Escuer y Bernal

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4 de marzo de 2011

INOCENCIAS HITLERIANAS

Ana Clavel


"Quiero tu pubis de niña", dijo mi hombre mientras conducía el auto que nos llevaría esa noche hasta su casa. Después de recogerme en el aeropuerto se había dirigido a un restaurante donde cenamos sonrientes y silenciosos. Bueno, la verdad es que las miradas también nos alimentaron luego de meses en los que sólo habíamos mantenido contacto por teléfono y correo electrónico. 

Con certeza, sólo sabía tres cosas de él: que le gustaban los autos deportivos, que no bailaba tango aunque era argentino y que le apasionaban los libros que hablaban de la memoria. Había sido arriesgado viajar para conocerlo pero me decidió su indecisión, su escamoteo de agente viajero pernoctando en diferentes ciudades, su irrefrenable postergar nuestras citas. 

Una mañana tomé el teléfono y lo enfrenté: "Iré a California...". "¿Cuándo?", me preguntó sobresaltado. "Cuando tú estés...". No tuvo más remedio que aceptar. 

Entre los preparativos del viaje una amiga me sentenció: "Cuidado porque los argentinos las prefieren depiladas". Ante mi sorpresa, ella insistió: "Sí, depiladas, rasuradas, ni un pelo en la sopa o cuando más una raya a lo Hitler..." Me negué rotunda: "Pues por ahí empezaremos a discrepar. O me acepta con pelos y señales o no habrá trato". 

Pero mi deseo crecía conforme los días que nos separaban para el encuentro se deshojaban. Alguna vez él me había dicho que desde su departamento se veía el mar. Imaginé que mi deseo era una marejada que se alzaba hasta el piso 22, que mi hombre abría la puerta del balcón y que mi ola gigantesca lo inundaba. 

Salimos del restaurante y jugamos en el trayecto. "Te voy a devorar toda la noche", amenazó sin miramientos. Me besaba en los altos y toqueteaba mis senos y mis piernas. Ya casi para llegar escondió su mano en mi pubis y lanzó su súplica que era orden que fue promesa: en sus manos volvería a ser púber otra vez. 

Urgidos por tanta espera comenzamos a desvestirnos desde el elevador. Apenas entramos al departamento me condujo al baño entre besos y caricias sedientas. Entonces me apartó un instante para hacerse de tijeras, rastrillo, espuma. De modo que no era mentira. Obediente, lo dejé hacer. Se aplicó a la tarea de rasurarme como si podara un jardín de flores: cuidadoso, intransigente. En el espejo descubrí que mi pubis, albeante salvo por una misericorde línea central, sonreía con un virginal pudor neofascista. 

Me cargó en brazos hasta la cama. Comenzó a besarme con besos cortos y saltarines. Me tocaba con una delicadeza vehemente como si fuera yo una muñeca de porcelana y temiera romperme. De pronto, se detuvo: al pie de la cama hincó la rodilla y me ofreció hacerme un pastel, llevarme al acuario, mostrarme el final del arco iris si me abría de piernas y lo dejaba contemplarme. 

Mi pubis esbozó una carcajada franca, gozosa, impúdica para él. Yo me saboreaba su fascinación, su mirada eréctil que me esculpía como una estatua viviente. No pude resistir más. Al borde del naufragio, intenté atraerlo hacia mi interior para que juntos nos ahogáramos. Mi hombre dio un salto hacia atrás. Su cuerpo antes vigoroso era ahora el de un chiquillo: "Nunca he violado a una niña", gimoteó incapaz. 

Una hora más tarde estaba de regreso en el aeropuerto. Me marché con mi deseo. Tan intocado como una núbil ola adolescente.




(De la serie "27 hombres y un desnudo")
 

23 de febrero de 2011

ALCES EN BRAMA O MI LIBRO FAVORITO

Alberto Ruy Sánchez

Cuando finalmente llegamos al Centro de las Artes, en lo más elevado de las Rocallosas canadienses, un arcoiris doble se apoderó del cielo por encima de las crestas nevadas de las montañas. Era un majestuoso gesto de bienvenida que nos daba esa naturaleza desmesurada.

