Escuer y Bernal

1 de julio de 2012

EL RETORNO

Enrique Layna Ordóñez


Es el treinta y siete. Les llamaré días por no tener otra palabra con la cual designar esta sucesión de instantes infinitos, cuya única medida es el ocultarse y despuntar de las tinieblas. La mañana gris bajo la bruma trae consigo la mala nueva: mi amado ha muerto en la oscuridad. Al fin el ayuno acabó con su escasa resistencia. Nunca con su templanza. Su mano siniestra aún aprieta la daga/crucifijo contra sus labios; la derecha, rígida, acuna genitales rígidos. Con mis manos escarbo la maldita arena que no deja crecer ni plantas ponzoñosas; algunos anélidos oscuros se me incrustan bajo las uñas. La fosa no alcanza mucha profundidad. Deposito su cuerpo y lo cubro lo mejor que puedo apisonando la arena; de cualquier modo queda un ligero túmulo, evidencia del volumen inerte de su cuerpo. Sigo mi camino sin dirección por esta tierra dura, buscando mi sombra para que me señale algún rumbo. Sólo desierto hasta el horizonte. Al final, la semiclaridad se rinde para dar paso a la verdadera tiniebla. Me dejo caer aquí, que es decir en cualquier parte, porque la planicie sin fin carece de rasgos distintivos. La luminiscencia del trigésimo octavo día me devuelve el horror. A mi lado yace el cuerpo yerto de mi compañero. Su cadáver siguió mi rastro durante la noche. Son sus despojos, aunque deformados. El amoratamiento indica su franca entrada al estado de descomposición, como si el contacto con la arena acelerara el proceso, como si el propio suelo reclamara el reintegro de sus componentes con la mayor celeridad posible. El rictus del rostro me hace pensar en su irónica sonrisa, que acaso podría expresar también una dolencia profunda. Lo entierro de nuevo. Ahora, a pesar de los gusanos, a pesar de las heridas en mis manos causadas por esta arena vidriosa, lo deposito más abajo. Busco algunas piedras para reforzar el trabajo y le doy el toque final cuando incrusto la daga sobre el montículo; diminuta cruz señalando el lugar en que espero repose mi amigo de manera definitiva. Ahora me apresuro hacia ninguna parte, sin confesar el deseo de alejarme del cadáver de quien ha sabido ser, además de compañero leal, mi guía y mi maestro. Me distancio de su corporeidad y de los recuerdos de otros tiempos. De su enseñanza y de su fe que me han dejado en este llano sin salida. El tránsito de claridad a penumbra tiene lugar sin cambios. La nubosidad sempiterna de esta tierra baldía me impide contemplar las estrellas. Sueño sin imágenes una ominosa presencia acechante, de la que sólo escapo gracias a la luz escasa de la mañana siguiente. Fatal desconsuelo; fiel a su promesa mi amante no me abandona. Luego de apartar la arena abrasiva y las rocas que aprisionaban su cuerpo, su piel destrozada revela algunos órganos por entre los huecos de su sistema óseo. Las bacterias hacen su trabajo mientras despiden olores repelentes. Le hablo sin conseguir respuesta. Su miembro es azulado, se mantiene erguido, afilado. Los ojos me miran y no ven, la mueca es risa burlona. Comienzo la labor por tercera vez. Con calma. Me tomo casi todo el día treinta y nueve ya sin esperanza, con la desilusión anticipada. Aunque sé que es un gesto inútil, lo entierro y entierro la daga en el corazón, pero esa víscera está en desuso, muerta. Ya ni siquiera me alejo. Intento escuchar; sin embargo; la fatiga me vence. Me despierta el peso muerto redivivo. Jirones de carne se agitan sobre mí, líquidos viscosos humedecen mi cuerpo; aspiro un hedor insoportable mientras él penetra mis carnes al ritmo sincopado del juego eterno. Mantengo los ojos cerrados pero mi mente ve. La frase sigue una ruta inexorable hacia mi conciencia: y resucitó al tercer día... y resucitó al tercer día... y resucitó al tercer día...

