Escuer y Bernal

27 de junio de 2011

EL PULPO

Elena Milán


El pulpo extendió sus brazos: era un pulpo multiplicado por sí mismo.

Carlota lo miró horrorizada y corrió a la puerta. ¡Maldita costumbre de encerrarse con llave todas las noches! ¿En dónde la habría dejado? Regresó a la mesita. La llave no estaba ahí. Se acercó al tocador. En ese momento se enroscó en su cuello el primer tentáculo. Quiso retirarlo pero el segundo atrapó su mano en el aire. Se volvió tratando de gritar, buscando a ciegas algo con qué golpear esa masa que la atraía, que la tomaba por la cintura, por las caderas. Sus pies se arrastraban por un piso que huía. El pulpo la levantaba. Carlota vio muy de cerca sus ojos enormes. Era sacudida, volteada, acomodada y recordó que entre aquella cantidad de brazos debía haber una boca capaz de succionarla.

Se refugió en su desmayo. Al volver a abrir los ojos se hallaba tendida en la cama. Un tentáculo ligero y suave le acariciaba las piernas, las mejillas. Otro jugaba con su pelo.

Carlota comprendió entonces y sonrió.

NO TE OLVIDES DE NOSOTROS

Juan Manuel Torres


A. salió de la casa hace siete años y desde entonces estamos esperándolo. Madre dice que tiene que volver, que antes de morirse ha de verlo llegar gritándonos desde la calle para que le ayudemos a subir las escaleras. Madre tiene confianza y por eso seguimos esperándolo. Ojalá no se equivoque; porque si A. vuelve todos en la casa estaremos más contentos.

23 de junio de 2011

21 de junio de 2011

LA NOCHE DE MARFIL

Andrea González


Una vez más estuvimos demasiado cerca. Las sombras de nuestros cuerpos dibujaban movimientos lentos sobre las paredes totalmente iluminadas de mi habitación. El techo, incrustado de diamantes de fantasía, destellaba arrancando aun más luz de las lámparas colgadas en las esquinas. Y en mi cama tu y yo. ¿Que cómo llegaste ahí? Como siempre. No te engañes. Llegaste por tu propia voluntad.

El escenario es el parquecillo afuera de la biblioteca, rodeando las seis de la tarde. El sol empezaba a morir entre los cerros, sacrificándose una vez más ante la ciudad indiferente, o mejor dicho, para la ciudad indiferente. Los personajes somos nosotros, tu y yo. Pero, como siempre, te demoras a propósito. Quieres comprobar que te esperaré el tiempo que haga falta. Y yo, desde luego, te esperaría quinientos años... Otros quinientos años. Supongo que disfrutas malgastando mi tiempo. Aguardo con la falda negra, la blusa gris, las cadenas en el cuello, el maquillaje oscuro, los zapatos morados, y los guantes de terciopelo claro. Sí, los guantes, para disimular las cicatrices y las uñas... Y como el sol que escurre por mi espalda, llegas tú escurriendo por mis ojos. Tú y tu facha de idiota desparpajado y feliz. En el fondo, quien sabe qué clase de bestia eres. Seguramente eres más feroz que yo, pero no más fuerte.

-Perdón, es que yo…

-Sí, ¿nos vamos? Me está dando frío.

Tus ojos me suplican en vano, y muy tarde te das cuenta de que ya que llegaste no dejaré que te vayas. Ninguna pregunta hace falta, ya sabes a dónde nos va a llevar el taxi. En el camino pido que enciendan la calefacción. Es de vida o muerte mantenerme caliente, no importa lo que la vida o la muerte signifiquen para mí. Siento tu mirada nerviosa y te muerdes los labios y tus dedos recorren una y otra vez tu frente mojada por el sudor.

-¿Leonor?

-¿Sí?

-¿Cómo estás?

-Bien, feliz de verte. Y ¿tú, Allan?

-Bien, contento de estar contigo.

Rio entre dientes. Mentiroso, farsante y además mal actor. No importa cómo, pero llegamos. Bajamos. Pagamos. Entramos. Vamos a la cocina. Destapo una botella de vino. Tomamos. Cierras los ojos.

-¿Me has extrañado?

Por toda respuesta resuena tu risa. Se me olvidaba que te gusta retorcer la navaja una vez que la has hundido. Ahora la duda es esa, esa que hemos tenido siempre: ¿rendirse o morir? A ambos nos ha tocado ser cobardes o perdedores en distintos momentos. ¿Hoy a quién le va a tocar hacer qué?

