Angélica Santa Olaya
En este cuarto hay un pequeño león encerrado en una cajita de metal. Su gruñido es suave; casi un ronroneo. Si no fuera porque ruge cada cinco segundos podría decirse que es un gatito; pero no lo es; es un león en miniatura para espantar a los monstruos que se pasean en patines por los corredores esperando el momento oportuno de meterse en los cuartos. El armario está del lado derecho de mi cama. Si volteo puedo ver como el monstruo da empujoncitos en la puerta. Lo bueno es que el león está conmigo. Él y yo nos comunicamos por un tubo transparente. Sus rugidos se meten en mi cuerpo desguanzado a través de ese tubito. Por eso, cuando ruge, afuera se oye quedito. Es para despistar al enemigo que ya les dije quién es. Con el león a mi lado me siento más seguro. En el buró hay un chango peludo que a veces me abraza y sonríe como si me dijera: “Tú puedes con él, anda, tú puedes…” Yo intento levantar un poco la cabeza, pero sé que el monstruo está escuchando y me quedo quieto esperando que tome la siesta. No puedo salir de este cuarto, pero alguien me dijo que cada niño tiene un monstruo, o varios… los oigo en las noches deslizarse entre las sombras acechando a los niños para terminar de comérselos. Creo que el mío me está comiendo el pensamiento y eso me espanta más que no tener una pierna o un brazo. Porque, a lo mejor no puedo batear, pero ¿como voy a saber si el lanzador me está haciendo trampa? A veces les cuento, en voz baja, a las hormigas que cuidan este lugar, el miedo que me da el monstruo. Ellas vienen y señalan la cajita donde vive el león para que yo me acuerde de que no estoy solo. Me escuchan, dan un paseo por el tubo transparente, sonríen y se marchan. Cuando ellas están aquí, el monstruo del armario no hace ruido, pero yo sé que está ahí, esperando que me descuide para salir y comerme. Por eso no duermo, nomás de la pura preocupación de que salga y vuelva a morder mi cabeza. Anoche escuché clarito cómo abrió la puerta del armario. El tiempo, que siempre está metido aquí, se arrastraba lento y pesado como una oruga obesa por las paredes. A ratos no lo escucho, pero a mí no me engaña, sé que está sobre el sillón o entre los pliegues de la cortina. Yo cierro los ojos y rezo para que se mueva rápido y venga la luz. El tiempo me cae bien porque le gusta disfrazarse, como a mí. A veces baja al suelo convertido en un viejito jorobado que da un paso y apoya el bastón… da otro paso y apoya el bastón… lo hace con cuidado para no despertarme, pero yo me hago el dormido para no desilusionarlo. Aquí huele mucho a color blanco y eso me recuerda el jabón de lavarse las manos. No me gusta, yo prefiero el olor dulce de mis lápices y mis crayolas. ¡Ahí está otra vez el monstruo empujando la puerta! ¿Por qué los demás son tan tontos? Todo se arreglaría si yo pudiera escribir un mensaje. Pero no puedo porque tengo al león agarrado con la mano derecha y ni por todas las crayolas del mundo lo soltaría… pero les juro que si pudiera, escribiría un recado que dijera: “No pongan armarios en los hospitales. Así los monstruos no nos seguirán hasta aquí.” Cuando salga de este horrible lugar le voy a decir a Lucy que me regrese mi yoyo verde. Puede quedarse, si quiere, con las inútiles lagartijas que le escondí.