Escuer y Bernal

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21 de marzo de 2014

LA MUJER DEL LÁTIGO

Mónica Sánchez Escuer

Había una vez una mujer que caminaba despacio, cubierta de sangre, con un látigo golpeándole la espalda. Su propio látigo. La carne abierta, hinchada. Los ojos nublados por el sudor y el sueño. La gente la miraba extrañada, algunos con pena, otros con estupor. Muchos especulaban sobre las oscuras culpas que movían el brazo incansable y despiadado de la mujer. Nunca faltó quien la siguiera de cerca, quien especulara sobre sus pecados, quien la compadeciera. Pero fueron aquellos que no se resistieron y la ayudaron en su flagelo quienes la hicieron reaccionar.  Y es que la sangre seduce. Despierta el morbo, el sadismo, la lástima. La mujer caminaba exhibiendo su carne viva sin saber que el olor atraía tiburones y aves de rapiña. Así, sin darse cuenta, concentrada en el ritmo de sus golpes, mirando de cerca sus próximas dos huellas, se encontraba acompañada de carroñeros y depredadores que la ayudaban  a desprender trozos de piel y de uñas.

Un día detuvo el látigo, lo soltó y se sentó a descansar. Con el brazo agotado y la frente seca, despejada, levantó la vista y descubrió el horizonte. A su alrededor había gente de todos tamaños: los más grandes le sonreían, los más pequeños seguían concentrados en ayudarla a desollarse. Entonces sintió el dolor, el coraje. La mujer se levantó, se sacudió y la gente pequeña cayó al piso. Cuando se movió de lugar y se puso en marcha, no pudo evitar aplastar a todos aquellos que aún buscaban, hambrientos, el rastro de su sangre. 


12 de enero de 2014

RENDICIÓN

Mónica Sánchez Escuer 

Filosas y fieras, miran el gran abismo y se detienen. Hay algo repulsivo en ese paisaje que les fascina: tal vez el olor a mar, o el brillo inusitado del colmillo izquierdo. Una voz, más arriba, les dice que salgan de ahí lo más pronto posible o serán devoradas, pero ninguna se mueve. El hoyo negro se acerca. Su oscuridad las envuelve. Un líquido viscoso sale de la gran cavidad, les moja los pies, las embarra, edulcora su amarga investidura. Todas se ven a sí mismas con extrañeza: no hacen nada, se dejan llevar por la corriente, calladitas, sorprendidas. La voz grita: ¡Cuidado!, pero las palabras del adiós, casi deshechas, felices, ya van por la garganta.


31 de marzo de 2011

UMBRAL

Mónica Sánchez Escuer

al Bernal 


Fue ahí, en el quicio de tu puerta donde se atoraron todas mis huidas.  Ahí me encontraste hace meses recogiendo mis ganas de escapar regadas en el piso: el último de mis intentos se me había caído con el bolso justo en el umbral.

Al día siguiente, lo recuerdo bien, compraste un pequeño espantapájaros y lo colgaste del techo, muy cerca de la puerta: para que no entren los malos sueños  que te revuelven la cabeza, me dijiste. Pero no, esos ya estaban dentro y tú lo sabías.

Nunca supe por qué, pero ese día me empezaste a acariciar distinto, con las manos abiertas como quien roza una divinidad y no se atreve a despertarla. Semanas después llegaste a decirme que no querías manchar mi carne con los líquidos turbios de tu cuerpo y me tendiste en otra cama. No me necesitabas más que para adorarme, como se adora a una virgen de ojos tristes: a distancia, con compasión, con lástima.  

Desde ese día me ausenté sin marcharme. Ya no estaba ahí: había logrado burlar al espantajo colgado del techo que no consiguió asustar ni uno sólo de mis pájaros. No te veía ni te escuchaba, sólo sonreía de vez en cuando para que no sospecharas.

Tú no lo sabías, pero yo no estaba ya cuando, al martillar los clavos sueltos de la repisa, en un movimiento brusco te cayó encima mi gran elefante de la suerte. No te escuché pedirme ayuda desde el charco de tu sangre y tampoco vi el último movimiento de tus ojos maldiciéndome.

Yo ya estaba lejos, muy lejos, cuando mi cuerpo atravesó por fin el umbral de tu casa y salió a buscarme.

