Escuer y Bernal

Mostrando entradas con la etiqueta © Ricardo Bernal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta © Ricardo Bernal. Mostrar todas las entradas

20 de mayo de 2012

CACERÍA

Ricardo Bernal


LA ISLA

El sudoroso cazador va tropezando con las piedras, se detiene, toma aliento, sigue andando. Arriba, entre las ramas de secoyas milenarias y palmeras azules, la aureola boreal es una monstruosa acuarela salpicada de tintas violetas. El cazador llega a una bifurcación, sin pensarlo dos veces continúa por la vereda que sube, recuerda las palabras del viejo moribundo: cuando llegues a la isla busca el centro, la casona está arriba, en un claro, nunca dejes de subir. A lo lejos se escucha el rumor del tiempo que pasa; más cerca, cantar de sapos, chicharras, vocecitas de animales pequeños y angustiados. El cazador se llama Equis, se ve muy viejo para sus cuarenta años, su cara es una telaraña y sus ojos de topo saben mirar por detrás de las cosas: es especialista en armas blancas, ballestas, cuerdas y mapas, dardos. Usa un vapuleado sombrero, jorongo, y en sus botas se acumula el lodo de tres continentes. El cazador llega a una loma calva: en la punta se alza la casona como una verruga de donde brotan dedos que son torres que son cohetes erectos listos para despegar y abandonar esta tierra. El cazador voltea hacia arriba, la luna es una ventana que permite mirar las cosas extrañas que suceden más allá del firmamento.


LABERINTOS

La casona es un laberinto: cada galería, cada puerta, cada lóbrego corredor fueron planeados para que quien consiga entrar, sienta de inmediato la urgencia de salir y alejarse de ahí para siempre. Aquellos pocos que a lo largo de los años han logrado encontrar la salida, creyeron que el acertijo había sido resuelto, que al escapar vivos habían derrotado al misterioso arquitecto inventor de la trampa. Pero en realidad el laberinto superior es una máscara, su objetivo es ocultar el otro laberinto: el subterráneo, de pocos pasillos y pocas puertas, pero del que nadie escapó jamás. En el corazón de este segundo laberinto, una pequeña trampa oculta debajo de un tapete da paso a un sótano de aguas fermentadas y celdas roídas por la sal. En una de las celdas, alguien habla.


LA VOZ

Mi celda es enorme y no recuerdo cómo es la luna. Devoro lo que encuentro: golosas sanguijuelas infladas que al reventar entre los dientes saben a mi propia sangre; ratas esqueléticas y ciegas que chillan como almas en pena; avispas de ultratumba; piedras reblandecidas por el moho… De vez en cuando, algún ciempiés gigantesco, brillante intestino que sólo muere cuando mis jugos gástricos lo ahogan. Yo puedo ver en la oscuridad: si enfoco los ojos, un rumor verde hace vibrar los muros y en las celdas vecinas los huesos resplandecen como sonrisas del infierno. Conozco lo que hay detrás de cada puerta, aunque la puerta gastada que está al final del último pasillo sólo la he cruzado una vez… Nunca olvidaré lo que ví: las cuatro paredes de aquella habitación estaban llenas de máscaras. Fuera del espacio ocupado por la puerta todo era máscaras tapizando cada centímetro de los muros; máscaras pequeñas y viscosas como fetos fosforescentes que duermen desde el inicio del tiempo. Y en lo alto, una imagen divina: la enorme máscara solar con mi rostro y mis cuernos, con mis barbas chorreantes de sangre, con mis ojos saltones que pueden ver en la oscuridad. Desde entonces, cada noche sueño con esa habitación donde sé que se esconde un secreto. Una vez, las voces del sueño me revelaron que detrás de cada máscara hay un rostro de carne y hueso.


EL CAZADOR

El cazador desenreda la cuerda que lo guía por los últimos pasillos del laberinto: viejo truco griego que lo hace saber qué pisos pisaron ya sus pasos, qué nuevas galerías son auténticas dentro de las que se repiten danzarinas dentro de los innúmeros espejos. Ya nadó en el Tanque de las Pesadillas: en sus profundidades yacen ahora las mantarrayas-hongo destripadas por su cuchillo; ya recorrió la Cámara de los Ecos, donde invisibles guijarros colibríes le perforaron los brazos y los muslos; ya trepó por cadenas oxidadas y cruzó los ruidosos Puentes de Cobalto; ya sobrevivió al Salón de Música, donde decenas de tarántulas pianistas interrumpieron un concierto de siglos y saltaron a su rostro para sacarle los ojos, para romperle la tráquea… El cazador yace en un rincón del laberinto, tiene mucho frío y en sus ojos soñolientos se amontonan las dulces arenas del cansancio. Necesita dormir. Dormir a medias como sabe hacerlo, con los sentidos atentos a cualquier amenaza, como cuando estaba en la maleza y los ruidos eran alas y eran oscuras bestias puntiagudas. El cazador se quita las botas pestilentes, sus pies de mamut están negros y congelados. Jala un tapete roído para cobijarse y deja al descubierto la pequeña trampa sin candados ni cerrojos. Un golpe de adrenalina le quita el sueño y le aguza los ímpetus: es el instinto de quien sabe que su presa está a unos cuantos minutos de distancia.