Habíamos viajado durante dos horas en automovil desde las planicies, subiendo sin cesar hasta quedar completamente rodeados por esa inmensidad de piedra que parecía arañar el cielo. El Centro estaba en medio de un bosque protegido por la ley como una reserva biológica donde los animales de todo tipo circulaban entre nosotros. Especialmente venados y alces. En el camino vimos un inmenso oso negro escondiéndose entre los árboles. De otro tipo de oso, del Grizly, había oído las historias más temibles. Corren más rápido que un caballo y atacan con su garra enorme directo al corazón. "Justo como algunas personas que conozco", dijo una de mis amigas.

Al entrar al cuarto que me asignaron lo primero que llamó mi atención fue una circular preventiva:

"Tenga cuidado de los alces porque ahora están en celo. Su periodo reproductivo los hace hipersensibles y agresivos. Nunca los mire a los ojos." Pronto me daría cuenta de que la misma regla se aplica también a ciertas personas.

Para asistir a la primera sesión de nuestro Congreso tuve que cruzar un prado donde los alces comían despreocupadamente. Me costaba trabajo pensar que una mirada mía pudiera perturbarlos. Así que, escéptico, no tuve mucho cuidado de evitar sus ojos y casi los buscaba seguro de que nada podría producir yo en ellos.

Pero luego me contaron que los alces son tan obsesivos con sus deseos que la noche anterior violaron a unas vacas de plástico hechas con gran destreza por una artista, Maris Bustamante. Las había puesto a la intemperie, en un prado que tiene forma de escenario, justo al pie del ventanal enorme de los comedores.

¿Cómo podían dejarse engañar por el plástico? No fueron precisamente engañados. Su olfato es excelente. No cabe duda que los tentaba lo desconocido y estaban dispuestos a aparearse con cualquier cosa. Dispuestos a creer en cualquier cosa. Pensé que los humanos no somos muy diferentes. Y tal vez los alces tienen más imaginación de la que suponemos. Esos objetos de arte contaban una historia que los alces creyeron completamente.

Pensé que, si tenemos suerte, los libros producen en nosotros ilusiones similares, instintivas como esas que las vacas de Maris tal vez produjeron sobre los alces desbocados.

En todo caso, en esa ocasión recibí varias lecciones y conocí el más interesante de los libros eróticos que han caído en mis manos. Me lo dio una mujer. Tuvo en mí ese efecto extraño de borrar de golpe la impresión latente de todos los demás. Exactamente como sucede siempre que uno tiene la suerte de hacer el amor con tanto asombro y felicidad que se tiene la sensación de no haberlo hecho nunca antes.

Es tan fuerte el vértigo de sentirse iniciado por primera vez a una nueva dimensión de la vida que, cuando se repite incesantemente se convierte en un vicio, en un valor absoluto. Y uno comienza ya a no hacer nunca el amor buscando el orgasmo o cualquier otro placer imaginable sino insistiendo en el afán perverso de descubrir ese instante irrepetible e impredecible que de pronto nos hace ser los primeros amantes, incluso con la misma persona que se ha vivido esa sensación muchas veces antes.

Y uno va aprendiendo a buscar ritualmente detrás de los gestos conocidos, la entrada a lo radicalmente revelado, a lo inesperado cuya plenitud nos conmociona. La misma mano, los mismos labios, las mismas piernas se cubren y se llenan de una cosa extraña que está hecha del delirio amante (que siempre es distinto y caprichoso) y empiezan a moverse con músculos ocultos. Con los músculos del deseo que en el acto del amor imagina y actúa simultáneamente confundiendo esos dos pasos.

Estábamos en esas montañas tan altas que parecían colgar del cielo más que subir desde la tierra. Y arriba y abajo la nieve cubría todo. A todos nos fue invadiendo una sensación de vivir fuera del tiempo, en un espacio inusitado. El mundo se había pintado de blanco.

Era un Congreso sobre las distintas maneras que tiene el arte de contar historias. Y uno de los temas era "El libro erótico". En una de las sesiones cada quien tenía que llevar un ejemplar para discutir entre varios sus formas y contenidos.