CIUDAD ROJA


En mi ciudad los lectores de periódicos nos hemos convertido lenta pero inexorablemente en vampiros. Buscamos las páginas rojas que sabemos de antemano chorrean sangre. Nos relamemos desde que abrimos el periódico. Los vespertinos son de hecho sólo páginas rojas. En los cruceros los conductores vampiros devoramos primero con los ojos los titulares sangrientos y compramos ávidos de detalles de las masacres con manos temblorosas, para saborear con fruición y voluptuosidad la sangre.

NO TAN VIVA

Magdalena López Hernández


I

Lunes 31 de enero de 2006. Hora de muerte: 13.28 hrs.

Una vez que el doctor cerró el hecho de muerte, te llevaron en camilla hacia la morgue, abrieron una de las puertas del contenedor, te colocaron sobre la plancha y comenzaron a empujarte dentro.

—Espera, Fabián, acaban de llegar por el cadáver.

—A buena hora — el enfermero torció los ojos, arrastró la plancha de nuevo hacia el exterior y te cubrió el cuerpo con una sábana.

Afuera los pasos caían uno tras otro sobre el corredor. Su eco se filtró por la puerta mientras los murmullos iban adquiriendo forma al acercarse.

—Llegó hace una semana — dijo — después de un accidente automovilístico. Fuera de un par de rasguños no tuvo lesiones graves: ni huesos rotos ni músculos desgarrados o hemorragias internas.— los pies en la puerta —. Suponemos que fue el shock lo que provocó el coma. Estuvimos tratando de contactarlo pero no obtuvimos respuesta — la voz del médico se escurrió por los escalones hasta detenerse al borde de la plancha para retirar las sábanas, el aire frío de la morgue te tocó el rostro —. ¿La reconoce? — silencio — Muy bien. Para poder llevársela le pedirán un par de firmas, una identificación y algún documento que corrobore su parentesco con el difunto. Lamentamos su perdida.

De la plancha a la camilla y en la camilla se cerró la bolsa de cadáveres. Cruzaste el hospital, y ya en el auto mortuorio, partiste sobre ruedas al velorio.

El ataúd te esperaba acolchado y rodeado de sirios; te recibió elegante y vestida de noche como si aún muerta tuvieras que dar una buena impresión; se volvió el escenario que, una vez cerrado, dejó tras de ti una lluvia de lágrimas y lamentos que te siguió hasta la entrada del mausoleo.

—Descanse en paz — fueron las palabras que se escabulleron por la rendija de las puertas cerradas.


II.

Despiertas sin despertar realmente. Eres apenas consciente de que algo en ti se reactiva, de que la sangre adormecida corre y aviva el pulso, la sinapsis, y con ésta las neuronas y el cerebro que comienza a deletrear el pensamiento “Despierta”. Tus pulmones jalan el aire limitado de la caja, se dilatan y, en un espasmo, abres los ojos.

Tus pupilas azules, perdidas entre tanta oscuridad, van de un lado a otro de la córnea. Te entra pánico. ¿Dónde estoy? Empujas la sombra lejos de tu cuerpo, te alzas sobre la tapa del féretro: regresas al mundo —¿Dónde estoy?— y te bombardea un olor a muerto y polvo.

Sondeas el terreno. En medio del horror sólo captas el apellido común: Patiño. Entre tumbas genealógicas, el mausoleo te da la bienvenida. Giras y tu padre, giras y la abuela, giras y el hermano que murió apenas expulsado, y justo al lado, tu muerte tallada en la madera del ataúd.

06 de junio de 1980—31 de enero de 2006

Pero estoy aquí, yo estoy aquí, ¿cómo puedo estar muerta si yo me veo aquí? Será que…imposible, yo siento que respiro, que veo, que palpo las cosas yo…sientes el rugir del hambre y el ardor de una sed que ha sido alimentada durante un tiempo que no recuerdas; sólo entonces, tienes fe en que estás irremediablemente viva.


III.

Comienzas a producir saliva. Lengua y garganta reciben el consuelo de una humedad que se evapora para dejar un desierto aún más árido. Salivas de nuevo pero tu saliva ha llegado a un punto muerto. Al sentir la resequedad en la boca, tu desesperación se alza hacia su punto límite.