LA MÁSCARA

La máscara solar es la madre de todas las máscaras. Dicen que fue robada del Hades por el misterioso constructor de los laberintos quien de inmediato huyó a la isla secreta que no aparece en ningún mapa. La máscara, de tonos amarillos y rojos, lanza un resplandor naranja que iluminan la soledad de las otras diez mil máscaras, las pequeñísimas e insignificantes: querubines deformes que aguardan en silencio a que el silencio se rompa. La máscara solar está congelada en un rictus mesiánico de quijadas feroces y músculos tensos; las barbas chorreantes y sanguinolentas se extienden hacia abajo como los tentáculos de una medusa y luego se pierden en las oscuridades del cuarto. Arriba, coronándola, los dos cuernos se esfuerzan por contradecirse en torsiones marfilinas para luego juntar las afiladísimas puntas en un beso núbil. Pero si hay algo que distingue a esta máscara, son los ojos: dos ojos a borbotones que cruzan los orificios de calavera y penetran hipnotizantes en el alma de todo aquello que miran…


LA TORMENTA

Cae la tormenta: las paredes de la casona se desgajan hacia los charcos, se desmoronan en lodos mórbidos y burbujeantes que recuerdan olvidadas eras geológicas de trilobites morados y cielos color turquesa. Los dos laberintos se funden en una sola cosa, pegoste de alquitrán, pegoste de moléculas machacadas por el odio.


EL CAZADOR

Cuando gritan los primeros pelícanos, la isla es una bruma: el océano que la ciñe devora playas y malezas conforme avanza el amanecer. En la última playa, las máscaras pequeñas forman un círculo perfecto: pero están muertas, ya no brillan, ya los rostros que ocultaban se han desvanecido entre las arenas insaciables. En medio del círculo yace el cadáver del cazador: nadie le cerró los ojos azorados que ahora brillan detrás de la enorme máscara solar de cuernos retorcidos y barbas desparramadas entre charcos de sangre negra. A lo lejos, en el horizonte, se aleja un barco tripulado por nadie: en uno de sus camarotes, alguien habla…

23 de marzo de 2011

NUEVO MUNDO

Ricardo Bernal


Apenas despertó fue descubriendo cosas inesperadas: el cielo era intensamente azul, las nubes blancas y brillantes, el mullido pasto donde descansaba su cabeza era verde… Un par de vivaces mariposas revoloteaban entre flores rojas y amarillas, y más allá de los aterciopelados montículos de hierba dorada, un arroyuelo de cristal desenredaba su canto milenario. A lo lejos, la cadena de imponentes montañas nevadas vestía su regazo de bosques ocres y esmeraldas llenos de murmullos. Dificultosamente se levantó, todas sus articulaciones crujieron y entonces descubrió que estaba desnudo. De pronto una voz intensa llenó el aire: “objetivo, encontrar la salida hacia el siguiente nivel”. Pegado a la pantalla, el niño se dispuso a seguir disfrutando de su nuevo videojuego; ésta vez los diseñadores habían logrado un escenario realmente terrorífico…

2 de enero de 2011

LUCY Y EL MONSTRUO

Ricardo Bernal


Querido Monstruo:

Ya no te tengo miedo. Mi papi dice que no existes y que no puedes llamar a tus amigos porque ellos tampoco existen. Cuando sea de noche voy a cerrar los ojos antes de apagar la luz del buró y voy a abrazar bien fuerte a mi osito Bonzo para que él tampoco tenga miedo. Si te oigo gruñir en el clóset pensaré que estoy dormida. No quiero gritar como siempre. No quiero que mi papi se despierte y me regañe.

Ya sé que me quieres comer, pero como no existes nunca podrás hacerlo; aunque yo me pase los días pensando que a lo mejor esta noche sí sales del clóset, morado y horrible como en mis pesadillas… Mañana, cuando juegue con Hugo, le voy a decir que te maté y que te dejé enterrado en el jardín y que nunca más vas a salir de ahí. El se va a poner tan contento que me va a regalar su yoyo verde y me va a decir dónde escondió mis lagartijas (siempre ha dicho que tú te las comiste, pero eso no puede ser porque mi papi me dijo que no existes y mi papi nunca dice mentiras).

Voy a dejarte esta carta cerca del clóset para que la leas. Voy a pensar en cosas bonitas como en ir al mar, o que es navidad, o que me saqué un diez en aritmética.

¡Adiós, monstruo!, que bueno que no existas.


Mi pequeña Lucy:

¿Cómo que no existo? Tu papi no sabe lo que dice.

¿Acaso no me inventaste tú misma el día de tu cumpleaños número siete? ¿Acaso no platicabas conmigo todas las noches y te asustabas con los extraños ruidos de mis tripas?

Todas las noches te observé desde el clóset y tú lo sabías… Aunque nunca me viste conocías de memoria mis ojos, mi lengua y mis colmillos; pues todas, todas las noches me soñabas.

Por eso cuando leí tu carta sentí tanta desesperación. Por eso destrocé tus juguetes y me comí de un solo bocado a tu delicioso osito Bonzo.

Lo juro Lucy, tú ya estabas muerta.

Tenías los ojos abiertos y cuando toqué tu barriguita estaba más fría que mi mano. Seguramente te mató el miedo y yo no pude comerte pues no me gusta el sabor de los niños muertos. Lo único que hice fue regresar al clóset y llorar de tristeza hasta quedarme dormido… ¡Pobre Lucy! ¡Pobre Lucy y pobre monstruo solitario!

