarache. El pie pertenece a Miguel Cane, quien es una especie de King Kong recargado plácidamente en uno de los edificios: viste una toga romana y está fumándose un puro. Él es el único que me ve, sonriente. Se agacha, y detrás de su cabezota está el sol: es un letrero azul que dice TWITTER (la noche anterior al sueño fue la primera vez que escribí en el twitter). De pronto todo cambia: estoy en el mismo lugar, pero ya no hay nadie y la ciudad ha desaparecido. Puedo apreciar como eran las cosas antes de que todo comenzara; me da un poco de miedo. La música también se ha ido y lo único que veo son praderas, veredas, uno que otro bosquecillo lejano. De un arbusto sale un niño muy pequeño, se parece a Spanky el personaje de La pandilla, y está vestido de marinerito. Jala un carro rojo repleto de juguetes, pelotas, una guitarra mexicana. Cuando está junto a mí, me mira y en ese momento sé que es Cosme Álvarez: tiene cientos de etiquetas de colores pegadas en los brazos regordetes. Del carrito saca una caja de cerillos, la sacude y me la da. Abro la caja, está llena de etiquetas redondas. Sin hablar, Cosme me dice que me las pegue en los brazos; cuando lo hago, descubro que son accesos directos, y que al oprimirlos con el dedo puedo abrir realidades paralelas. En ese momento sé que soy “un iniciado”, y que a partir de esta revelación me toca ir viajando por el laberinto de realidades para saber a dónde se fueron todos. Despierto.

15 de septiembre de 2009

ENTROPÍA

Arturo Villalobos


Hasta el momento encuentro imposible vencer la escandalosa propensión de las cosas a enredarse. Abro un cajón de calcetines y necesitaré de una paciencia meticulosa para dar con un par aceptable como si pescara en río revuelto, pero peor sucede con el cajón de conexiones cuando busco unos audífonos o un enchufe. Un denso arbusto de cables, aislante y tornillos se desborda apenas abro el cajón, por lo que busco a toda prisa el dispositivo necesario, si es que aún existe y no ha sido engullido por la maraña.


Al principio pensaba que el enredo se restringiría a los cajones y le dejaba reinar en esos espacios tan poco probables de exponerse a la vista ajena. Pero he ido notando que la cocina ha empezado a enredarse justo en la región del fregadero, oponiéndome un desorden tenaz de platos mezclándose con cubiertos, en aleaciones difíciles de quebrar, y comida saturada de agua que se aferra con patitas vegetales y excrecencias parásitas al fondo del sumidero. Pierdo la paciencia con esta casa que se me va enredando, sobre todo cuando duermo y las colchas se trenzan en luchas silenciosas de las que me zafo avanzada la mañana. Tampoco insisto ya en reordenar los muebles de sala.


Es de noche y pronto saldré a las calles del centro que ya sufren cierta curvatura insinuada, aunque nadie me haga caso cuando la denuncio. No entienden que al paso de los años las calles comenzarán a enredarse entre sí, como una pantagruélica telaraña de luces y asfalto, hasta que los autos ya no sepan hacia dónde correr sin encontrarse con sus propios accidentes futuros o con pasadas correrías. Ahora mismo salgo al jardín esperando no encontrarme en el balcón o en otro momento que ya viví dentro de la casa o conmigo mismo dentro de unos días.


Permito que el enredo vaya extendiendo su maleza por el mundo, que contamine el río del tiempo con turbulencias y remolinos, renuncio a pelearle y me dejo llevar por la corriente con la esperanza de algún día volver a lo que era mi casa, si es que ella misma no es tragada por completo, si es que entonces no he olvidado cómo distinguir una casa de otra.