1 de octubre de 2010

MANTA DE CIELO

Mónica Sánchez Escuer


La luz se apaga y dos luciérnagas se esconden en los ojos de la niña. Duerme. Busco un orificio, un pliegue de la gasa por donde infiltrarme. Inútil. Quiero jugar en el laberinto de su oreja y probarla. Sus párpados tiemblan. Tal vez el aire es más denso allá donde sueña porque respira muy hondo. De su pecho salen vocecitas roncas que parecen contar una historia turbia. De pronto se agita: la veo retorcerse toda, gemir, enredarse entre las sábanas. Intento traspasar la tela pero mis alas se atoran. ¿Qué soñará que le ha puesto los labios morados? Oigo un grito, despierto: mamá me carga, me besa. Me acuesta de nuevo. Acomoda la manta de cielo que protege mi cuna, la sacude, tira a un mosco atrapado en ella. Lo pisa. No sé por qué lloro.

10 de marzo de 2010

LA CALLE ANTES DEL CRIMEN

©Monique Sanmiguel de Miguel
Mónica Sánchez Escuer

A Monique y Miguelángel

Desde la ventana, Herminia mira la calle vacía, las huellas sucias que ha dejado la lluvia. ¿Se habrá mojado? En un charco puede ver reflejada la luz del vecino, la única que alumbra las losas y muros. El silencio, como todo lo que ocurre en sus pensamientos, la aterra. Su calle es un pasillo angosto donde sólo se puede transitar a pie, o en la bicicleta que Xavier siempre quiso y que ella nunca le compró. Detrás de los rombos de hierro, como buena madre, lo mantenía resguardado de todos los accidentes posibles. No se imaginó que algún día él hallaría la llave, que se escaparía aún sabiendo los peligros y horrores de allá fuera, los que ella le contaba cada noche para hacerlo dormir, sentirse tranquilo en su recámara. Tal vez no fueron suficientes los diarios, la nota roja, las fotos de atropellados que ella le fue coleccionando como estampitas en su cuaderno de dibujo. Quizá debió haberle hablado de las dos palabras. Aquellas terribles.

Xavier no había nacido todavía cuando en su cuna recién comprada apareció tallada la frase: morirás joven. No fue Dios, ni un ángel caído, decía la abuela. Tampoco la navaja borracha de su padre. Nadie supo cómo llegaron a enterrarse esas letras en aquella madera nuevecita. Herminia las lijó, les echó plastas de pintura, pegó encima una imagen del sagrado corazón. Pero ellas siguieron ahí, visibles y tercas en la cabecera del niño. A los seis meses, decidió regalar la cuna y su frase fatídica al orfanato. Compró una cama amplia, de latón, ningún mueble de madera. Pero las dos palabras se habían incrustado ya en su frente y siempre aparecían en cada gripe, cada fiebre, cada raspón de su hijo. Ella lo cuidó, lo educó en casa, lo mantuvo a salvo estos diecinueve años. No entiende qué le dio a Xavier por salir si allí lo tenía todo. Por qué se fue así, sin avisarle siquiera.

Han pasado seis horas desde que escuchó la puerta cerrarse. Ha llamado a hospitales, policía, delegaciones. Ya lo buscó por todo el barrio, entró a la iglesia, rezó sesenta avesmarías. Sólo le queda esperar ahí, mirar la calle detrás de los rombos, saludar a los pocos vecinos que llegan, como lo hacía Xavier todas las tardes.

Pasan horas, no sabe cuántas, cuando el ruido de unas pisadas la espabila. Herminia se asoma, ve a un muchacho trastabillar, detenerse en la pared, doblarse como si algo le doliera a la mitad del cuerpo. Ella le grita pero él no voltea. Sin zapatos, baja apurada la escalera. Corre por las losas aún mojadas pensando que su hijo está herido, que lo han asaltado. No se imagina que ese hombre es su esposo, borracho, como siempre, que trae la cara ensangrentada y los ojos hinchados, que no la reconocerá cuando ella se acerque y él le hunda la navaja que no se atrevió a sacar en la cantina. Herminia no sabe, no sabrá nunca que Xavier no volverá a casa, que vivirá muchos años más sin saber que ella ha muerto.

21 de octubre de 2009

COMO BESOS DE SAL EN EL FUEGO

Mónica Sánchez Escuer


La historia que quiero escribir está aquí, regada en la piel, entre mis cejas, en la uña más brillante y clara de mi ojo. Se estrella en mi cráneo como una ecuación irresoluble. Se quiebra. Esconde alguna de sus piezas en la palma de mi mano, en los pellejos de mis dedos. Llevo años buscándola, escribiendo rutas equívocas en cuerpos de otros. Hoy sé que está aquí dentro, en la jaula de mis costillas, palpitando como pájaro en celo sin más alas que las suyas. Y está más abajo, en este saco que nunca ha guardado una vida, que teme secarse, morirse de sed. En este hueco donde el corazón y la carne crecen sin mesura, donde se revientan y sangran las heridas milenarias de todas las mujeres, donde entran y nacen todos los hombres.


