Escuer y Bernal

14 de noviembre de 2011

SILENCIO

Brenda Artigas


El silbido de la tetera rompió la cotidianidad albergada en las cortinas de la habitación. Habían dejado sus cosas en orden: sólo se podía sentir el caminar de las historias que tantas veces ocurrieron en aquel departamento. Los presentes guardaban silencio, acercándose sigilosamente, –sin que sus pisadas perturbaran el eco de aquellos fantasmas– para ofrendar un pequeño ramo de flores en las dos cajas. Al fondo, abrazados, se encontraban los padres de Edgar y Leonor.

Enmudezco. Lo único que recuerdo después de la cena es mi cuerpo tendido al pie de la cama, inmóvil, presa de un invierno infinito, mi respiración disminuía al paso de los segundos. Las paredes fueron testigos permanentes de cada una de las risas acompañadas de vino tinto y caricias que compartimos esa noche. Sillones, mesas, libreros, cada objeto de la habitación quedaría marcado con tus muslos, mi espalda y nuestros sexos. El canto angustiante de una ambulancia rompió la fría atmosfera que logró por unos minutos contrastar con el rojo de tu alfombra. La puerta se abrió, varios desconocidos entraron al departamento interrumpiendo la calma que había conseguido teñir con nuestras vidas. Escuché tu voz, escuché la gota de suero que caía, escuché mi respiración sin esfuerzo y cómo todo se iba.

Recreamos. A la morgue han llegado varios cuerpos; por su atuendo se distinguen dos, sólo una sábana los cubre. Miguel se concentra en un cadáver, éste ha llamado su atención. La semejanza al marfil en su piel, su olor a madera añejada con lavanda lo atrae inmediatamente, no puede evitar acercarse. Cada paso coloca su ser cerca del cuerpo deseado, el nerviosismo incrementa. Un ligero rubor en sus mejillas; luego, el sudor poco a poco impregna su cuerpo.

Dibuja con cuidado su rostro: primero sus ojos, después recrea su nariz y al final su boca morada. Pareciera que sus manos van moldeándola con arcilla blanca, y comienza el proceso. Retira el trozo de manta que la protege, besa su frente, ahora los trazos los realiza con sus labios, inhala lo poco de su esencia que queda en el cabello, baja lentamente, intenta unirse a ese ser que le ha quitado el sueño durante muchas noches: convirtiéndose en cíclope. Después recorre cada una de sus extremidades, desgarrándola, y regresa al cuello, lo toma entre sus manos y ahorca. Sabe que ella no se quejará.

Al verla, revive el sentimiento por su madre, se excita, no puede contener el placer. Su imaginación se introduce entre las sabanas de su infancia y aparece la sombra de Beatriz. Miguel acariciando su cuerpo, besando su cara, bebiendo el rastro a madera y lavanda que su cabello deja. Mientras se encuentra bajo los efectos del formol juega con el cuerpo inerte de Leonor; se acerca a la parte más feliz de su vida, lo penetra, observa la fotografía, en tonos ocre que se encuentra en el espejo y atesora sus memorias más antiguas. Continúa su labor.

Suspiramos. Tu silencio se convierte en mi condena. No puedo evitar sentir rabia cada vez que él se acerca lacerándote, rasgando cada fibra de tu ser. Quiero levantarme, sentir mi cuerpo vivo de nuevo, saber que el tuyo se encuentra bien, el calor de tus manos en el tiempo que dura un parpadeo, tomarte y ser poseído por ti, convertirme en ese ladrón de sueños que ha llegado a cortar una orquídea. No puedo, no me está permitido, ese fue el trato para que jamás nos separaran. Ahora te rodea y con el bisturí realiza una incisión perfecta en tu vientre; de él, una lágrima morada tiñe de negro tus rizos. Ha decidido moverme. No lo conozco, pero sé que perturbará el ángulo que tracé con tu muerte. Sin embargo, no conseguirá despertarte. Sólo seré un observador más del baile que él propone.

Miro. Oscuridad, un bosque, estoy agitado, no se qué ocurre, siento el frío de la noche helar mis pestañas. Corro. Mi respiración iguala el ritmo de mis pasos sobre el pasto, el sonido de un balazo no deja de perseguirme, Recuerdo que quería estar sólo, su presencia me alteraba, no podía escribir. La luna se mantenía ausente. Las semanas pasaban y yo me dedicaba a observarla. Mi escritorio se fue llenando de pendientes: primero, un cuento; luego, una novela, y al final, frustración.

No entiendo qué ha pasado y continúo mi camino. Llueve. Señales de tránsito por doquier, semáforos, árboles, la luz intermitente del faro de los coches, tu cama, vino, risas, llanto y de pronto me invade el olor de la sangre. En ocasiones lo disfruto: otras, lo desdeño cual basura, pero ahora me inquieta. Todo se ha quedado inmóvil de un momento a otro.