8 de septiembre de 2009

REINALDA

Mónica Sánchez Escuer


Estaba borracha, pero nadie lo notó. Reinalda tiene el don de fundirse con el ambiente y no ser vista, pasar de largo sin que nadie la vea trastabillar, despeinarse o maldecir al mesero. Por eso todos la recuerdan dulce y serena en las fiestas. Como un mantel que combina con las cortinas y el tapiz claro de las sillas: un mantel discreto que no compite con las formas audaces de una vajilla sueca ni con los colores vivos de los platillos gourmet.


Esa noche Aldo cantó milongas. A saber por qué. Desde la silla barcelona, orgullo de Margot, Reinalda parecía escuchar tangos con la mirada ida y el cuerpo suelto. Tan suelto, que daba la sensación de haber sido abandonado, puesto ahí como por descuido por el mismísimo Mies van der Rohe en los años treinta. Sí, ella iba bien con la silla, con los tangos. Pero no con Aldo ni sus milongas. Alguna vez él me dijo que Reinalda le remitía a otra época, tal vez por el arco de sus cejas o su voz tenue y acompasada como la que imaginaba en las actrices del cine mudo. Me molestó más que el comentario, el tono engreído de quien se sabe admirado y desdeña a su admiradora, pero no le dije nada. Ni a ella tampoco. Para qué. Los dos nunca serían una sola historia. Y menos después de esa noche.


No supe en qué momento llegó tanta gente a casa de Margot: la reunión se hizo fiesta y todos terminaron bailando en la terraza. Aldo, besando a una jovencita que nadie conocía. Cerca de la una, me encontré a Reinalda en la puerta del baño: no entraba ni salía de él. Me estoy muriendo, me dijo, como decir la hora o el clima. Sólo estás borracha, le dije apartándola de la puerta. No, de verdad... Se dio la media vuelta. ...Me muero. La vi caminar deteniéndose de la pared, de las espaldas y hombros de algunos invitados. Me tranquilicé al verla subir a un taxi.


Al día siguiente la llamé pero su teléfono estaba suspendido. El celular, fuera de servicio. Después de tres cafés y una aspirina, caí en la cuenta de que ella no estaba en condiciones de llamar un taxi. Ninguno de los amigos hizo la llamada ni la vio partir. Ni siquiera recuerdan haberla visto en la fiesta.


Su departamento está vacío desde hace meses, me dijo la portera.


Cuando la platiqué a Margot con detalle lo sucedido se sorprendió: ¿Borracha? ¿Reinalda? No, eso es imposible. Seguramente eras tú quien se había tomado más de seis tequilas.

31 de agosto de 2009

EL COHETE ESPACIAL

Guillermo Samperio


El hombre estaba detenido en el centro del puente de Insurgentes; en su cabeza había construido una brújula imposible, útil nada más para el hombre, aunque creyera compartirla con el mundo, no sabía si mirar hacia el oriente o hacia el poniente.


Se decidió por lo primero y el aire removía las solapas de su saco como si llevara un nido de gorriones inquietos; miró la torre de relaciones exteriores pero, en su lugar, vio un cohete espacial; cuando la nave despegaba y hacía temblar la ciudad de México, el hombre pensó que sus psiquiatras eran unos hijos de puta.


Los automóviles, los camiones de redilas y los microbuses pasaban a sus espaldas y a veces le hacían perder la vertical; bueno, también pasaban tráileres y motocicletas y microautos de la nueva moda.


De pronto, sintió que los temblores del cohete espacial se detenían y de todos modos insultó a los médicos y recordó su cuarto en el hospital psiquiátrico y su memoria le trajo a la mujer sin cabellos; bajo la bata blanca ella era linda, maniquí hermoso, pálido.


Su brújula imposible se deshizo y vinieron a su mente las piernas de ella; decidió regresar hacia el sur, atravesaría media ciudad y llegaría al nosocomio como cualquier visitante o familiar.


Con el esmoquin que traía puesto y su sombrero hongo nadie lo reconocería y lo tomarían por el dueño del hospital; cuando terminaba de bajar el puente y casi lo atropella un auto, unos policías vestidos de bata blanca le pusieron una camisa de fuerza.


