Esteban Cancio
La puerta se cierra con un chasquido metálico. Ahora está solo. Extiende una mano y toca los ladrillos. Una superficie áspera cubierta por una pátina húmeda de barro y musgo. Está oscuro y no puede percibir los detalles. Un olor ligeramente rancio impregna los muros. Deshace el ovillo y busca una saliente en la pared para atar un extremo del hilo. Se anuda la otra punta en la cintura y empieza a caminar. El piso es irregular, cubierto en algunos tramos por una capa de arenisca, en otros por baldosas o mosaicos pulidos, o simplemente por terrones y piedras que afloran de la tierra desnuda. Al principio abundan el barro y los charcos que se forman en las zonas bajas, y puede sentir cómo sus pies descalzos se cubren de una capa de suciedad cada vez más gruesa. Esa costra lo protege un poco del filo de las piedras y el borde cortante de los mosaicos rotos. Camina despacio, igual, adivinando en los bultos que percibe las formas de los huesos y los desperdicios dejados por la bestia después del banquete. Un escalofrío le recorre la espalda cuando descubre un trozo de muslo apenas mordisqueado. Pero es mejor, piensa, encontrarlo satisfecho. Da una vuelta a la derecha y después otra. Escucha ruidos. Gruñidos que retumban en las paredes como la voz de un dios en las columnas del templo. También el olor es ahora insoportable. Siente un cosquilleo en el estómago. Se detiene ante un recodo y espera. Escucha un bufido, un trote ligero alrededor de las paredes. Detrás de esa esquina, piensa, está el recinto. Piensa en su padre, la casa abandonada, los compañeros muertos. Su pasado. El hilo inestable del futuro. Ni un héroe ni un mártir, piensa. Sólo quiero ser un hombre a la altura de su destino. Suspira, desenvaina la espada de Ariadna y se hunde en el corazón del laberinto.
La espada vibró en las sombras. El Minotauro, gordo y viejo, se despertó sorprendido, intentó reaccionar, pero resbaló en el piso, cubierto de sangre y carne podrida. Resignado, miró a Teseo. Suspiró y se dejó matar.