Nos separamos en pequeños grupos para mostrar nuestros ejemplos. En el nuestro, formado por seis personas, llegamos a un momento en el que nos parecía que todo lo discutible y lo admirable estaba ya sobre la mesa. Sólo faltaba la presentación de una artista joven, excepcionalmente bella, que nos miró sonriendo mientras dijo: "El único libro erótico que tengo es el de mi vida, el de mi cuerpo". Y comenzó a desvestirse y a mostrarnos y pedirnos que tocáramos en su garganta la cicatriz de la traqueotomía que le hicieron al nacer. Poco a poco fue orientando nuestras manos por cerca de treinta cicatrices que aquí y allá se ocultaban en su cuerpo mientras nos contaba emocionada y con palabras casi contadas, como en un poema, cada historia que la había marcado, literalmente. "Y no soy la única que ha hecho de su piel un libro". Nos mencionó una película famosa donde la artista Linda Steel contaba así su vida: desnuda frente a una cámara y enumerando cada accidente que la vida le había dejado en la piel.

"Ahora el capítulo final", dijo con perturbador entusiasmo mientras hundía los dedos en su pubis muy tupido, extraño, inquietante.

Y como si abriera una cortinita de vellos, desplegando también sus labios anchos y suaves, nos mostró las casi imperceptibles huellas de la operación gracias a la cual cumplió desde muy joven su deseo de dejar de ser hombre y se convirtió en una mujer bellísima.

Sus labios vaginales eran esplendorosos, como una orquídea carnosa, su clítoris discreto se volvía abultado e hipersensible incluso a nuestros soplidos y al calor de la cercanía de nuestras manos. Su vagina, delicada y cambiante, profunda y fuerte, era capaz de estrangular nuestros dedos pero también de arroparlos suavemente como si los envolviera una lengua redonda.

Las tres cicatrices largas y muy delgadas que corrían de la boca de la vagina hacia adentro apenas y eran perceptibles por mis dedos. Orientado por ella las toqué y creció en mí la sensación de verlas claramente, de mirar la perspectiva que formaban perdiéndose en el fondo. Era como el llamado de un abismo para los suicidas extremos. Estaba mirando con las manos. Mirándola por dentro.

Y cuando mis ojos se cruzaron con los suyos comprendí de lleno a los alces. Me convertí por unos instantes en un cuadrúpedo enorme trotando sobre sus colinas y entre sus bosques, rascándome en sus árboles, perdido en la noche de su cuerpo. En el segundo de un parpadeo tuve otra vida. Una que se agotaba en su cuerpo.

Al vestirse de nuevo nos dijo como conclusión de sus ideas, que por cierto he ido confirmando todos estos años: "un buen libro erótico nunca se cierra, sigue vivo en las manos y en los ojos de quien bien gozó sus formas".

Al regresar al auditorio con los otros grupos cada uno hizo un resumen de lo más notable que habíamos discutido. No hubo duda que ella debería relatar nuestra experiencia. Y para continuar asombrándonos tanto como antes, ella contó detalladamente en público cómo nos había hecho leer su cuerpo con las manos y creer una historia de transexualidad que no era cierta. Pero que su arte nos la hizo verosímil e inolvidable. Como un buen libro erótico. Ese es desde entonces mi libro favorito.

Al salir, ahora sí, tuve mucho cuidado de no mirar a los ojos de los alces.


(Fragmento de la novela "La mano del fuego").

22 de febrero de 2011

SOY ARENA

Mayán Santibáñez


Penetran tus ojos la fragilidad de mi alma. Tu mirada es marejada en el orden de su líquido esencial. Revuelta, me sostengo en el abrazo de tus manos, la caricia de tu dedo es barandal. Sin remedio me abandono a la luz de tus palabras, caigo entera ante su hechizo de cristal. El remolino de tu voz agita en mí todas las aguas, mis ojos las dejan escapar. Me partes en dos de un solo beso; me desbaratas con los demás. Me desintegro, soy arena, polvo inasible que va entregándose a tu mar.

18 de febrero de 2011

DOS FANTASÍAS Y UNA DANZA

Berta Gómez


Fantasía tres 

Ella está en una pequeña celda, apretada por sus cuatro muros que se alzan sobre la breve cama de catre. La rodean libreros repletos de tomos enciclopédicos y música. Un cantaor se escucha de fondo. La luz es poca, el olor extraño, rancio, viejo. Entonces la tomas por el centro. Ella se siente frambuesa, cereza: la comes como a una fruta de dulces sabores. Y el olor rancio y viejo se convierte en fresca huerta por la mañana. Me siento como una fruta, te dice mientras suenan las guitarras flamencas. 