En mis cuatro labios, como besos de sal en el fuego, crepitan fragmentos de esta historia que aún no he sabido descifrar.

8 de septiembre de 2009

REINALDA

Mónica Sánchez Escuer


Estaba borracha, pero nadie lo notó. Reinalda tiene el don de fundirse con el ambiente y no ser vista, pasar de largo sin que nadie la vea trastabillar, despeinarse o maldecir al mesero. Por eso todos la recuerdan dulce y serena en las fiestas. Como un mantel que combina con las cortinas y el tapiz claro de las sillas: un mantel discreto que no compite con las formas audaces de una vajilla sueca ni con los colores vivos de los platillos gourmet.


Esa noche Aldo cantó milongas. A saber por qué. Desde la silla barcelona, orgullo de Margot, Reinalda parecía escuchar tangos con la mirada ida y el cuerpo suelto. Tan suelto, que daba la sensación de haber sido abandonado, puesto ahí como por descuido por el mismísimo Mies van der Rohe en los años treinta. Sí, ella iba bien con la silla, con los tangos. Pero no con Aldo ni sus milongas. Alguna vez él me dijo que Reinalda le remitía a otra época, tal vez por el arco de sus cejas o su voz tenue y acompasada como la que imaginaba en las actrices del cine mudo. Me molestó más que el comentario, el tono engreído de quien se sabe admirado y desdeña a su admiradora, pero no le dije nada. Ni a ella tampoco. Para qué. Los dos nunca serían una sola historia. Y menos después de esa noche.


No supe en qué momento llegó tanta gente a casa de Margot: la reunión se hizo fiesta y todos terminaron bailando en la terraza. Aldo, besando a una jovencita que nadie conocía. Cerca de la una, me encontré a Reinalda en la puerta del baño: no entraba ni salía de él. Me estoy muriendo, me dijo, como decir la hora o el clima. Sólo estás borracha, le dije apartándola de la puerta. No, de verdad... Se dio la media vuelta. ...Me muero. La vi caminar deteniéndose de la pared, de las espaldas y hombros de algunos invitados. Me tranquilicé al verla subir a un taxi.


Al día siguiente la llamé pero su teléfono estaba suspendido. El celular, fuera de servicio. Después de tres cafés y una aspirina, caí en la cuenta de que ella no estaba en condiciones de llamar un taxi. Ninguno de los amigos hizo la llamada ni la vio partir. Ni siquiera recuerdan haberla visto en la fiesta.


Su departamento está vacío desde hace meses, me dijo la portera.


Cuando la platiqué a Margot con detalle lo sucedido se sorprendió: ¿Borracha? ¿Reinalda? No, eso es imposible. Seguramente eras tú quien se había tomado más de seis tequilas.

23 de julio de 2009

LUZ

Mónica Sánchez Escuer

Gira la perilla: el sargento entra a la oscuridad del cuarto. Sin prisa. Sin ruidos. Poco a poco sus ojos van ajustando los márgenes, los contornos imprecisos. Lo único claro y visible es la raya de luz que parte la habitación en dos como una línea de fuego. Antes de dar un paso, observa su ruta: ve cómo se cuela por el minúsculo orificio que una palomilla ha labrado en la gruesa cortina, atraviesa el cuarto y choca contra el muro opuesto. Ahí hiere el retrato de un hombre: la comisura de la boca, el ojo derecho, la boina y un pico de la estrella que lleva en el centro. El Sargento reconoce al General, hace unos veinte años, tal vez. Sin el fusil que carga ahora en la mirada. Sin las arrugas de la rabia constante. Cuántas palizas, encierros, humillaciones tuvo que soportar para ganar su respeto, su confianza. Pero hoy está decidido a poner un límite. Como la luz que baja por la pared, sigue por el piso de madera, ilumina el polvo de la madrugada y separa, implacable, dos prendas muy juntas: una larga, verde, que aún guarda la huella de dos piernas gruesas; la otra cortita que ciñe una cintura de aire. El Sargento ve como el hilo de luz se abomba siguiendo el trazo del sostén, el de la boina, estalla en la estrella prendida en su centro y se disipa en el espejo de una cómoda: ahí sus ojos recorren el cristal y en él, la habitación, la cama, los cuerpos que despiertan; ven la mano, su mano, la pistola que empuña, el miedo en los ojos de ella. El Sargento da la espalda al espejo. Dispara. El cuerpo de su mujer se retuerce con la descarga. El General, en silencio, lo empuja de la cama hasta tirarlo al suelo.