Aunque repitió que lo estaban confundiendo, lo subieron a una ambulancia; de cualquier manera, se dijo, raptaré a la maniquí y despediré a estos imbéciles y dejaré salir a todos mis amigos, qué caray.

26 de agosto de 2009

MAR ADENTRO

Sandra Huerta

El atardecer será hermoso: lo intuyes porque huele a coco y a aire tranquilo. Se acerca sobre el horizonte impasible, sin fiesta ni amenza. El sol comienza a declinar con los colores que sueñas a veces.

Miras hacia abajo buscándote los pies y los ves impregnar su forma desnuda en la arena recién alisada. Y es como si fueran los pies de otro, o cosas o entes voluntariosos que horadan con fuerza la playa que se rebela erizando delicados aguijones.

El cielo es espeso, casi puedes sentirlo. Debes estar bien dormido.

La playa parece indomable hasta que con un siseo se retrae un par de metros bajo la espuma. Te detienes a observar las olas, ese milagro tantos millones de eternidades repetido.

Muchos tús de colores, edades y formas diversas se detienen también; se sientan o se arrodillan, atraídos por la peculiar dulzura del momento; comentan que si los colores, que si las nubes, que si este silencio tan raro; te recuerdan otros sueños con otros muchos tús recordando, extrañados, otros sueños.

Por momentos dudas si estás despierto, porque no sabes a qué hora te quedaste dormido. Pero las cosas, la luz, la vibración que te rodea; entonces intuyes que un suceso se aproxima.

La lenta sensación es de opresión en el pecho, de carga en los hombros, de respiración entrecortada. El tiempo se estira; hay un zumbido o un rumor que se acerca. Todo es tan claro, tan terriblemente vívido; qué bueno que sabes que estás soñando.

La playa se agranda hacia el horizonte y los otros celebran ese otro milagro, aplauden, corean, aguantan la respiración, atentos a lo que de pronto ya no es mar sino desierto. El cielo se oscurece, retumba muy lejos; lo que viene no pude ser bueno.

El mar retrocede formando un vacío.

Tus pies, antes como de otro, recobran el juicio y su sentido de pertenencia. Quieren correr. Y corren ellos contigo encima, respondiendo al instinto; dan la espalda a la maravilla que está por suceder y de la que confías que ya darán cuenta otros tús que no son tú, porque no quieres ver, no quieres saber. Algo está comenzando a pasar y con tus sentidos aguzados por la inminencia de la fatalidad, lo único que quieres es despertar de esta tonta pesadilla.

El estruendo es igual que un rugido o que un trueno y muy pronto te alcanza; el frío y la sal en la garganta toman por asalto tu incosciente. Todo es azul y verde. Luego gris y marrón. Silencio de nuevo. Ya no sabes de qué color es la tarde, a qué huele, si es espesa. El mar se te mete por los ojos y por las orejas, la playa está arriba y abajo. Ves pasar cosas que no quieres saber qué son. Qué están profetizando estas imágenes, qué fórmula les va a encontrar el terapeuta.

De pronto todo razonamiento se diluye y se convierte en el deseo de un asidero, porque irte no quieres pero tampoco quieres estar ahí, dentro de ese terrible milagro del que por poco y te escapas. Hay que encontrarle significado a esto, algo pasa con tu mente. Sueños así no son normales. Pero ya no hay nada. Está oscuro. Te quieres dormir.

Y en ese instante descubres que, en realidad, estabas despierto.

22 de agosto de 2009

EL BAÚL

Ricardo Bernal


Pasé casi toda mi infancia metido en tu baúl. Un baúl de gruesas paredes, cerrado siempre con el candado parlante que ahuyentaba a los intrusos.