Ahora tendré que salir de aquí, alejarme de los adultos que cuidan tu pequeño ataúd y dejar esta carta donde puedas encontrarla… Necesito la risa de un niño y necesito el miedo de un niño para seguir vivo.

Por cierto Lucy, ¿dónde dices que vive tu amigo Hugo...?


1 de octubre de 2009

SUEÑO 24092009

Ricardo Bernal

Sé que estoy en un sótano, aunque no veo nada. Poco a poco, una penumbra verde invade el lugar y puedo distinguir el sitio: estoy rodeado de cachivaches, barriles, tablas, mapas, enseres de cobre. La luz entra por unas claraboyas como de barco y al acercarme a una de ellas veo que las paredes están hechas de caracoles, cangrejos, ciempiés y otros bicharracos que se retuercen. Huele a mar. Junto a mí está mi perra Lolita (a veces, cuando no puedo dormir por exceso de perros, de calor, o porque Doris ronca, me voy al otro cuarto, generalmente me acompañan uno o dos perros: la noche del sueño Lolita dormía ovillada junto a mis rodillas). De pronto siento la presencia de un extraño, un anfitrión. La penumbra se aclara un poco y puedo distinguirlo: está de pie. Es parecido a un tiburón martillo, pero su cabeza no tiene forma de “T” sino de “Y”. Usa un elegante traje rojo, corbata de moño, mancuernillas. Habla con voz sonora, y aunque no escucho las palabras con claridad, sé lo que va diciendo, son explicaciones doctísimas sobre el universo. De sus mangas sobresalen aletas, trato de verle los pies pero está muy oscuro, intuyo que también son aletas y me da miedo. El personaje oprime una de sus mancuernillas y un cono de luz alumbra una escalera, entonces descubro que estoy en una versión alternativa de El Aleph y que mi anfitrión es en realidad Borges, quien quedó atrapado en el cuento y necesitaba que alguien (yo) llegara a reemplazarlo para que él pudiera escaparse. Sin embargo, con la lógica de todo buen sueño, ambos subimos ceremoniosamente por la escalera tomados del brazo. Aquí comienza la segunda parte: Lolita desaparece y, conforme subimos, mi anfitrión se va borrando como un holograma mientras yo me adentro en el mundo de allá arriba. Estoy en una ciudad de prismas llena de fantasmagóricas luces verdes, rosas y naranjas. Todo es muy hippie: suena una música que me remite a los Beatles, a Klaatu, a soles rimbombantes, morsas y alicias vestidas de azul (el día anterior al sueño, me pasé muchas horas poniendo discos de una banda setentera llamada Stackridge, y que precisamente producía George Martin, el verdadero “quinto beatle”). No veo a nadie pero hay la sensación de mucho movimiento, intuyo frenéticas maquinarias blandas detrás de las paredes. En el cielo hay aviones de caricatura, rehiletes; en los edificios se abren ventanas por donde salen carcajadas y chasquidos. Modulo los ojos (un recurso muy útil en los sueños para poder “ver”) y veo que por las calles circulan algunos personajes. Asombrado, descubro que son mis amigos facebook: Ivett, Aldán, Libia Brenda, Asiain, Josman, Mónica Escuer, Paola Cescon… van caminando muy concentrados en su propia existencia y no puedo comunicarme con ellos pues sé que su percepción es diferente a la mía. Ellos tampoco pueden verme. Las calles comienzan a llenarse, llegan otros, y todos son de distintos tamaños; los más grandes se mueven en cámara lenta, los más pequeños son como pollos prehistóricos y corren rapidísimo, picoteando y saltando. A lo lejos, en una de las esquinas, hay un tanque de guerra estacionado; modulo los ojos: descubro que es un enorme pie metido en un guarache. El pie pertenece a Miguel Cane, quien es una especie de King Kong recargado plácidamente en uno de los edificios: viste una toga romana y está fumándose un puro. Él es el único que me ve, sonriente. Se agacha, y detrás de su cabezota está el sol: es un letrero azul que dice TWITTER (la noche anterior al sueño fue la primera vez que escribí en el twitter). De pronto todo cambia: estoy en el mismo lugar, pero ya no hay nadie y la ciudad ha desaparecido. Puedo apreciar como eran las cosas antes de que todo comenzara; me da un poco de miedo. La música también se ha ido y lo único que veo son praderas, veredas, uno que otro bosquecillo lejano. De un arbusto sale un niño muy pequeño, se parece a Spanky el personaje de La pandilla, y está vestido de marinerito. Jala un carro rojo repleto de juguetes, pelotas, una guitarra mexicana. Cuando está junto a mí, me mira y en ese momento sé que es Cosme Álvarez: tiene cientos de etiquetas de colores pegadas en los brazos regordetes. Del carrito saca una caja de cerillos, la sacude y me la da. Abro la caja, está llena de etiquetas redondas. Sin hablar, Cosme me dice que me las pegue en los brazos; cuando lo hago, descubro que son accesos directos, y que al oprimirlos con el dedo puedo abrir realidades paralelas. En ese momento sé que soy “un iniciado”, y que a partir de esta revelación me toca ir viajando por el laberinto de realidades para saber a dónde se fueron todos. Despierto.