¿Leonor? Venía sentada a mi lado, es mi novia, estudió literatura, y ahora busca publicar su libro en una editorial. Lo primero que observé fue su palidez rodeada por mechones castaños y después su gesto melancólico me enamoró. Perdón si no la había mencionado, vivimos juntos, es la persona con quien deseo pasar el resto de mi vida.

Callas. Un cirio fue encendido, cayeron algunos pétalos de violetas que decoraban el lugar y varias gotas de cera. Un médico atravesó el pabellón, localizó a tu madre, “pronóstico reservado”, fueron las palabras que la dejaron sin aliento. Los presentes entendieron que el final estaba cerca. En prisión los supuestos responsables, con su mirada perdida.

Yo te sentía desde el lecho donde mi cuerpo descansaba. Tras el murete en la cama contigua, tú, recibiendo oxigeno a través de varias mangueras, los tonos castaños del cabello cubriendo tu cara, inmóvil, misteriosa, sin el brillo que te caracterizaba, ni el calor al cual yo acudía cada noche esperando una redención que jamás llegaría. Esa que en este momento comienzo a extrañar.

Duermes. Cumplo lentamente mi condena mientras tú descansas. Me incorporo. A nuestros conocidos les sorprende el blanquecino tono que ha impregnado la piel y ahora forma parte de mi atuendo. El sueño del que tanto huí cobró vida ante mis ojos y mi mano obedeció su orden, tu último aliento alimentó el murmullo de mi nombre y la flama terminó por devorarte. Ayer aún sonreías mientras cepillabas tu cabello y me pedias que subiera el cierre y cubriera tu espalda, buscabas mis negras pupilas y el vacío era incapaz de alcanzarnos. Me borro con la marcha de los segundos, tú no lo notas pero continúo aquí, en silencio…

Sueñas. Poco a poco te recorro y me entrego con la mirada. Mientras tanto, sonrío; mis dedos juguetean con un pequeño listón negro, muerdo mi labio con el afán de contener cualquier instinto. Quisiera que mis ojos le transmitieran ese placer a mis dedos. Ahora le construiré un altar a tu memoria y cederé ante el deseo. Es momento de borrar tu nombre, el aire se llevará cualquier espejo que hayas traído.

Caes. Tu sangre lavó varias heridas que se encontraban aún en mi ser, yo en ti y tú en mí. Un callado eco tensó cada músculo, sólo yo era el feliz escucha de esa hipnotizante tonada. Sacié mi sed con tu alma. Mi piel junto a la tuya logró que ambos llegáramos a una sintonía perfecta que disfrutaré siempre. Cada gota, un paso tú, yo otro y al final los dos al mismo tiempo. El eco de un trueno interno se mantuvo constante durante varios segundos.

Bailamos. Y el lenguaje fue nuestro aliado. Mis ojos se entregaron a los tuyos mientras te despedías. Al fondo, mi alma sumergida en el encanto de los violines, y decidiste partir. Tus palabras fueron mortales: “Cuídate… yo ya no soporto más esta situación” Un extraño ritual. Sólo nos mirábamos, el intercambio de saludos era escaso y por las noches deseábamos la carne que el otro poseía.

Cenamos. Mi reloj de pulsera marcaba las 8 pm. Llegaste al restaurante envuelta en el vaporoso vestido rojo que me hacía sudar. Lentamente me levanté, me acerqué a ti y tomé con delicadeza tu saco. De un momento a otro mis brazos rodeaban tu delgada silueta, te sentías cómoda o eso dijiste. Pronto nuestros labios se encontraron en una danza que no deseábamos terminar. Al paso de los minutos nuestros cuerpos tropezaban en la hipnosis que nuestras lenguas comenzaron. Hablabas de un sueño que yo reconstruía, el lugar se fue adornando con tu paso y con el mío.

Corrías. El roce del aire sobre tu piel te llenaba de emociones. De aquel sentimiento se distinguía que nadie podría alcanzarte, la noche era tuya y no planeabas compartirla. “¿Saldremos a cenar?”, preguntaste y yo no respondí, temí que a cada palabra me consumieras como lo habías hecho en tu última carta. Y no conseguí llegar al final de ella, con curiosidad salté hasta la última línea… Tuya siempre, Leonor. En ese instante la eternidad recreó al tiempo.

Gritando. Logramos encontrar quién respondiera. Acabar con el silencio que había impregnado los segundos, miradas encontradas, sitios en común, puntuaciones simétricas, nuestros caminos se cruzaron y logramos recrear el horizonte, dibujamos paisajes surrealistas sin importar el tiempo ni el espacio…

Así empezó…

7 de noviembre de 2011

AUTOEXPLORACIÓN

Magdalena López Hernández



Elizabeth cierra la puerta del baño, abre el grifo de la tina, enciende la radio y comienza a desnudarse frente al espejo en medio de una nube de vapor caliente. Al quitarse la última prenda, cierra el grifo. Mete un pie; el otro, y recuesta el cuerpo sobre la porcelana.