A veces la lluvia entraba por las ventanas y sus pies de humedad pisoteaban todos mis huesos. Adentro del baúl, la oscuridad y el silencio formaban una extraña alianza de actores verdugos, interpretando cada noche el Juicio Final.


Recuerdo al laborioso pueblo de polillas que compartía conmigo esas residencias: sus innumerables alas y hocicos recorrían mi cara y los dedos de mis pies; incluso algunas, las más osadas, se arrastraban despacio por el pozo seco de mi garganta, dejándome completamente mudo y haciendo que los engranajes de la memoria se fueran oxidando poco a poco.


Recuerdo que cada jueves, muy temprano, abrías el candado y me sacabas del baúl. Me arrullabas entre tus tentáculos diciendo: "Ya, mi dulce niñito; ya, mi pequeño bebé". Yo miraba incrédulo la lepra de tu rostro, y bajo el brillo hipnótico de tu mirada se despertaba en mis adentros ese amor que sólo conocen los perros y las víctimas.


"Bebito, bebito de azúcar y miel... aliméntame pequeñito", decías, y tus negros colmillos se clavaban en mi cráneo para absorber lo poco que ahí quedaba. Luego me llevabas arrastrando hasta el ropero, abrías sus pesadas puertas y sacabas un frasco azul lleno de pájaros líquidos. Me dabas a beber de esa sustancia y a los pocos minutos mi alma caía en un letargo de sueños crípticos y descabellados.


Soñaba, por ejemplo, que iba a la escuela y jugaba con los otros niños; soñaba con un zoológico de jirafas alargadas y viejitos vendiendo globos; soñaba con una fiesta de cumpleaños y un pastel de fresas en medio de la mesa.


Pero siempre despertaba, y entonces eras para mí la misma mosca pegajosa amamantando a sus criaturas, o un gran sapo crucificado, todo cubierto de llagas.


El día que cumplí siete años cayó en jueves. Estuve esperándote desde la madrugada, trataba de no respirar para oír el eco de tus pasos en alguna de las galerías. Conté las horas, los días, las semanas... pero tú nunca llegaste. Volví a quedarme dormido, aunque esta vez no soñé nada. Cuando desperté, el baúl estaba abierto y un olor nauseabundo revoloteaba en el aire. Te busqué de habitación en habitación hasta toparme con la última puerta, la que da a los jardines y a tu cementerio de muñecas; la abrí despacio: entre bracitos, cabecitas y piernitas de plástico, tu cuerpo se descomponía.


Desde entonces soy el único habitante de esta casa. Aunque sé que muy pronto, cualquier jueves, un nuevo bebé nacerá en tu viejo baúl, y sus sueños serán mi alimento durante toda la vida.

EL RESCATE

Gilda Manso

Quería suicidarse, y por eso se paró al borde del precipicio. El mundo es injusto conmigo, se dijo a modo de excusa, sin pensar que absolutamente todo es injusto para alguien, y en medio de lo que sería su último llanto se gritó ¡Te odio!, como si se estuviera mirando en un espejo. Segundos después, ya con un pie en el aire, el eco le contestó ¡Te amo!, y él quedó suspendido entre la vida y la muerte, porque la duda se había desplegado como un puente. Con la garganta tapiada de lágrimas dio un paso atrás y luego otro y se fue a su casa acompañado por su instinto de supervivencia, que siempre tuvo la palabra justa.

20 de agosto de 2009

TERAPIA

Nina Femat


El sábado, el sicólogo me da de alta después de años de terapias, profundos análisis, catarsis y demás. Por fin soy una persona normal, ecuánime, responsable, sexualmente equilibrada, estoy lista para enfrentar cualquier problema que se me presente. El domingo, muy temprano camino por la calle solitaria, según mis libros de autoayuda este es el primer día del resto de mi vida. En esas voy cuando un tipo gordo y desagradable me aborda, me pregunta tonterías, me sigue, me dice piropos obscenos. Lo ignoro, sigo caminando, el tipo cada vez más cerca, doy vuelta en un callejón y todo oscurece….


