Mónica Sánchez Escuer
Llega a Nueva York temprano. Con la dirección comprimida en el puño y un mapa mal doblado, Fiona emprende la búsqueda. No, aquí no vive Paul Auster, le dice el hombre y se preseta: mi nombre es Daniel Quinn. Después de dos copas y seis preguntas, sabe que él no la ayudará a encontrar a su escritor, pero las sonrisas que esos labios duplican ya en su boca bien merecen el silencio.
La tarde cae, como su miedo, su vestido, el vino por las gargantas.
Al despertar, Fiona no reconoce la ventana, el espejo redondo, la cama minúscula. Tampoco el cuerpo que sangra a su lado: no es Daniel Quinn, ni Paul Auster. Asustada, sale a la calle abrochándose la blusa, ajustando la falda. Camina aprisa por más de cinco cuadras antes de darse cuenta: las calles no son calles de Nueva York.