Mónica Sánchez Escuer
Mónica no quiere salir. Se mira las uñas como si en su irregularidad encontrara las respuestas del universo. Y sí, encuentra una: la feminidad nunca le llegó hasta ahí: odia el barniz y las limas y las tijeras especiales para cortar la cutícula. No sabe por qué (esa respuesta no la ha encontrado aún) pero siempre ha asociado el esmalte en las uñas con la proclividad al desliz, las diminutas faldas de leopardo y los escotes prominentes. Nada que ver con el atuendo de todas sus amigas que se hacen manicure cada semana, y cambian de color según la temporada, el evento o la pareja. Pero lo que más le molesta es el tamaño. De las uñas, por supuesto. Mónica no soporta que le crezcan. Una, dos o tres veces por semana, según el nivel de neurosis, el corta uñas cumple puntualmente su función. Ella nunca se las come, pero sí se arranca los pellejos. A veces se le hinchan los dedos, le sangran. Entonces sabe que es hora de ver a Tin Tan o de ponerse a bailar como Vitola.
Mónica escribe todo esto y se ríe. Qué tonterías se le ocurren con tal de no decir nada. Nada importante: lo que siente por aquella sonrisa, lo que piensa del silencio o de las tardes inútiles, de la escritura y sus aburridas historias. No, Mónica no quiere salir. Hoy prefiere verse las uñas, sacar la mugre de un lugar preciso, cortar y concentrarse, al fin, en no hacer ni decir absolutamente nada.