El atardecer será hermoso: lo intuyes porque huele a coco y a aire tranquilo. Se acerca sobre el horizonte impasible, sin fiesta ni amenza. El sol comienza a declinar con los colores que sueñas a veces.
Miras hacia abajo buscándote los pies y los ves impregnar su forma desnuda en la arena recién alisada. Y es como si fueran los pies de otro, o cosas o entes voluntariosos que horadan con fuerza la playa que se rebela erizando delicados aguijones.
El cielo es espeso, casi puedes sentirlo. Debes estar bien dormido.
La playa parece indomable hasta que con un siseo se retrae un par de metros bajo la espuma. Te detienes a observar las olas, ese milagro tantos millones de eternidades repetido.
Muchos tús de colores, edades y formas diversas se detienen también; se sientan o se arrodillan, atraídos por la peculiar dulzura del momento; comentan que si los colores, que si las nubes, que si este silencio tan raro; te recuerdan otros sueños con otros muchos tús recordando, extrañados, otros sueños.
Por momentos dudas si estás despierto, porque no sabes a qué hora te quedaste dormido. Pero las cosas, la luz, la vibración que te rodea; entonces intuyes que un suceso se aproxima.
La lenta sensación es de opresión en el pecho, de carga en los hombros, de respiración entrecortada. El tiempo se estira; hay un zumbido o un rumor que se acerca. Todo es tan claro, tan terriblemente vívido; qué bueno que sabes que estás soñando.
La playa se agranda hacia el horizonte y los otros celebran ese otro milagro, aplauden, corean, aguantan la respiración, atentos a lo que de pronto ya no es mar sino desierto. El cielo se oscurece, retumba muy lejos; lo que viene no pude ser bueno.
El mar retrocede formando un vacío.
Tus pies, antes como de otro, recobran el juicio y su sentido de pertenencia. Quieren correr. Y corren ellos contigo encima, respondiendo al instinto; dan la espalda a la maravilla que está por suceder y de la que confías que ya darán cuenta otros tús que no son tú, porque no quieres ver, no quieres saber. Algo está comenzando a pasar y con tus sentidos aguzados por la inminencia de la fatalidad, lo único que quieres es despertar de esta tonta pesadilla.
El estruendo es igual que un rugido o que un trueno y muy pronto te alcanza; el frío y la sal en la garganta toman por asalto tu incosciente. Todo es azul y verde. Luego gris y marrón. Silencio de nuevo. Ya no sabes de qué color es la tarde, a qué huele, si es espesa. El mar se te mete por los ojos y por las orejas, la playa está arriba y abajo. Ves pasar cosas que no quieres saber qué son. Qué están profetizando estas imágenes, qué fórmula les va a encontrar el terapeuta.
De pronto todo razonamiento se diluye y se convierte en el deseo de un asidero, porque irte no quieres pero tampoco quieres estar ahí, dentro de ese terrible milagro del que por poco y te escapas. Hay que encontrarle significado a esto, algo pasa con tu mente. Sueños así no son normales. Pero ya no hay nada. Está oscuro. Te quieres dormir.
Y en ese instante descubres que, en realidad, estabas despierto.