22 de agosto de 2009

EL BAÚL

Ricardo Bernal


Pasé casi toda mi infancia metido en tu baúl. Un baúl de gruesas paredes, cerrado siempre con el candado parlante que ahuyentaba a los intrusos.


A veces la lluvia entraba por las ventanas y sus pies de humedad pisoteaban todos mis huesos. Adentro del baúl, la oscuridad y el silencio formaban una extraña alianza de actores verdugos, interpretando cada noche el Juicio Final.


Recuerdo al laborioso pueblo de polillas que compartía conmigo esas residencias: sus innumerables alas y hocicos recorrían mi cara y los dedos de mis pies; incluso algunas, las más osadas, se arrastraban despacio por el pozo seco de mi garganta, dejándome completamente mudo y haciendo que los engranajes de la memoria se fueran oxidando poco a poco.


Recuerdo que cada jueves, muy temprano, abrías el candado y me sacabas del baúl. Me arrullabas entre tus tentáculos diciendo: "Ya, mi dulce niñito; ya, mi pequeño bebé". Yo miraba incrédulo la lepra de tu rostro, y bajo el brillo hipnótico de tu mirada se despertaba en mis adentros ese amor que sólo conocen los perros y las víctimas.


"Bebito, bebito de azúcar y miel... aliméntame pequeñito", decías, y tus negros colmillos se clavaban en mi cráneo para absorber lo poco que ahí quedaba. Luego me llevabas arrastrando hasta el ropero, abrías sus pesadas puertas y sacabas un frasco azul lleno de pájaros líquidos. Me dabas a beber de esa sustancia y a los pocos minutos mi alma caía en un letargo de sueños crípticos y descabellados.


Soñaba, por ejemplo, que iba a la escuela y jugaba con los otros niños; soñaba con un zoológico de jirafas alargadas y viejitos vendiendo globos; soñaba con una fiesta de cumpleaños y un pastel de fresas en medio de la mesa.


Pero siempre despertaba, y entonces eras para mí la misma mosca pegajosa amamantando a sus criaturas, o un gran sapo crucificado, todo cubierto de llagas.


El día que cumplí siete años cayó en jueves. Estuve esperándote desde la madrugada, trataba de no respirar para oír el eco de tus pasos en alguna de las galerías. Conté las horas, los días, las semanas... pero tú nunca llegaste. Volví a quedarme dormido, aunque esta vez no soñé nada. Cuando desperté, el baúl estaba abierto y un olor nauseabundo revoloteaba en el aire. Te busqué de habitación en habitación hasta toparme con la última puerta, la que da a los jardines y a tu cementerio de muñecas; la abrí despacio: entre bracitos, cabecitas y piernitas de plástico, tu cuerpo se descomponía.


Desde entonces soy el único habitante de esta casa. Aunque sé que muy pronto, cualquier jueves, un nuevo bebé nacerá en tu viejo baúl, y sus sueños serán mi alimento durante toda la vida.

31 de julio de 2009

PLANETAS

Ricardo Bernal

La enorme araña de silicio saca sus patas puntiagudas. Nubes de vapor violeta la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando las ocho patas tocan por fin la superficie del planeta rojo, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro de la araña, los hombres miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta rojo, ahora pueden ver, extasiados, las montañas de cuarzo, los remolinos de fuego, el viento verde. Se sabe que Marte estuvo alguna vez habitado por criaturas inteligentes, traslúcidas y viscosas, quienes construyeron castillos de arcilla y plástico en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esos castillos se encuentran hacia el norte, más allá de las montañas. Arriba, Phobos y Deimos lo miran todo con ojos de furia eterna. Pero ahora los hombres están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de tecnología y avances científicos. Los hombres se ponen sus escafandras negras tatuadas de símbolos, aguardan a que se abra la compuerta y la escalinata descienda hacia abajo como un cuchillo.

Comienza el descenso. Hormigas humanas y temerosas. Hormigas lentas. Lo que ven los hombres a través del visor de sus cascos es una pesadilla: bosques de coníferas, autopistas solitarias, cielos grises sembrados de jirones albos. El crepúsculo coronado por un solo astro de cara blanca y bobalicona en medio del firmamento. Pueden ver al conejo de la luna y entienden que es el mismo satélite que sus tatarabuelos astronautas visitaron alguna vez a bordo de una desvencijada carcacha espacial. Sus miradas aturdidas perciben las tímidas luces de una ciudad humana que confirman la pesada broma.


Nunca llegaremos a Marte, dice el más viejo de los hombres.


El pavoroso calamar de vidrio saca sus obtusos tentáculos. Nubes de vapor anaranjado la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando los ocho tentáculos tocan por fin la superficie del planeta azul, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro del calamar, los marcianos miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta azul, ahora pueden ver, extasiados, los bosques de confieras, las montañas de piedra tosca, los ríos cristalinos que bajan hacia el océano. Se sabe que la Tierra estuvo alguna vez habitada por criaturas inteligentes, musculosas y densas, quienes construyeron autopistas y ciudades metálicas en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esas ciudades se encuentran hacia el oeste, más allá del mar. Arriba, el único satélite lo mira todo como un estúpido cíclope. Pero ahora los marcianos están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de oraciones y evolución mística. Los marcianos se introducen en sus crisálidas, verdes y luminosas, aguardan a que se abra la ventosa y la escalinata se desenrolle hacia abajo como la lengua de una mariposa.


