Escuer y Bernal

21 de marzo de 2014

LA MUJER DEL LÁTIGO

Mónica Sánchez Escuer

Había una vez una mujer que caminaba despacio, cubierta de sangre, con un látigo golpeándole la espalda. Su propio látigo. La carne abierta, hinchada. Los ojos nublados por el sudor y el sueño. La gente la miraba extrañada, algunos con pena, otros con estupor. Muchos especulaban sobre las oscuras culpas que movían el brazo incansable y despiadado de la mujer. Nunca faltó quien la siguiera de cerca, quien especulara sobre sus pecados, quien la compadeciera. Pero fueron aquellos que no se resistieron y la ayudaron en su flagelo quienes la hicieron reaccionar.  Y es que la sangre seduce. Despierta el morbo, el sadismo, la lástima. La mujer caminaba exhibiendo su carne viva sin saber que el olor atraía tiburones y aves de rapiña. Así, sin darse cuenta, concentrada en el ritmo de sus golpes, mirando de cerca sus próximas dos huellas, se encontraba acompañada de carroñeros y depredadores que la ayudaban  a desprender trozos de piel y de uñas.

Un día detuvo el látigo, lo soltó y se sentó a descansar. Con el brazo agotado y la frente seca, despejada, levantó la vista y descubrió el horizonte. A su alrededor había gente de todos tamaños: los más grandes le sonreían, los más pequeños seguían concentrados en ayudarla a desollarse. Entonces sintió el dolor, el coraje. La mujer se levantó, se sacudió y la gente pequeña cayó al piso. Cuando se movió de lugar y se puso en marcha, no pudo evitar aplastar a todos aquellos que aún buscaban, hambrientos, el rastro de su sangre.