Mientras me limpio la sangre de la boca con el dorso de la mano, reconozco que el sicólogo es un profesional y supo hacer bien su trabajo.

AMNESIA

Nina Femat


La oficina está vacía. Nadie sabe que me escondí en el baño y esperé a que se fueran. Nadie sabe que me robé las llaves y ahora puedo abrir cajones ajenos y enterarme de secretitos. Primero, claro, el cajón de mi jefe: hasta arriba un sobre cerrado, me lo llevo. Luego los escritorios de mis compañeros: en todos encuentro sobres amarillos, sospechosamente cerrados. ¿Lo demás? engrapadoras, clips, lápices, aburridos objetos de oficina. Salgo sigilosa, abrazando los sobres, mi corazón late veloz. Un taxi me lleva a casa.


Son 137 fotos en total, en todas aparezco yo, yo pintarrajeada como payaso, bailando en bikini y con casco de vikingo, hurgándome la nariz, disfrazada de gatúbela, haciendo señas obscenas… No recuerdo nada.


Comienzo a redactar mi carta de renuncia.

17 de agosto de 2009

CINERIZOMA

Arturo Villalobos


¿Cuál sala de proyección había que elegir? ¿Cuál era la precisa, aquélla que después de tantas elecciones aproximativas, por regla general erróneas, le acercaría a la sala donde se proyectaba la escena resolutiva del enigma, como un haz de luz desintegrando una sombra central en el fondo del corredor? Había dejado atrás una sala donde se proyectaban unas vacaciones a los siete años de edad. Luego otra donde daban una aventura romántica a los doce. En otra proyectaban la semana anterior a su muerte imaginada. Algunos filmes no se distinguían de tan borrosos que habían quedado. Otros lucían la nitidez gris de la vida cotidiana. En otros había colores y matices que irradiaban la luz sobrenatural de los sueños lúcidos. Los cartelones no engañaban, se proyectaba lo que anunciaban en cada sala, pero el problema continuaba siendo cómo tomar una decisión, hacia dónde dirigir la vista: ¿La boda o el divorcio? ¿El triunfo escolar o la derrota en el deporte? ¿La rutina de los días o la visita trivial a unas amistades? ¿El suicidio de un amigo o la primera aventura sexual? ¿La muerte de la madre o el extravío en el bosque?


Por más que había buscado las claves perdidas, los sucesos cruciales, los diálogos decisivos, los estropicios comparables a fichas de dominó tirando las siguientes, nada había logrado encontrar que de alguna manera no revelara su vacío final de sentido, su inconexión aparente con secuencias donde el azar dominaba o los puntos suspensivos que demandaban seguir buscando. Por ello continuaba en ese corredor con salas de proyección a cada lado, un corredor que se extendía hacia delante y hacia atrás sin final y, sin embargo, sabía que no podía ser infinito. Al menos, implicaba una esperanza. Mientras fumaba un cigarrillo, reflexionaba en cuál sala entraría. Una vez más tendría que tomar una decisión de la cual no habría necesidad de arrepentirse, pues había sospechado que todas resultaban equivocadas al fin y al cabo.


—Ya va a empezar la función —le urge su esposa.

—¿Podría describir a su mejor amigo? —pregunta el psicoanalista.

—Estamos todos aquí reunidos en esta hora de duelo para recordar… comienza su discurso el sacerdote enterrador.


Apaga su cigarrillo en la palma de la mano, porque sólo así las voces se acallarán, y penetra a la penumbra de la sala cinematográfica como si cruzara el pasillo de un desfiladero.


15 de agosto de 2009

EL CASCABELEO

Guillermo Samperio


Fue cayendo la oscuridad sobre la cama; la lentitud del transcurrir no le daba abrigo a Esther. Mientras miraba la silueta plomiza de su florero con flores de plástico, recordó que su cofia, la azul marino, rodó por la cuneta, perdiéndose entre la hierba extremosa, en el lugar exacto donde un camión de pasajeros se había volcado pocos meses atrás y le tocó ver cuerpos que habían salido volando por las ventanillas, algunos suspendidos de los árboles.