Entonces empiezo a besarte y se te van quitando las dudas. Tu boca esta mojada de vino y de miedo. La mía está seca por la sed. Y un beso sigue al otro, cada vez más rápido, y tus manos tiemblan sobre mis senos, y me quito los guantes. Te separas inquieto, mirando cómo las uñas afiladas y plateadas crecen cada vez más. Ahí va. Y las hundo en tu espalda. Tu rugido vibra en toda la casa. Tus colmillos brillan sólo un instante y luego desaparecen entre los hilillos de sangre de mi cuello. Sigue pretendiendo que eres mi víctima. Nadie creería ahora que tus infernales dientes crecen de repente porque te lancé un maleficio. Sígueme nombrando bruja entre las ruinas de prendas humanas que vamos dejando a nuestro paso. Deja que mi envenenada intrusa rosa resbale entre la fortaleza de soldados blancos de tu hocico.

Las escaleras casi no aguantan nuestra carrera hasta la habitación-luz. Y, penetrando nuestros cuerpos en la incertidumbre, los gemidos penetran en el infernal silencio de mi prisión elegantemente forrada de secretos. Pero no todo dura tanto como el dolor, cualquier tipo de dolor. Cuando miraste tu reflejo en la ventana, y viste que la piel de tu espalda era una confusión de mechones de pelo enmarañado y cicatrices y piel blanca, y tus ojos azules ya eran negros, y tus manos suaves eran garras húmedas, y recordaste tu condición humana, a pesar de todo humana, sólo así dejaste de besarme. Y te tocó darte cuenta de nuevo de que sólo yo consigo transformarte. Y fuiste un cobarde. Me clavaste la daga de marfil en el cuello, y me dejé envolver en el manto de penumbra y frío, y de nuevo vino la muerte. Pero la noche no fue de en balde. Una vez más, estuvimos demasiado cerca.

18 de junio de 2011

TRASPASADO DE LOS SUEÑOS

Ramón Gómez de la Serna


De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsédante en las paredes de su alcoba.

Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.

Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar y escuchó su incumbencia:

—Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.

—¿Y en qué lo ha podido notar?

—Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar. Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver. . .

—¿Pero como ha podido pasar eso?

—Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya. . .

¿Y qué cree usted que podemos hacer?

—Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted sus sueños.

Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.

13 de junio de 2011

ANA LUCÍA LUNA

Omar Ocampo


Ana Lucía Luna fue una niña muy hermosa. Por herencia lo tenía todo para serlo porque su madre y abuela eran mujeres igualmente bellas, pero había un factor que la hacía más hermosa: su nombre. Cuando se conocía a la pequeña Ana Lucía Luna todos no podían hacer menos que aceptar que nunca habían conocido a una niña a quien su nombre le quedara como anillo al dedo. Gracias a un olvido de su progenitora, que no la llevó en su momento al Registro Civil, la niña pudo escoger su nombre. Bueno, no todo lo había escogido ella, pues su madre tuvo claro que su hija se llamaba Ana desde que la parió, pero los otros dos nombres los escogió ella, para llamarse orgullosamente Ana Lucía Luna. Y su madre no pudo resistirse a la evidencia de que efectivamente su hija no podía llamarse de otra manera. Además de hermosa, Ana Lucía Luna fue una niña muy feliz, sobre todo cuando le preguntaban su nombre, el cual ella decía, casi declamaba, enchida de orgullo y placer de ser quien su nombre nombraba.

Pero cuando a ella le tocó parir a su hija también tuvo un olvido que marcó a su nena. Permitió que su suegra se vengara de sus padres heredándole a su nieta el espantoso nombre con el que a ella la habían condenado y que le hizo sufrir por tantos años, sobre todo en su infancia, sobre todo cuando alguien le preguntaba cómo se llamaba y llena de vergüenza tenía que decirlo. La hija de Ana Lucía Luna desafortunadamente no pudo ser una niña feliz, y gracias a su vengativa abuela y al olvido de su madre, nunca pudo decir su nombre con orgullo, como lo hacía su madre, sino con vergüenza, como lo hacía su abuela.

8 de junio de 2011

HITCHCOCK

Ricardo Bernal


Como todos sabemos, Alfred Hitchcock aparece unos cuantos segundos en todas y cada una de sus películas. Gran orquestador de bromas macabras, Hitchcock hizo un pacto con la muerte: aparecerá unos cuantos segundos en todas y cada una de nuestras vidas. Lo veremos a lo lejos, cruzando la calle entre la multitud; lo veremos asomarse detrás de unos arbustos, o reflejado en el espejo de un bar, o a bordo de un taxi que se aleja cualquier noche, cualquier año… Hay que estar atentos.