El Sargento mira ahí, sobre la duela, el pecho desnudo de Luz, la sangre y la carne revueltas, el pubis iluminado por la raya de fuego que el General borra al encender la lámpara.

11 de julio de 2009

REVELACIÓN

Mónica Sánchez Escuer


Después de cuatro cubas, ella lo mira con la certeza de haber encontrado los labios que tanto había buscado en otras bocas. Él, adivinándola, se acerca, le acaricia el cuello con los dedos, le dice dos palabras que nadie escucha y le inclina la sonrisa. Los cuerpos se precipitan sobre la mesa diminuta y las cubas, como ellos, se derraman en un largo beso. Como el licor sobre sus piernas, la sangre corre y los enciende. Sólo advierten que algo les ha caído encima cuando, al salir del bar en busca de algún paraíso donde desnudar su deseo, el aire les enfría de un golpe los pantalones y la piel. No hablan, sólo se ven unos segundos y descubren la mirada álgida que los despide.

5 de julio de 2009

DUENDES

Mónica Sánchez Escuer


Hay duendes en el callejón. Tal vez cientos, miles de pequeños seres que se esconden entre las letras, se cuelgan de ellas, las estiran y aguangan, o les da por encogerlas a su antojo y regarlas como hormigas en el piso. Por las noches, embarran las paredes con un líquido oscuro y espeso que convierte en negritas todo lo que toca.


El Bernal y yo no nos damos abasto, cada mañana limpiamos ladrillo por ladrillo, repintamos las letras, las cosemos o planchamos hasta dejarlas visibles y muy monas. Pero ellos siempre regresan y lo revuelven todo.


Lo más preocupante es que, por la forma en que sonríe, empiezo a sospechar que los duendes se anidan en la cabeza del Bernal. Hace poco, en uno de sus ojos, descubrí diminutas manchas redondas. Él dice que son los puntos finales de todas sus historias. Yo creo que son ellos, seguro se pasan el día revoloteando en su cráneo, jugando ping pong o bote pateado, muertos de risa. Y todas las noches, mientras el Bernal duerme, salen de un oído, bajan por el brazo, brincan de sus dedos como ranas y se cuelgan de las letras para dejar su huella en el callejón.

25 de junio de 2009

DESIERTOS

Mónica Sánchez Escuer


Una ráfaga de sueños rotos la despierta. Aún le punzan en el vientre. Le ha entrado el líquido espeso de otra boca. La habitación, como ella, parece sudar: desde el techo, chorrea gotas secas de pintura que nunca caerán a refrescarla. La luz se empeña en atravesar las persianas cerradas y le raya la piel entumecida. Una voz maloliente se asoma entre sus piernas: sube, la muerde, reclama el desayuno. Semidesnuda, seca, se cubre con la sábana: no deja al marido ni al sol entrar de lleno. Él se levanta sin mirarla. Ella piensa en los huevos revueltos que no probará, mientras oye cómo él se vacía en el lavabo.

20 de junio de 2009

FANTASMAS

Mónica Sánchez Escuer

Llega a Nueva York temprano. Con la dirección comprimida en el puño y un mapa mal doblado, Fiona emprende la búsqueda. No, aquí no vive Paul Auster, le dice el hombre y se preseta: mi nombre es Daniel Quinn. Después de dos copas y seis preguntas, sabe que él no la ayudará a encontrar a su escritor, pero las sonrisas que esos labios duplican ya en su boca bien merecen el silencio.


La tarde cae, como su miedo, su vestido, el vino por las gargantas.


Al despertar, Fiona no reconoce la ventana, el espejo redondo, la cama minúscula. Tampoco el cuerpo que sangra a su lado: no es Daniel Quinn, ni Paul Auster. Asustada, sale a la calle abrochándose la blusa, ajustando la falda. Camina aprisa por más de cinco cuadras antes de darse cuenta: las calles no son calles de Nueva York.

UÑAS

Mónica Sánchez Escuer


Mónica no quiere salir. Se mira las uñas como si en su irregularidad encontrara las respuestas del universo. Y sí, encuentra una: la feminidad nunca le llegó hasta ahí: odia el barniz y las limas y las tijeras especiales para cortar la cutícula. No sabe por qué (esa respuesta no la ha encontrado aún) pero siempre ha asociado el esmalte en las uñas con la proclividad al desliz, las diminutas faldas de leopardo y los escotes prominentes. Nada que ver con el atuendo de todas sus amigas que se hacen manicure cada semana, y cambian de color según la temporada, el evento o la pareja. Pero lo que más le molesta es el tamaño. De las uñas, por supuesto. Mónica no soporta que le crezcan. Una, dos o tres veces por semana, según el nivel de neurosis, el corta uñas cumple puntualmente su función. Ella nunca se las come, pero sí se arranca los pellejos. A veces se le hinchan los dedos, le sangran. Entonces sabe que es hora de ver a Tin Tan o de ponerse a bailar como Vitola.