Bajas del ataúd, caminas. Agua. Agua. Agua. En gotas, en charco o en lodo, a esas alturas todo es aceptable. Buscas a tientas. Inspeccionas el techo, el suelo, las esquinas; mueves los féretros. Debajo de la abuela encuentras un charco con gusanos de podredumbre. Suspiras, qué es un mausoleo sin rastros de humedad.

Acercas los labios muertos, sorbes. La corriente del charco reaviva el paladar, la lengua, la garganta; desciende por el esófago y arde en el estómago, que, a base de náusea, te exige comida.

Un primero vómito y no sabes qué pasa, un segundo y caes en cuenta de que necesitas algo más que agua. Vuelves a acercar la boca al charco, ya no bebes, dejas que los gusanos huelan tu carne y te escalen por la barbilla hasta llegar a tus labios para que por entre ellos se adentren a tu lengua donde los sientes retorcerse, contonearse en un movimiento baboso. Quieres vomitar pero el cuerpo te grita Hambre. Muerdes, el culebrear de los gusanos se vuelve más inquieto: sus cabezas golpean los labios cerrados, sientes el mordisco de sus dientes que tratan de abrirse paso por las paredes de tu boca, uno o dos logran escabullirse por entre tus labios pero el hambre los jala directo al estómago. Con lágrimas de asco, sigues mordiendo, tragas. Crees que el infierno ha terminado, sin embargo, aún escuchas el cuerpo gritándote “Come, Bebe”

Gritas, te jalas el cabello. Corres de un lado a otro del mausoleo. Ni un charco ni una gota más. Dentro de los ataúdes se acabaron los gusanos porque no hay gusanos que se alimenten de polvo. Sigues buscando. Destapas y hurgas en las ropas de los cadáveres, en los forros del féretro, en vano siempre en vano. ¡Basta! Moriré de hambre pero al menos ya estoy en la tumba. Sueltas una patada y contra el suelo se estrella el último féretro.

Dentro de él, un cuerpo sin putrefacciones ni gusanos; un cuerpo que, con suerte, aún conservará sangre —agua— fresca. Ni siquiera piensas en educación, ni siquiera piensas en cubiertos: en un primer mundo fueron las garras y los dientes para saciar el hambre.


IV.

Recorres el torso con la lengua anticipando el sabor de la carne. Acercas los dientes, los entierras, muerdes, y con toda la energía de tu sistema hambriento, arrancas. La piel gotea coágulos de sangre y tú masticas con el sabor del cielo rebotando entre el paladar y la lengua. Tragas. La calidez de la saciedad acaricia tu estómago antes de que el hambre regrese con más fuerza. Una segunda mordida y no te das cuenta de que en algún lado sangras. Sumerges la cabeza en el agujero abdominal que has cavado a fuerza de mordidas, te das cuenta que, entre los huesos, la carne de los órganos es más suave.

El estómago se te llena de calambres, de dolor. Es el agua. No importa. El agua…el ardor en la garganta. De nuevo, la sed. Diriges la aboca al cuello y muerdes y masticas y tragas mientras ves que entre los coágulos se desliza un poco de sangre fresca. Bebes hasta el límite de lo posible, no es suficiente. Abres el cuello en su totalidad, también el pecho. Un mareo. No importa, en el corazón y las arterias aún buscas vestigios de sangre, y bebes hasta que el cadáver queda seco y el instinto saciado.

Otro mareo, el dolor del cuerpo se vuelve insoportable pero lo olvidas cuando, con la boca sorbiendo de las arterias, el hambre se vuelve gula. “Las mejillas son siempre la parte más rica”, era lo que papá sostuvo hasta el día de su muerte.

Te deslizas hacia el rostro. Los dientes se preparan, sin embargo, al dar la mordida ya no pudiste aguantar el dolor. Sangraste y de tu rostro la sangre cayó en coágulos sobre el rostro del cadáver. Al verlo se te fue el aliento y la mirada se te llenó de espanto. Te levantas, y sin dejar de mirar el cuerpo de ojos azules, te inspeccionas.

No tardaste en darte cuenta de que tu mejilla sangraba y que tu estómago era un agujero cavado a fuerza de mordisco. Ríes, después de todo, no estabas tan viva