Guillermo Samperio
Los lirios salvajes están pegados a los troncos. Los abanicos de las señoras se han vuelto inútiles; el temor les ha metido el silencio en la boca. Una avioneta sobrevuela la alta vegetación; ellas miran al aeroplano amarillo con ojos de deseo. Su mirada azul y gris es el atardecer de mi pueblo. Yo les miro los senos que a veces se les desbarrancan.
Llegamos a la orilla de un leve río de piedras verdosas; los señores, ataviados de pantalones cortos y camisas a cuadros azules, rojos y amarillos, se detienen ante los surcos que hace el agua. Discuten en voz baja y toman determinaciones. Mis compañeros han puesto sobre el piso el cargamento.
Los hombres de pantalones cortos hablan con sus mujeres: cada uno cruza el río cargando a una dama sonriente. Cuando terminan, mis compañeros vuelven a la carga. Los invitados a esta alta vegetación ríen unos con otros; ellas parecen contar chistes y ellos encienden tabacos.
Llegamos a otro sitio donde los lirios son más salvajes y sus violetas, naranjas y sanguíneos son furibundos. Hemos arribado a otra vertiente de río semejante a la anterior, quizá un tanto más ancha.
Los caballeros hablan entre sí y luego con las damas; deciden que esta vez que cada uno, hombre o mujer, lo cruzará sin hacer parejas. Entre risas y chapoteos, comienza la gran aventura. De pronto, unas fauces se apropian de una dama.
El cocodrilo se va yendo con el ritmo avivado de la corriente hasta arribar a una curva donde se enreda con troncos y ramas. Los hombres corren hacia allá, sacan sus pistolas, pero la dama y el cocodrilo se desatoran, dan la vuelta a buena velocidad, se pierden de vista. No saben que el cocodrilo, junto con el hipopótamo, son los animales más feroces de la naturaleza. Para ahorita, la dama ya está, completa, en el estómago de la bestia.
Cuando los gritos de las mujeres cesan, los hombres se detienen y uno de ellos, al parecer el esposo de la víctima, pisa su tabaco y enciende otro.
Una avioneta sobrevuela la alta vegetación; ellas miran al aeroplano amarillo con ojos de desesperación. Una de ellas, que alcanzó a cruzar el río, advierte que de allí no se moverá. Uno de los hombres, no el del tabaco, sonríe de lado y dice:
-Todos sabíamos que alguien iba a morir. Ahora, todo está arreglado; ¿no es así? –se dirige a mí y yo respondo:
-Así es. A partir de aquí ya no hay ningún brazo de río. Donde van a acampar es ya parque nacional. Allí, después de semana y media, una avioneta los recogerá y no ha pasado nada.
-La única mujer que no alcanzó a atravezar el brazo del río se pone a gemir.
Entre dos hombres la cruzan; todo mundo sonríe. Mis compañeros vuelven a recoger las cosas y proseguimos la aventura que están corriendo los que nos contrataron.