Mientras palpaba la colcha y la oscuridad era arcilla densa sobre su cuerpo, los sucesos de hacía quizás una hora, a una cuadra de su casa (las palabras brutales del hombrón, el manoseo y la risa de los amigos, el grupo que acostumbra beber cerveza en ese sitio), le parecieron un fugaz video de los que te encuentras, de pronto, en Internet.


El retumbar del Rinoceronte, como le apodaban al mayor de los hijos del don Sebastián, le encendió la angustia como una corriente que le cascabeleaba hasta lo más profundo de su ser. De pronto, el cansancio se desperdigó por su cuerpo, tiró los zapatos a un lado de la cama y se desvistió sin levantarse, quedándose en fondo. Y empezó a cerrar los ojos.


Un sonido de leves pisadas sobre piedritas, afuera de su casa, fue el enlace para intensificar ese hondo cascabeleo. Girando un poco, abrió el cajón del buró y tomó a tientas la lámpara sorda, la encendió y el haz de luz pegó en el espejo, reproduciendo la arquitectura modesta que la rodeaba, los cuartos que su padre le heredara. Siempre le había gustado ese lugar porque desde allí podía ver las tonalidades amarillas y rojizas de su pueblo, las frondas de los abedules y los montes más al fondo; al ver el humo que salía de algunas casas para fundirse con la nubes, recordaba las figuras que su padre le descubría en el cielo. Y también le gustaban los atardeceres mandarina de los sábados.


Movió la lámpara hacia la cajonera, donde guardaba todo y era el mueble más pesado. Pensó que si lograba impulsarlo hasta la puerta de entrada, tal vez el cascabeleo intenso de angustia se apagara de pronto y pudiera dormir de un tirón, pues ya había llegado tarde dos días a su trabajo en esta quincena; si se le juntaban tres, le descontarían el pago de un día.


Lo siguió empujando poco a poco, llegó hasta la línea vertical de las bisagras de la puerta; lo empezó a girar para que estuviera tapando toda la entrada, incluida la sección de la cerradura y el seguro. Estaba a unos diez centímetros de apoyarlo en definitiva cuando el lomo del Rinoceronte pegó en el centro de la puerta. Ella siguió empujando, sudorosa, desesperada, con los pies descalzos resbalándosele sentía como si se le hubiera atorado un tejocote en la garganta; entonces, vino el segundo impulso de lomo del Rinoceronte que cuarteó la puerta por el centro y luego el tercero que partió en dos la puerta.


El hombrón se subió sobre la cómoda; Yolanda lo golpeó con la lámpara varias veces en las espinillas. Pero no puedo evitar que el Rinoceronte diera un brinco junto a ella, tomándola por detrás y tirándola al suelo, arrimándole sin compasión el cuerno entre las nalgas. “Así va a ser cada noche, cabrona; este culito va a ser para mí”. Yolanda guardó silencio porque sabía que nadie vendría a auxiliarla, alargó el brazo hasta el segundo cajón de abajo de la cómoda y rebuscó entre las cosas; le pidió al Rinoceronte que le diera por delante. “Así me gusta”, dijo él, “que te me pongas mansita; ándale voltéate”. Cuando él se hincó para meterle su cornamenta por delante, Yolanda tomó impulso con el brazo izquierdo, empuñando un martillo que había sacado del cajón de abajo donde su padre guardaba la herramienta y le dio el primer martillazo en medio de los ojos, hundiéndole el cráneo. Los otros 27 martillazos, según informó la prensa y el Ministerio Público, se los dio por dárselos, “para que no pudiera ni resucitar”, declaró Yolanda a los reporteros.