6 de junio de 2011

LEMMINGS

Richard Matheson


-¿De dónde vienen? - preguntó Reordon. -De todas partes - replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se en­contraban embotellados, costado contra costado y parachoques contra parachoques. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

-Ahí vienen unos cuantos más - señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Bastantes charlaban y reían. Algunos pero manecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

-Simplemente no lo comprendo - dijo Reordon, meneando la ca­beza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario -. No puedo compren­derlo.

Carmack se encogió de hombros.

-No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo. -¡Pero es una locura!

-Sí, pero ahí van - replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atra­vesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrar­se en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impi­dieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

-¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? –preguntó Reordon.

-Hasta que todos se hayan ido, supongo replicó Carmack.

-Pero..., ¿por qué?

-¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?

-No.

-Son unos roedores que viven en 1os Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

-¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

-Es posible - replicó Carmack.

-¡Las personas no son roedores! - gritó Reordon, airado.

Carmack no respondió.

Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.

-¿Dónde están? - preguntó Reordon.

-Tal vez se hayan ido.

-¿Todos?

-Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:

-Todos...

-No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.

-¡Dios mío...! -murmuró Reordon.

Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.

-Bueno - dijo -. Y ahora, ¿qué?

Reordon suspiró:

-¿Nosotros?

-Ve tú primero -replicó Carmack-. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.

-De acuerdo - Reordon extendió su mano -. Adiós, Carmack - dijo.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos. -Adiós, Reordon - se despidió Carmack.

Y permaneció fumando su cigarrillo mientras obser­vaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros. .

Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.

A lo largo de la costa se alineaban un millón de co­ches vacíos.

3 de junio de 2011

OJOS DE UN VENADO

Cecilia Durán Mena

Teodoro Villaseñor recordó el dicho: “De tanto estirar la cuerda la terminas reventando”. Se secó su frente con el pañuelo, miró a su nieto prefirió guardar silencio. Al mirar la escena pensó que tal vez ir de cacería no había sido tan buena idea. De buenas intenciones esta pavimentado el camino al infierno.

Hacía años que no aceptaba la invitación de su alumno, el general Fernando Garrido, para ir a cazar venado de cola blanca. Cada año le llegaba la invitación y cada año era la misma respuesta: “Ya estoy viejo”. Desde la muerte de su querida Rebeca nada lo animaba a salir y dejar su actitud de ermitaño. Claro que la cacería era diferente, era de las pocas actividades que jamás había compartido con su hija. La necedad del general Garrido se hacía patente una vez más. No se resignaba a las negativas de su maestro y le envió su invitación para la temporada de caza.

Pero este año la insistencia cayó en tierra fértil. Teodoro Villaseñor reflexionó que era tiempo de hilvanar una actividad que divirtiera a su nieto y le trajera buenos recuerdos de su abuelo cuando él ya no estuviera. No todo podía ser regaños. —Así que habló con su alumno y le avisó que podían pasar a recogerlos a Monterrey el 28 de noviembre, fecha en que iniciaba la temporada de cacería.

Como en aquellos tiempos fue el propio general Garrido quien pasó por su querido maestro y por su nieto. Se sorprendió al ver a Teodoro Villaseñor tan fuerte y saludable a pesar de los años. No dudó, estaba seguro de que podría seguirles el paso en la persecución de venados; el nieto era un puberto, callado, la cara llena de granos, ojos pequeños flaco, de manos y piernas largas, que arrastraba con pesadez. Éste sí le preocupó a Garrido. No le veía patas pa´ jinete. Se veía torpe, de los que podían causar accidentes. Sería mejor mantenerlo a su lado en todo momento.

El general Fernando Garrido tenía 56 años, era un ranchero fornido, de bigotes tupidos, cejas juntas, pelo en pecho, manos fuertes y callosas. Se graduó como ingeniero militar con honores para complacer a su madre. A los 41 se retiró anticipadamente del ejército. Se jactaba de haberlo hecho en el momento oportuno, antes de que empezaran los cocolazos. Con los ahorros de su vida compró un rancho cinegético en Nuevo Laredo.

Era famoso porque organizaba grupos de cazadores a los que les armaba los mejores paquetes de la región, con: estancia, alimentos y bebidas preparadas por el cocinero con ayudante; guía, chofer y vehículo con apoyo constante por radio; permisos y cintillos de cacería. Ofrecía cacerías de seis días o hasta que se consiguiera abatir o herir un venado, lo que ocurra primero. Gracias a su buen oficio, el general Garrido hizo mucho dinero con su entretenimiento favorito. Ahora era dueño de múltiples ranchos cinegéticos tanto en Tamaulipas como en Texas. En el camino del aeropuerto de Monterrey al rancho, Garrido le explicó al nieto:

—La temporada de cacería oficial es durante los meses de diciembre y enero. La razón es muy simple: es durante este mes cuando más entrados en celo están los venados, sus rastros son más claros, su presencia es menos discreta y su conducta es muy previsible.