Comienza el descenso. Lombrices marcianas y temerosas. Lombrices lentas. Lo que ven los marcianos a través de los antifaces es una pesadilla: montañas de cuarzo, remolinos de fuego, el viento verde. El crepúsculo coronado por las dos eternas lunas. Sus cerebros aturdidos se cimbran con el canto agudo de las sombras fosforescentes que se extiende por el planeta rojo para confirmar la pesada broma.


Nunca llegaremos a la Tierra, dice el más viejo de los marcianos.

22 de julio de 2009

SORTILEGIO

Ricardo Bernal


Qué chistoso, creíste que las moscas habían sido invitadas por papá para ver el fut, pero luego del fut siguieron los anuncios de podadoras de césped, los anuncios de cañas de pescar y remedios infalibles para el insomnio; y después la tele sólo fue rayitas y un zumbido que se confundía con el canto de las moscas. Entonces viste que algunas se paseaban despacio por la cara de papá y papá no se movía, ojos fijos en rayitas inmóviles, las moscas volaban y dos de ellas entraron por su boca abierta que ya no te gritaba para pedirte otra cerveza y notaste un olor fantasma, dulce y extraño; un olor que tal vez habían inventado las moscas. Papá, ¿me oyes?, pero él estaba serio, muy concentrado en las rayitas, y temiste que enfureciera si lo interrumpías y fuiste a acostarte pues ya eran más de las doce. Al día siguiente te despertaste cuando el sol te clavó sus largas uñas en los párpados, juro que no soñé nada, diez de la mañana y no hiciste el desayuno y corriste con el corazón mandarina desgajándosete dentro del pecho, y eso que escaleras arriba seguían zumbando las moscas y tu papá era un enorme barco verde camaleón morado viendo en la tele azul el noticiero de los accidentes automovilísticos, y las moscas entraban por su boca, cada vez más numerosas y relamiendo sus trompitas labios fauces minúsculas de moscas hambrientas que en realidad, entonces lo supiste, eran un disfraz negro que se teje a sí mismo. Papá, ya me voy a la escuela, dijiste con voz de pollo, pero él no contestó y pudiste ver que había agua violeta encharcando sus terribles pantalones de militar, adiós papá, pensaste, y viste tu imagen en el espejo del vestíbulo, el pelo revuelto y lleno de cenizas, los ojos hinchados de tanto sumergirte en el tanque de las pesadillas, los grises labios grietas floreciendo, y saliste de puntitas para que papá no dijera esas palabras glaciales que dice cuando no eres como él se imagina que eres: una niña buena y dulce, ya tengo cuarenta años, papá, y en la escuela el hombre de la bata ya no me dice nada, ya no me sabe agria la leche, ya no lloro cuando me acuerdo de mamá que se fue a otra casa donde vive con un papá distinto que dice palabras distintas, palabras que la han hecho olvidarse de ti, olvidarse de este otro papá quien seguía viendo la tele cuando regresaste después de andar quién sabe dónde, y el olor había crecido, furioso, dispuesto a hurgarte con ganchos invisibles la memoria. Papá, ¿quieres comer algo? Silencio. Pero papá, no es posible que estés viendo la tele todavía, además a ti nunca te han gustado las caricaturas, y sus ojos han perdido ese brillo mercurial que tienen siempre que él se mueve feroz, y te persigue, y te arrincona, no papá, no, y con su navaja te arranca los velos, no papito, y ahora sus ojos ya no te pueden ver con esos párpados de alas móviles, nunca más vas a saber dónde me escondo, nunca más me vas a espiar cuando me bañe. Te acercas despacio, el olor golpea tu rostro como un pedazo de infierno, desconectas la tele y las moscas cantan óperas nerviosas alrededor del silencio de tu padre tan quieto, y tú por fin te atreves a tocarle el hombro y le hundes los dedos en la carne como si fuera plastilina, y cierras los ojos, y en tus adentros ves un triciclo oxidándose en el patio bajo la lluvia; ves muñecas sin cabeza debajo de la cama. Retiras la mano y ves a un par de gusanillos que trepan lentos por tu dedo índice, papá ya no tienes lengua, sólo gusanos brotando apenas de tu boca, gusanos paseándose por los pliegues, explorando las articulaciones para buscar debajo de la carne al niño que fuiste hace mucho tiempo, al niño que jugará conmigo a la casita y me llevará a un reino de charcos donde yo seré princesa para siempre, y para siempre quedarán en esta casa las moscas, tristes de tanto ver nuestros retratos en las paredes de polvo, y después de jugar yo dormiré contigo, papá, sin miedo, sin rencores, dormiré entre tus brazos amorosos hasta que la muerte nos separe.

11 de julio de 2009

INVITADOS A CENAR

Ricardo Bernal


—Creo que los amigos terrícolas todavía no se acostumbran a nuestros hábitos alimenticios dice el ñumonita a su esposa.


—Ya se acostumbrarán —contesta ella, mientras abre sus enormes muslos verdes, y desova un viscoso coágulo en la boca de cada uno de los comensales atados que se retuercen alrededor de la mesa.

