Omar Ocampo
Ana Lucía Luna fue una niña muy hermosa. Por herencia lo tenía todo para serlo porque su madre y abuela eran mujeres igualmente bellas, pero había un factor que la hacía más hermosa: su nombre. Cuando se conocía a la pequeña Ana Lucía Luna todos no podían hacer menos que aceptar que nunca habían conocido a una niña a quien su nombre le quedara como anillo al dedo. Gracias a un olvido de su progenitora, que no la llevó en su momento al Registro Civil, la niña pudo escoger su nombre. Bueno, no todo lo había escogido ella, pues su madre tuvo claro que su hija se llamaba Ana desde que la parió, pero los otros dos nombres los escogió ella, para llamarse orgullosamente Ana Lucía Luna. Y su madre no pudo resistirse a la evidencia de que efectivamente su hija no podía llamarse de otra manera. Además de hermosa, Ana Lucía Luna fue una niña muy feliz, sobre todo cuando le preguntaban su nombre, el cual ella decía, casi declamaba, enchida de orgullo y placer de ser quien su nombre nombraba.
Pero cuando a ella le tocó parir a su hija también tuvo un olvido que marcó a su nena. Permitió que su suegra se vengara de sus padres heredándole a su nieta el espantoso nombre con el que a ella la habían condenado y que le hizo sufrir por tantos años, sobre todo en su infancia, sobre todo cuando alguien le preguntaba cómo se llamaba y llena de vergüenza tenía que decirlo. La hija de Ana Lucía Luna desafortunadamente no pudo ser una niña feliz, y gracias a su vengativa abuela y al olvido de su madre, nunca pudo decir su nombre con orgullo, como lo hacía su madre, sino con vergüenza, como lo hacía su abuela.