— Pero hoy es 28 de noviembre —dijo el joven.

— Ya se por donde vas muchacho. La primera cacería de la temporada yo la reservo para mis amigos mas queridos, como tu abuelo. Es un evento privado ¿entiendes? Pa´ los cuates. Aquí el chiste es agarrar un macho adulto, pero el tamaño y calidad depende de la suerte, habilidad, tenacidad, experiencia o paciencia de cada cazador. El rancho es un terreno totalmente virgen y natural, abierto y libre de obstáculos en donde los venados habitan y se mueven en absoluta libertad. Ponte abusado, no te vayas a perder. Yo ofrezco las condiciones óptimas para obtener un gran trofeo, pero no puedo asegurar que se obtenga, ya que eso depende de cada cazador.

— ¿Sólo vendados, general?

— No, muchacho, pa´ mis cuates también hay jabalíes de collar. Y ¿sabe que, maestro?—dijo dirigiéndose a Teodoro Villaseñor— Le tengo una sorpresa, ya se puede cazar con arco y flecha, si gusta. O si viene de arriesgado, le presto mi rifle de alto poder.

— No, Garrido, yo traigo mi escopeta.

— Aí como usté quiera, eso es a gusto de cada quien.

Al llegar al rancho fueron recibidos por el cocinero y su ayudante, quienes tomaron su equipaje. Luego Garrido fue a resguardar las armas. Una chica les asignó sus habitaciones y les indicó los horarios de comidas.

Era casi la hora de cenar cuando Teodoro Villaseñor y su nieto se unieron al grupo de cazadores que estaban en la estancia. Muchos habían sido sus alumnos. Todos lo saludaron con cariño y respeto. Garrido se lució preparando él personalmente los alimentos y al finalizar salieron a platicar alrededor de una fogata.

— Esta es una forma de crear un ambiente de camaradería que uno busca en la cacería —le dijo Teodoro Villaseñor a su nieto.

—¿Un traguito, maestro, para conciliar el sueño?—dijo Garrido.

— Solo uno, mañana hay que madrugar.

Toda la velada los viejos le dieron indicaciones al nuevo cazador:

—Llévate una chamarra de mezclilla para protegerte de las espinas — dijo uno.

— No, mejor vístete de ropa de cacería, de camuflaje, para que también puedas moverte con libertad sin espantar a los venados—dijo otro.

Le explicaron que en la madrugada la temperatura era por debajo de los cero grados, pero que al salir el sol, el calor subía de forma abrupta, hasta los veintiséis o veintisiete. Por esto era importante salir abrigado, con guantes y pasamontañas. Hablaron de la importancia de la disciplina entre los participantes de la cacería como de un asunto de vida o muerte.

La cacería comenzó antes del alba. Teodoro Villaseñor sonreía al ver la cara bobalicona de su nieto, por la sorpresa ante el cielo estrellado, por la obediencia de los perros, la novedad de cargar un rifle, la admiración que le causaba el paisaje terregoso, seco y lleno de espinas.

Garrido continuó aleccionándolo:

—Al empezar la cacería, es importante familiarizarse con el lenguaje y el entorno, aprender el nombre local de plantas y animales, ya que los guías son personas que han vivido en esos parajes toda su vida y las cosas nuevas para ti, son lo cotidiano para ellos, así cuando te digan: "Abajo del paloverde" o "Detrás de la pitaya" sabrás el punto que te desean indicar; lo mismo que el idioma, ya que los guías llaman "buro" al venado bura macho; para ellos un bura es la hembra y cuando hablan de venados se están refiriendo al cola blanca, no al bura.

Amanecía y lo primero que el grupo observó fue a unas venadas, como a 300 metros rumbo al sur, las cuales mascaban el maíz que previamente los guías regaron en las brechas. Garrido se llevó el índice a los labios, ordenando silencio. Atentos para ver si las acompañaba un venado, apuntaron sus rifles. Lástima: solamente estaban ocho venadas y dos cervatillos que duraron alrededor de hora y media en el mismo lugar, lo cual los estaba desesperando, porque ya eran las nueve y todo hacia suponer que una hora más y regresarían al campamento.

Como a los veinte minutos se percibió un movimiento al final de la brecha con dirección norte. Tratando de ubicar con la mira telescópica del rifle, Garrido observó una venada caminando rumbo a la brecha. Enseguida vio que atrás de ella, como a 10 metros, venía un venado.

