Guillermo Samperio
Fue cayendo la oscuridad sobre la cama; la lentitud del transcurrir no le daba abrigo a Esther. Mientras miraba la silueta plomiza de su florero con flores de plástico, recordó que su cofia, la azul marino, rodó por la cuneta, perdiéndose entre la hierba extremosa, en el lugar exacto donde un camión de pasajeros se había volcado pocos meses atrás y le tocó ver cuerpos que habían salido volando por las ventanillas, algunos suspendidos de los árboles.
Mientras palpaba la colcha y la oscuridad era arcilla densa sobre su cuerpo, los sucesos de hacía quizás una hora, a una cuadra de su casa (las palabras brutales del hombrón, el manoseo y la risa de los amigos, el grupo que acostumbra beber cerveza en ese sitio), le parecieron un fugaz video de los que te encuentras, de pronto, en Internet.
El retumbar del Rinoceronte, como le apodaban al mayor de los hijos del don Sebastián, le encendió la angustia como una corriente que le cascabeleaba hasta lo más profundo de su ser. De pronto, el cansancio se desperdigó por su cuerpo, tiró los zapatos a un lado de la cama y se desvistió sin levantarse, quedándose en fondo. Y empezó a cerrar los ojos.
Un sonido de leves pisadas sobre piedritas, afuera de su casa, fue el enlace para intensificar ese hondo cascabeleo. Girando un poco, abrió el cajón del buró y tomó a tientas la lámpara sorda, la encendió y el haz de luz pegó en el espejo, reproduciendo la arquitectura modesta que la rodeaba, los cuartos que su padre le heredara. Siempre le había gustado ese lugar porque desde allí podía ver las tonalidades amarillas y rojizas de su pueblo, las frondas de los abedules y los montes más al fondo; al ver el humo que salía de algunas casas para fundirse con la nubes, recordaba las figuras que su padre le descubría en el cielo. Y también le gustaban los atardeceres mandarina de los sábados.
Movió la lámpara hacia la cajonera, donde guardaba todo y era el mueble más pesado. Pensó que si lograba impulsarlo hasta la puerta de entrada, tal vez el cascabeleo intenso de angustia se apagara de pronto y pudiera dormir de un tirón, pues ya había llegado tarde dos días a su trabajo en esta quincena; si se le juntaban tres, le descontarían el pago de un día.
Lo siguió empujando poco a poco, llegó hasta la línea vertical de las bisagras de la puerta; lo empezó a girar para que estuviera tapando toda la entrada, incluida la sección de la cerradura y el seguro. Estaba a unos diez centímetros de apoyarlo en definitiva cuando el lomo del Rinoceronte pegó en el centro de la puerta. Ella siguió empujando, sudorosa, desesperada, con los pies descalzos resbalándosele sentía como si se le hubiera atorado un tejocote en la garganta; entonces, vino el segundo impulso de lomo del Rinoceronte que cuarteó la puerta por el centro y luego el tercero que partió en dos la puerta.
El hombrón se subió sobre la cómoda; Yolanda lo golpeó con la lámpara varias veces en las espinillas. Pero no puedo evitar que el Rinoceronte diera un brinco junto a ella, tomándola por detrás y tirándola al suelo, arrimándole sin compasión el cuerno entre las nalgas. “Así va a ser cada noche, cabrona; este culito va a ser para mí”. Yolanda guardó silencio porque sabía que nadie vendría a auxiliarla, alargó el brazo hasta el segundo cajón de abajo de la cómoda y rebuscó entre las cosas; le pidió al Rinoceronte que le diera por delante. “Así me gusta”, dijo él, “que te me pongas mansita; ándale voltéate”. Cuando él se hincó para meterle su cornamenta por delante, Yolanda tomó impulso con el brazo izquierdo, empuñando un martillo que había sacado del cajón de abajo donde su padre guardaba la herramienta y le dio el primer martillazo en medio de los ojos, hundiéndole el cráneo. Los otros 27 martillazos, según informó la prensa y el Ministerio Público, se los dio por dárselos, “para que no pudiera ni resucitar”, declaró Yolanda a los reporteros.