Las piernas se le abren hasta chocar con las paredes de la tina. Cierra los ojos. Con la mano izquierda aprieta el seno mientras que la derecha recorre el abdomen hasta llegar al sexo. Lo acaricia. Lo frota. Desciende hasta su entrada húmeda. Mete un dedo. Suspira. Un segundo. Suspira. Un tercero… Con los ojos cerrados, ella mete y saca a un ritmo acompasado hasta que adquiere velocidad y muerde los labios para retener el gemido. Desliza la mano izquierda del pecho al sexo. Acaricia el clítoris. Se arquea bajo el agua. Un hilo de sangre le recorre la barbilla. Los dedos se mueven como lombrices dentro del cuerpo, apresuran la entrada y la salida mientras Elizabeth suspira y la vagina le sangra. Gime fuerte, cada vez más fuerte hasta que la respiración se le atora en el pecho. Exhala. Las facciones se le relajan. Una sensación de humedad le desciende por la palma de la mano. Abre los ojos. Sus dedos no paran. Entran, salen; entran, salen. La sangre se disuelve en el agua. Desesperada, presiona la muñeca para detener el movimiento. Imposible.


Un par de nudillos toca a la puerta.


—Liz, ¿está todo bien ahí adentro?


Ella abre los ojos. Mira a su alrededor. Suspira.


—Sí. Todo bien, ma.


Recarga la cabeza en el borde de la tina. Sonríe. “Un sueño”, dice. La mano derecha emprende de nuevo su rutina. El eco de un gruñido se escabulle entre el agua. Elizabeth grita. Saca la mano de la entrepierna. Se levanta y grita más fuerte: el agua está teñida de rojo y a su mano le faltan tres dedos.


Sus ojos inquietos miran la bañera. Escucha el gruñido. Busca. No encuentra. Vuelve a escucharlo. Busca de nuevo. Desciende el rostro a la altura de la pelvis. Se mira. Desconcertada, pasa la mano sobreviviente por el sexo. Un aire cálido le roza la piel. “Respira” Los dedos trémulos se acercan, exploran; en los bordes de la vagina descubren el filo de los dientes.


Las pupilas se dilatan. Una sensación viscosa le baña los dedos. La observa. ¿Saliva? Adentra la mano. Grita. De su vagina caen pedazos de carne y hueso y la mano sale parecida a un trozo de carne roído por ratas.


—No es real, no es real — dice.


Una carcajada áspera surge de las paredes del baño. Elizabeth, asustada, trata de salir de la bañera. Tropieza. Cae de espaldas. La risa persiste, se acerca. Ella busca pero, una vez más, no encuentra nada. Impulsa el cuerpo hacia atrás para llegar a la puerta. Una vez ahí, se levanta. La perilla. Mira los dos dedos de su mano izquierda y la inutilidad de la derecha. Llora. Golpea la puerta con los codos. Nadie contesta.


Siente un calambre perforándole el vientre. . El dolor le deforma el rostro. Ella cae, se retuerce en el suelo, dobla el torso hacia las rodillas. Trata de gritar pero el grito se le atora en la garganta. Por su vagina se asoman las yemas de cinco dedos y el resplandor afilado del metal; abruptamente, las manos surgen y abren las piernas de golpe.


Elizabeth, atónita, ve el músculo exhibido de la mano derecha y el guante en la izquierda. Las cuatro garras de éste se le entierran en el muslo, se aferran a la piel y jalan hasta que se vislumbran los hilos desgarrados de un suéter bicolor. Líneas rojas y verdes dan forma a las mangas largas que cubren los brazos nacientes del interior de Elizabeth. Las manos continúan abriendo las piernas para dar paso al cráneo cubierto de piel derretida, tras el que viene el cuello y la misma aglomeración de hilos rojos y verdes. Al asomarse los hombros, los muslos se desprenden de la pelvis, por lo que abrirlas ya no supone un problema para el torso y las piernas que surgen lentamente.


Una vez fuera, el hombre se incorpora. Adentra la mano en Elizabeth, de cuyo interior saca un sombrero empapado de fluidos vaginales, el cual se lleva a la cabeza descarnada. El hombre deja a la vista sus dientes amarillentos y, burlón, la mira con sus ojos verdes al tiempo que mueve las garras en el aire llenando el baño de un sonido metálico.


—¿Necesitas una mano…perra? —dice


La risa áspera rebota en los azulejos. El guante se adentra por la vagina de Elizabeth, cuyos ojos se abren como si quisieran desprenderse del párpado. La sangre se le desborda por la boca mientras las garras emergen violentamente dejando, al pie de la puerta, el cuerpo biseccionado de Elizabeth enmarcado en un charco de vísceras y sangre.


Un par de nudillos toca a la puerta.


—Liz, ¿está todo bien ahí adentro?


—Sí. Todo bien, ma.