—Tiene buena canasta— susurró el general Garrido. Lo sabía no porque hubiera observado cada uno de los picos; lo que llamó su atención era que las orejas sobresalían considerablemente. Parecía un buen trofeo. Estaba como de 500 metros de distancia, por lo que, lo más seguro era que fallara o solamente lo hiriera, Garrido bajó el arma. Al aumentar los poderes de su telescopio hasta 20 observó que realmente era un buen trofeo de 10 puntas: lo que todo cazador busca. Observó por la mirilla al macho inquieto siguiendo a la venada. En ese preciso momento el animal dejó de observar a la hembra y levantó la cabeza presintiendo el peligro, lo que alertó a Garrido a disparar a esa distancia antes de que saliera huyendo.

Teodoro Villaseñor escuchó seco, el sonido característico de un tiro que da en el blanco, pero para su sorpresa vio al venado saltar una cerca de alambre en dirección a ellos. Lo observo corriendo con la cabeza levantada lo cual le indicó que posiblemente Garrido había fallado el tiro. Le gritó a su nieto: ¡Dale! El nieto, obediente, disparó. Seco. ¡Entró, entró el disparo!, gritó enardecido el abuelo.

—Los venados con disparos bien dados, corren mucho. — dijo Garrido.— Vamos a esperar un tiempo prudente y después vemos si hay manchas de sangre.

Caminaron rumbo a la brecha muy despacio porque todavía estaba por ahí la venada y si se había fallado el tiro, a l mejor el macho regresaba a buscarla. Como a unos 10 metros observaron rastros de sangre en el suelo. El nieto respiraba agitadamente. Sonreía. El abuelo miró a los cazadores a su alrededor, levantó las cejas. Recibió palmadas en la espalda. Rápidamente corrieron al lugar y observaron como el poste de la cerca estaba manchado de sangre.

— Si, va bien pegado el animal— dijo Garrido—. Miren los rastros. Se va a complicar la búsqueda del venado y más con la velocidad con la que se fue corriendo. —y le gritó al ranchero que nos ayudaba—: Manchas, tráete a Martes, esa perra es la mejor. — y se dirigió al nieto: Esa te va a encontrar tu venado, hijo

Manchas, el ranchero, regresó con la perra. Olfateó la mancha de sangre y le ordenó que buscara. Como a 35 metros del disparo, al lado de un abundante charco de sangre color rosa, junto a una nopalera, la perra se detuvo.

— ¿Qué le pasa, por que no sigue buscando?, dijo el nieto.

—Ya lo encontró. Ya encontró tu venado— dijo entusiasmado el general Garrido.

Atrás de un huizache estaba el venado. Garrido gritó que estaba muy bueno y tenía arete, doble defensa y astas de muy buen tamaño. Manchas gritó que estaba vivo. El nieto corrió en dirección de la voz, dejó atrás al abuelo, que no pudo avanzar a la misma velocidad, al llegar se agachó. Miró directamente los ojos de su venado. El animal agonizante le devolvió la mirada. Quedó hechizado, el muchacho jamás había visto unos ojos que fueran cielo y mar al mismo tiempo.

Una flama iluminó el interior de los ojos del ciervo. Una espiral se dibujo en ellos mostrando, por un segundo, las puertas de la eternidad. El nieto bebió esta esencia. Luego un vaho opacó ese espejo. Se enturbió el lago. El venado murió. El nieto se arrodilló y rodeó con sus brazos el cuello del animal.

Al llegar al lugar, Teodoro Villaseñor vio a su nieto en el suelo. Sacó su pañuelo, se secó un sudor inexistente de la frente y pensó que tal vez ir de cacería no había sido tan buena idea. Estaba a punto de arrodillarse junto a su nieto, cuando este se volvió. Sus ojos eran una espiral, una escalera de caracol que llegaba a una profunda oscuridad. Eran ojos que contenían un abismo del que emergieron como chorros risas a borbotones, frías y calientes, relámpagos de euforia.

El joven se abalanzó sobre su abuelo. Lo tiró de espaldas al suelo terregoso. Se montó sobre él.

—¡Lo maté abuelo, lo maté! ¡Lo logré! ¡Si, si, fui yo! — levantaba los brazos con los puños cerrados y una risa victoriosa.

El abuelo sonrió. Ahí tirado en el terreno pedregoso, sucio, con su nieto montado sobre el pecho, por primera vez en su vida sintió verdadero orgullo de él. Intentó incorporarse. El chico no lo dejó. Entonces, también sintió miedo.