Guillermo Samperio
El hombre estaba detenido en el centro del puente de Insurgentes; en su cabeza había construido una brújula imposible, útil nada más para el hombre, aunque creyera compartirla con el mundo, no sabía si mirar hacia el oriente o hacia el poniente.
Se decidió por lo primero y el aire removía las solapas de su saco como si llevara un nido de gorriones inquietos; miró la torre de relaciones exteriores pero, en su lugar, vio un cohete espacial; cuando la nave despegaba y hacía temblar la ciudad de México, el hombre pensó que sus psiquiatras eran unos hijos de puta.
Los automóviles, los camiones de redilas y los microbuses pasaban a sus espaldas y a veces le hacían perder la vertical; bueno, también pasaban tráileres y motocicletas y microautos de la nueva moda.
De pronto, sintió que los temblores del cohete espacial se detenían y de todos modos insultó a los médicos y recordó su cuarto en el hospital psiquiátrico y su memoria le trajo a la mujer sin cabellos; bajo la bata blanca ella era linda, maniquí hermoso, pálido.
Su brújula imposible se deshizo y vinieron a su mente las piernas de ella; decidió regresar hacia el sur, atravesaría media ciudad y llegaría al nosocomio como cualquier visitante o familiar.
Con el esmoquin que traía puesto y su sombrero hongo nadie lo reconocería y lo tomarían por el dueño del hospital; cuando terminaba de bajar el puente y casi lo atropella un auto, unos policías vestidos de bata blanca le pusieron una camisa de fuerza.
Aunque repitió que lo estaban confundiendo, lo subieron a una ambulancia; de cualquier manera, se dijo, raptaré a la maniquí y despediré a estos imbéciles y dejaré salir a todos mis amigos, qué caray.