4 de julio de 2009

CABEZA HUECA

Ricardo Bernal


Tengo la cabeza hueca: las palabras me entran por un oído, revolotean distraídas por el interior de mi cráneo y salen por el otro oído. Decido visitar al viejo Ulises para pedirle consejo.


Enorme la casa. El mayordomo, un elegante cíclope bizco, me invita a pasar al salón. Al poco rato baja Ulises, barbón, bata azul. Le explico mi problema y me lleva a un pequeño estudio donde me da un frasco lleno de cera.

—No sé si sirva —dice—, nunca la he usado… Echada en la alfombra, una sirena gorda con tubos en la cabeza y la cara llena de lodo verde, come chocolates. Salgo de la casa de Ulises. Llueve.


Me pongo cera en un oído, las palabras entran por el otro, revolotean pero no salen. Empiezan a llenar mi cráneo, bajan por el brazo, llegan a los dedos: las escribo.


17 de junio de 2009

CAZADORES Y RECOLECTORES



Ricardo Bernal


1)

Ella es el musgo que crece en las piedras del arroyo, el humo en la pipa del duende, el vaho que exhalan los dragones dormidos en el centro del mundo. Él es un candelabro, el esqueleto inmutable de la espada flamígera, un arroyo ronco que nunca deja de cantar, la puerta cerrada por dentro para que la oscuridad jamás escape.


2)

Ella se levanta temprano, sacude los restos del sueño dejando caer gatos diminutos, tarántulas de luz, un arroyo de guijarros que desaparece antes de tocar la alfombra. Ella se mira en el espejo y las paredes de la casa crujen. Afuera de la casa, en el cielo, los aviones trazan pentagramas, las nubes se acomodan en ellos y se hamacan al compás del smog. Por las calles, los hombrecitos de plastilina caminan de prisa: es lunes y tienen que resolver muchísimos asuntos urgentes. Bancos. Oficinas. Cantinas. Iglesias. Bancos. Ella sale de la tina, se seca con una toalla enorme y se dirige hacia los cajones. Después de vestirse, Ella mira por la ventana hacia el punto exacto del cielo donde varias décadas más tarde, en uno de los aviones, el capitán beberá café mientras el piloto automático hace lo suyo. El pasajero más viejo del avión escuchará en sus audífonos un disco de Mike Oldfield a las diez de la mañana.


3)

Él se trepa en la motocicleta, se coloca el casco: una calavera afuera de la cabeza donde guarda su propia clavera. Cinco minutos después: las calles, los dedos del aire, la velocidad, los bosques, el verde lago negro de siempre. Él es un guerrero negro montado en un escarabajo rojo bajo el cielo gris preñado de nubes verdes. Las rojas miradas de los coches lo miran con rencor ciego y la primera gota del aguacero cae en la concha del diminuto caracol que avanza en sentido contrario. No está escrito en el cielo ni en el infierno que la motocicleta aplaste al caracol; la palabra “jamás” desaparece por un segundo de todos los diccionarios del mundo, pero por suerte nadie se da cuenta.


4)

El Bernal escribe: es mediodía y cuarenta libros a medio leer lo rodean. Hay novelas policiales, tratados de astrología, manuales fáciles para ser mejor, o por lo menos intentarlo. Bernal morirá dejando inconclusos veinte de los cuarenta libros. Después de su muerte, Doris y sus amigos llorarán, dirán palabras torpes en el velorio; alguien se quedará con los cuarenta libros y, sin abrirlos, se los heredará a sus hijas quienes tampoco los leerán jamás. Pero por ahora, el Bernal sigue escribiendo, está a punto de comenzar el capítulo cinco de su único best seller: La historia de mi abuela.


5)

Ella camina sin prisa, usa sombrerito, lentes oscuros, muy colorados los labios; si la escena fuera una caricatura antigua, ella sería Betty Boop y cuarenta flores sonrientes cantarían y bailarían alegres a su paso. Ella entra a un edificio, cruza espejos, sonidos planos, miradas cejijuntas que la imaginan desnuda. Se detiene ante un mostrador y abre su bolso: en el fondo hay una pistola.


6)

Fue como un sueño: en el velorio de mi abuela, mi madre hablaba en voz baja con otra persona cuyo rostro no recuerdo. Le decía que, de joven, mi abuela se había metido en un lío grande y que mi abuelo la había salvado de la muerte. Tal cual. No. A mi abuelo nunca lo conocí.


7)

Él entra a la cabaña. Un dolor de muelas antiguo despierta, lento como un dinosaurio. Él se quita el casco, mira la escena: un hombre de paja en la mecedora, la chimenea congelada, montones de billetes verdes esparcidos por el suelo, los charcos de sangre… Él trepa por la escalera desvencijada, nubes de polvo como esponjas y el dolor de muelas rencoroso esperando en una esquina del cuadrilátero de su boca.


8)

Uno de los motores del avión tose, hace ruidos despiadados, en Australia hay un pájaro menos. El capitán oprime botones, mueve palancas, se rasca la cabeza, suda… El Bernal se rasca la cabeza y decide ahorrarse algunos renglones: el avión cae en picada al compás de la parte más hermosa del Ommadawn. El pasajero más viejo morirá con esas notas en la cabeza.