Mónica escribe todo esto y se ríe. Qué tonterías se le ocurren con tal de no decir nada. Nada importante: lo que siente por aquella sonrisa, lo que piensa del silencio o de las tardes inútiles, de la escritura y sus aburridas historias. No, Mónica no quiere salir. Hoy prefiere verse las uñas, sacar la mugre de un lugar preciso, cortar y concentrarse, al fin, en no hacer ni decir absolutamente nada.

8 de junio de 2009

CORREO DIGITAL

Mónica Sánchez Escuer

Ella esperaba la carta, pero recibió sólo el timbre postal con las orillas chamuscadas y su correspondiente sello de tinta en cuyas letras apenas se distinguía el lugar y la fecha de envío: París, Mercurio, 26 de octubre del año 2221. El cartero, entregándole una cajita, le explicó que le traía, como servicio especial, el dedo que cubría el timbre y sostenía la carta justo en el momento en que una ráfaga de fuego, tan común por esos lares, arrasó con la oficina de correos.

7 de junio de 2009

LOS CUERVOS

Mónica Sánchez Escuer

Desde hace meses, en mis ojos anidan pequeños cuervos. Los oigo, los siento moverse, casi los huelo. Si me esfuerzo, logro ver sus alas, sus picos diminutos. Cada día son más, y más grandes. Un día me aparecieron pequeños puntos flotantes como una migraña de luces negras. Poco a poco fueron creciendo, manchándome la vista. Hoy apenas logro distinguir este papel en el que escribo. El doctor me dice que estoy sana, el sicólogo, que esos cuervos están en mi cabeza, que son miedos, pequeñísimos telones que me esconden. Gotas, cápsulas, Bach y sus flores, Lacan y su espejo, han sido inútiles. Los pájaros negros siguen ahí, creciendo. Algunos ya aprendieron a volar en la órbita del iris; todo parece girar con ellos: la pata de la silla, mi pluma, yo misma. Hago un esfuerzo, quiero encontrar sólo manchas, temores ennegrecidos, los poemas que intenté quemar, los labios del hombre que nunca busqué, las palabras podridas en mi lengua. Pero no, ahí están, son cuervos miniatura volando en círculo como aves de rapiña. Y van bajando, me miran, me huelen, veo sólo picos, cada vez más grandes, más abiertos.

1 de junio de 2009

OLAS

Mónica Sánchez Escuer


Mira allá, Ari, cómo se arruga el agua, y viene y se nos sube a las piernas como calcetines largos, las llena de burbujas chiquititas y luego se va y nos desnuda otra vez. No, no importa que no te acuerdes qué nos pidió mamá para el almuerzo. Yo ya me olvidé cuántas gotas deben caer en su vaso todas las mañanas. ¿Y qué? Aquí no la oímos, ni nos oye, nadie nos busca. Ella seguro nos llamará, gritará tu nombre queriendo decir el mío, y el de Elia queriendo decir el tuyo. Y Elia no estará ahí para calmarla, abrigarla, cortarle las uñas larguísimas, las que medimos siempre en el último rasguño. No, Elia no estará ahí para decirle que no se enoje, que nos hemos portado bien, que hacemos la tarea. Pero mamá no lo sabe, no se dará cuenta, y la llamará también. Todo el santo día. Y nadie estará ahí para limpiarle la rabia de la boca. Nadie. Cuando regresemos, Elia no nos tendrá lista la cena, ni hará los sándwiches de cajeta para el recreo de mañana. Y nosotros tendremos que darle algo de comer a mamá y bañarla y cortarle las uñas. Y al otro día se nos va a olvidar que Elia murió, que la apachurró un autobús cuando se iba a su pueblo, y la vamos a llamar muchas veces, como lo hace mamá, para que nos ayude a levantarla, a quitarle el pañal.

¡Mira qué ola más grande, Ari! Tú eras más chiquito todavía, cuando papá nos trajo; apenas caminabas, por eso no te acuerdas. Ese día me dijo que nos quería mucho, que sólo se iba por un tiempo, pero pronto volvería por nosotros para llevarnos allá, en medio del mar. A lo mejor ya vino y no nos vio. Esperémoslo aquí, seguro que viene en un barco montado en una ola. Mira, traje dos cobijas y todo el pan y el frasco de cajeta.