Fantasía seis 


La habitación es obscura; el sonido es el de la calle. Al frente, un gran balcón que mira hacia el mundo iluminado de afuera. En el centro hay una mesa, un florero y un sillón de tapiz floreado. Qué extraño, él piensa, que esa mesa no esté a un lado de la gran ventana con puertas de madera. Los techos son altos, el piso frío. Demasiado frío, quizás, para la temperatura de la habitación: hace demasiado calor. Afuera es de día y la gente camina, juega, habla, conduce autos y suena las bocinas. El murmullo de la calle, alto, llega a esa habitación obscura dentro del día como lejano rumor. ¿Haremos el amor? Ella le pregunta mientras te muestra su lunar extraño. Sí, le respondes con la mirada de lo inevitable. 



Danza 


Antes bailábamos, ahora sólo nos interesa mirar. Ella te reclama y te recuerda sin querer ese día en el que describiste su anatomía interna: Es una especie de trompa que sale de tu sexo. Me absorve, me chupa los dedos. Los dedos que introducías con fuerza. Has de ser muy fértil, le dijiste con la voz del que sabe. Ella cerró los ojos: nunca había sentido por dentro tanto movimiento. Trompetas festivas tocaban música en su cabeza. Yo bailo bien cuando mi pareja me hace eco, le dijiste esa otra vez mientras la salsa y la cumbia. Ella giraba con la cabeza para alcanzar tus ojos. Qué bien bailas, dijo ella. Y tú solo querías mirarla. 

16 de febrero de 2011

PERSECUCIÓN

Angélica Santa Olaya

Acelera el paso el segundero, flaco de tanto correr, sólo para que el minutero lo espere un paso más.  Sólo uno más para retener la esperanza en la sempiterna unión.

–Un instante más por favor… sólo uno más.

Suplica el segundero mientras roza, al pasar, el cuerpo de su amado.

El viejo y paciente brazo de las horas los observa y sonríe guardando la distancia. Sabe que la eternidad no tiene prisa ni, mucho menos, ganas de detenerse a mitad del camino para satisfacer a un par de enamorados.  Ellos no lo entienden, pero el tiempo sabe muy bien lo que hace. El placer está en la persecución y el único amor eterno es el que nunca se alcanza.

12 de febrero de 2011

DOS PUNTOS

Mónica Lavín



Sedúceme con tus comas, con tus caricias espaciadas, tu aliento respirable y tus atrevimientos continuos; colócame el punto y coma para cambiar las caricias por largos besos y frases susurradas boca a boca. Haz un punto y seguido para desatarte de mí y contemplar mi desnudez sobre tu cama, ahora interrumpe con guiones para soltar un halago sobre mi cuerpo y su huella en el tuyo -recorrer con la mirada el talle y el hundimiento en la cintura, el ascenso en la cadera, la larga prolongación de las piernas rematadas por un pie que no resistes besar-. Embísteme sin mi rechazo y tortúrame con la altivez de tu deseo arrastrándome muy lejos (al borde del abismo entre paréntesis y sin comas por favor), ahora desenvaina tus puntos suspensivos... -maldito trío de puntos- ese espacio sin nombre no se alcanza. 

Un punto y aparte para calmar el temblor de mi cuerpo y sonreírte al tiempo que me das de beber del vino espumoso en una copa. Borro mis interrogaciones. Toda una antesala para retomar tus comas y regalarme la humedad de tu boca y la suavidad de tu respiración en mis orejas, cuello, nuca, hombros; atacar con puntos y comas nuevamente para buscar con tu dedo un clítoris congestionado, pasar tu lengua entre esos labios escondidos y saborear mis secreciones -robármelas entre guiones- y atizar de nuevo en mi centro ardiente ocupándolo, sosteniendo el ascenso ¡inminente! con signos de exclamación, la eyaculación inevitable... hasta acabar con los puntos suspensivos y vaciarte todo en mí y desplomarte extenuado, aliviado y amoroso en mi cuerpo complacido. 

De nuevo un punto y aparte para dormir sobre mi pecho y poner punto final al entrecomillado "acto" que en este caso es un hecho amoroso sin ningún viso de actuación. 

Si estoy equivocada, felicito tu dominio de la puntuación. 

Punto final.