9)

Ella yace debajo de las tablas. Los labios pálidos, la boca llena de tierra, las manos atadas. Hay uñas, ojos desorbitados, sangre a borbotones: Ella grita y su grito espanta a una parvada de moscas. Ella es un gusano, el vaho que exhalan los dragones dormidos en el centro del mundo. Décadas más tarde, también en el centro del mundo, Satanás escribe cifras, hace sumas con una calculadora antigua y las cuentas no le cuadran, se asoma por la ventana de su despacho y mira hacia abajo; entre llamaradas y estalactitas alcanza a ver la fila de encapuchados recién llegados. Se mataron en un avionazo, le informa la secretaria. Satanás sigue sumando.


10)

Él escucha los gritos, baja saltimbanqui y los escalones crujen, de una patada parte en dos la puerta del sótano. Ella morirá de cáncer a los setenta años, lejos de esta cabaña, en un cuarto azul lleno de frascos y enfermeras. Pero ahora ella escucha los golpes, las tablas que crujen. De pronto, como en un sueño cinematográfico, entra la luz y Ella mira el rostro enrojecido y desesperado, felino, bigotudo. Él es un arroyo ronco, feliz de encontrarla viva…


11)

Él y Ella cruzan bosques, puebluchos y valles a 120 millas por hora; la motocicleta arde como un infierno sobre ruedas, la cabaña está cada vez más lejos. Casi todos los billetes verdes fueron quemados. Arriba las nubes son piezas de ajedrez reacomodándose en un tablero profundamente azul y sin escaques. Un avión cargado de carne humana vuela como un moscardón anunciando algo, pero ni Él ni Ella lo escuchan, tan concentrados están en la velocidad de los minutos: al amanecer habrán cruzado la frontera y es casi seguro que en su historia de amor esté escrito un final feliz en technicolor…


12)

Fue como un sueño, llevaba años buscando ese libro. Lo encontré en un puestito de cosas usadas, en la calle, estaba amarrado con otros libros y la señora me pidió muy poco por todo el paquete; se sorprendió cuando le di todo el dinero que traía… Llegué a casa, estaba nervioso pero aún así puse café en la cafetera, ya sabes, el ritual: despejar la mesa, lavarme las manos, cortar con cuidado la cuerdita. Los otros libros no tenían la menor importancia, pero ahí estaba: La historia de mi abuela. En la contraportada, la foto del autor: narizón, cara de loco, audífonos enormes y patillas antiguas. Estaba diciendo adiós desde la escalerilla de un avión.

13 de junio de 2009

ÉXODO

Ricardo Bernal



I


Mientras tú duermes, ellos entran por debajo de la puerta de tu habitación. Salen de los cajones desvencijados del guardarropa, o de las grietas dibujadas en los muros y desfilan por los senderos invisibles de las cucarachas. No hacen ruido. Son muchos: más de cien. Trepan por el buró. Algunos se hamacan en las telarañas de la lámpara. Otros se esconden detrás del despertador a besarse impunemente, o se meten a nadar en el vaso de agua. Los que pasan por detrás de los cristales de tus anteojos, se verían distorsionados si alguien los viera. Algunos se creen cultos y se meten a las páginas del libro que ahí yace para leerlo, pero sólo leen lo que tú llevas leído: tal vez quieren comprenderte. Es la hora del éter. La hora infalible en que se abre el telón de tus sueños y comienza el espectáculo.



II


Después de hacer el amor, dos de ellos saltan a la almohada y luego se deslizan al interior de tus sueños. Tienen miedo. A los pocos minutos salen. Son de otro color, ligeramente verde, ligeramente amarillo. Saltan de nuevo al buró y convocan a los demás. Hablan largamente. Casi en silencio, como saben hablar. Su lenguaje no tiene vocablos, sólo gestos, aromas, uno que otro suspiro quejumbroso. Si sus palabras existieran serían larvas, pestañas, láminas delgadas y transparentes. Pasan los minutos. Tú roncas, metidote en tus sueños. Ellos están tranquilos: por el rombo de la ventana ven pasar a un avión que camina de puntitas, a las estrellas, a la luna lenta y frutal. A estas horas, la noche es un rumor de promesas secretas, un pliego de realidad prendido con alfileres para tapar el verdadero rostro del firmamento.



III


Faltan diez minutos para que suene el despertador. Ellos se forman en hileras geométricas, y de siete en siete van saltando a la almohada y entrando a tus sueños. Deslizándose, jugando serios y felices. Si tuvieran boca, sonreirían… Suena el despertador. Tú saltas como un hombre de resortes. Tienes dos ojos y dos orejas. Tienes párpados, pestañas, lengua y un sabor de huesos en el paladar. Luego te tranquilizas. Apagas la alarma, te sientas, tus pies ciegos buscan a tientas las pantuflas. Caminas hacia el baño. Al llegar frente al espejo y mirar tus ojos por fin bostezas perezosamente: lo que ellos ya sabían, lo que ellos esperaban. De tu boca salen más de cien cadáveres invisibles que se convierten en polvo antes de llegar al suelo. Pero también de tu boca salen más de cien almas que se funden con la realidad del nuevo día, que son el nuevo día. Un jueves más que te espera radiante afuera, como un esponjoso felino naranja de luz pura.

10 de junio de 2009

SUICIDA

Ricardo Bernal


Decido poner fin a mi vida por cansancio, hartazgo, excesivos yoes que quieren destronar al yo verdadero. Salgo al balcón: arriba hay luna, estrellas, joyas, ronroneo de aviones y nubes; abajo el ruido, las luces de los autos, muy lejos como en un inframundo inexplorado. Trepo el barandal, doy un paso, otro, sigo caminando en el aire y a cada paso cae uno de mis yoes, planea en círculos, se incorpora convertido en un ciudadano más, hormiga apurada en el callejero ruido nocturnal. Cuando llego a la mitad del trayecto soy sólo yo, sudo mucho. Alzo la cabeza y te descubro: también has caminado hasta aquí desde tu balcón, estás rejuvenecida, más transparente que nunca, y despojada ya de tus otros yoes. Me miras sonriente, frunces los labios y me plantas una sonora cachetada. Caigo.

5 de junio de 2009

EL CUADRO

Doris Camarena y Ricardo Bernal

Pintábamos un cuadro con todos los colores del mundo: rosas y ocres para los rostros de las doncellas dormidas en su lecho, verdes y dorados para el dragón que asomaba su arsenal de colmillos por la ventana, turquesas y azules para las aguas del foso que ceñían al castillo, rojo encendido para el crepúsculo que se precipitaba en la parte superior del cuadro, amarilla la reina silenciosa y oriental, carmesí el rey ceñudo y justo, violetas las barbas del mago que aguardaba en el bosque frondoso… Después de las últimas pinceladas nos estiramos, nos cambiamos de ropa y salimos a dar una vuelta. Afuera, la gente transitaba de prisa sin percatarse de su nuevo mundo en blanco y negro.

1 de junio de 2009

JUGUETES

Ricardo Bernal


Había un muerto. En el callejón donde todas las tardes jugaban Beto, Miguel y Luis, había un muerto. Era un muerto gordo, triste y pensativo con dos medallitas rojas agujerándole el traje gris y luego la carne y luego el corazón congelado para siempre, y para siempre quedarían en la memoria sus ojos muertos, como si al jugar encantados alguien lo hubiera tocado, dejándolo quieto y triste y absurdo, sosteniéndose con manos moradas la enorme barriga llena de pedos gruñones que ya jamás saldrían con su escándalo de patos ridículos. Ni Beto ni Miguel ni Luis se atrevieron a esculcarle los bolsillos. Tampoco se atrevieron a robarle el sombrero de gángster o los zapatos puntiagudos y largos como los dedos de un cocodrilo gigante haciendo la señal de Venceremos. Lo que si se llevaron fue la pistola. Una pistola negra y pesada que parecía haber enmudecido después de la muerte de su dueño, quien no tuvo tiempo de usarla, y nadie supo nunca si fue Luis o Miguel o Beto el que llamó por teléfono a la policía, cero seis: señorita, fingiendo voz de grande; se ha cometido un asesinato en el Callejón de Santa Bárbara, por favor mande una patrulla, ya cuelga, quién sabe si me creyeron. Tampoco se supo dónde escondieron la pistola. Y esa noche ni los papás de Beto, ni los papás de Luis, ni la mamá de Miguel se dieron cuenta del silencio tan espeso cuando los tres niños, cada uno en su respectiva casa, bebían leche, cenaban despacio su cereal o las insípidas burritas recién sacadas del horno de microondas. Los siguientes días en ningún noticiero se dijo nada del muerto que desapareció por la noche como un fantasma, asunto olvidado, y nadie reclamó esa pistola que en nada se parecía a la pistola de plástico azul de la guerra de las galaxias que Miguel le pidió a los reyes magos hace dos navidades, ni a la pistola de fulminantes de Beto, ni a la pistola de Luis que lanzaba gruesos chorros de agua a varios metros de distancia, mojando a sus furiosas primas que tanto se habían tardado en secarse el cabello con una pistola de aire caliente. No. Ésta era una pistola de fierro negro que recordaba tiempos milenarios: como si fuera un feto de ese monstruoso ferrocarril de sueños que viaja sin regreso al infierno todas las noches. Una pistola sólo para adultos, las manos diminutas de Beto y Miguel y Luis apenas pueden sostenerla, se cansan los brazos si la cargas más de diez segundos, y Luis se lastimó los dedos al tratar inútilmente de sacarle las balas. Porque ese era otro acertijo: las balas. No es lo mismo las inocentes balas con las que a veces imaginaban cohetes espaciales para las hormigas, que estas balas metidas misteriosamente en la pistola como juguetes prohibidos. Seis juguetes que desgarrarán músculos y quebrarán huesos y atravesarán arterias. La primer bala será para la maestra mil veces maldita que los obliga a memorizar lecciones absurdas bajo la feroz amenaza de un futuro sin futuro. Otras dos balas para la cabeza del papá de Beto que promete cosas y nunca las cumple, que promete llorando no volver a hacerlo y siempre olvida sus promesas. Y las tres balas restantes para no tener miedo nunca más, para que mañana reine la justicia divina de los ángeles como en tantas caricaturas, tantos cómics y en la vida real de los juegos de nintendo. La pistola brilla en lo oscuro, ahora Beto y Miguel y Luis saben que no hay nada más sagrado que una promesa secreta. Sólo queda esperar a que sus manos crezcan. Esperar a que el tiempo pase, lento como un dinosaurio, mientras los otros juguetes: mecanos, soldados, tanquecitos, agonizan de aburrimiento porque ya nadie quiere jugar con ellos.