Escuer y Bernal

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15 de marzo de 2011

EL VISITANTE

Miguel Antonio Lupián


Sé que estás en la esquina de la habitación, escondido entre la pintura resquebrajada. Esperas a que suelte el libro y duerma para introducirte por mi boca y disfrutar del calor de mis vísceras. Siempre ha sido así: despertar con la piel amoratada y con mal aliento, descubrir tus excrecencias en mis ojos, sentirte en las manos y en los muslos, cortarme, hurgar en mis venas, desmayarme, despertar anémico y aturdido, sin saber nada de ti… Pero esta noche no me vencerás. En unos minutos cerraré los ojos y cuando te sienta sobre mis labios te morderé hasta destrozarte. Luego escupiré tus restos en el libro y lo colocaré en la repisa, junto a los libros que contienen a los demás visitantes.

9 de diciembre de 2010

EL REGALO

Miguel Antonio Lupián


…57…58…59… Miércoles. El timbre repiquetea. El sonido lo sorprende sirviéndose otra copa. Se queda inmóvil con la vista fija en la puerta. Se termina de un trago el vino. Se acerca lentamente. Se asoma por la mirilla. Nadie. Abre la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Una caja en el piso. Corre el seguro. Felicidades, lee en una tarjeta pegada al borde. Cierra la puerta. Sopesa la caja. La coloca en la mesa. Desgarra la envoltura. Retira la tapa. Nada. Mete la mano. Tantea el fondo. Absolutamente nada. Saca la mano. Se escandaliza: las puntas de sus dedos han desaparecido. Se acerca la mano a la cara. Sus dedos se desvanecen gradualmente. Mete la otra mano. Lo mismo. Mira para todos lados agitando sus brazos incompletos. Fija la mirada en la caja. Cierra los ojos. Mete la cabeza. La oscuridad lo envuelve. Los oídos se le tapan. No puede respirar. Abre los ojos. Ve. Por fin puede ver. Sonríe mientras su cuerpo se desvanece irremediablemente.

12 de noviembre de 2010

EMPRESA TRANSNACIONAL SOLICITA…

Miguel Antonio Lupián

La sala de espera estaba atiborrada de tipos vestidos con mayones de colores estrambóticos, capas largas y antifaces ingeniosos. Había musculosos y panzones; altos y chaparros. El hombre atravesó la sala con la mirada baja: sentía pena de su disfraz: unas botas sucias y una gabardina carcomida por las polillas. Entregó el curriculum a la secretaria cadavérica y se sentó en la única silla que quedaba disponible. Lo pequeño de la habitación, la gruesa alfombra y lo bajo del techo, el bullicio, los nervios y el cansancio por una noche ajetreada, terminaron por sofocarlo y cerró los ojos por unos segundos. Despertó cuando sintió la mirada penetrante de la secretaria desgarbada. Era su turno. La sala de espera estaba casi vacía. Se peinó el cabello con las manos y se incorporó lentamente. Antes de abrir la puerta del despacho se acomodó la gabardina y rogó porque hubiera una ventana abierta en su interior. Al entrar una ráfaga de viento alborotó su cabello y la gabardina ondeó heroicamente. Se colocó las manos en la cintura y sonrió mostrando sus blancos y parejos dientes. El entrevistador, un viejo obeso de mejillas rosadas y ojos azules, aplaudió de pie y lo invitó a sentarse. Después de discutir sus proezas más sobresalientes, como el rescate de veinte bebés atrapados bajo los escombros y la disminución del índice delictivo en su colonia, el viejo obeso sacó una pistola del cajón y le disparó silenciosamente en pleno pecho, se acercó al intercomunicador y, apretando un botón rojo, ordenó: El que sigue.

14 de julio de 2010

SOLOVINO

Miguel Antonio Lupián Soto


Solovino anhelaba dormir de largo aunque sólo fuera una vez. Ya no quería ver a los fantasmas, criaturas espectrales y almas en pena que le espantaban el sueño. Deseaba, con todo su corazón, que la muerte ya no se paseara frente a él. Por eso, al darse cuenta que los hombres podían conciliar el sueño noche tras noche, decidió salir en busca de un par de ojos humanos. Después de dos semanas regresó con sus nuevos ojos. Miró para todos lados… ya no veía cosas inexplicables. Por fin podría descansar. Se echó dispuesto a dormir de largo. Pero tan pronto cerró los ojos, escuchó el chapoteo viscoso, el reptar, el aleteo y el quejido de los fantasmas, de los seres espectrales y de las almas en pena. La risa de la muerte reverberaba en su cabeza. Solovino no había considerado que seguía teniendo sus orejas de perro. Suspiró y salió en busca de un par de orejas humanas.

26 de junio de 2010

EL TIGRE

Miguel Antonio Lupián Soto


Antonio no lo sabe, pero un tigre lo acecha desde su arribo a la ciudad de Buenos Aires. Contempla, despreocupado, las imágenes que se suceden por la ventanilla del taxi que lo lleva al hostal: edificios amontonados luchando por conseguir ese rayo de luz que detenga su inminente descomposición. En su habitación, un enorme calendario azteca adorna las paredes y un abanico de colores cuelga perezosamente del techo.


Antonio está tan ansioso que sólo se lava la cara y sale a explorar la ciudad sin percatarse de la cola naranja con rayas negras que ondea detrás del ropero. Avanza por la calle Piedras hasta llegar a México, donde da vuelta a la derecha. El tigre ruge pero el sonido es apagado por un camión destartalado que zumba y libera diesel quemado por la angosta calle.


En la avenida 9 de Julio, Antonio cruza los dieciséis carriles esquivando autos como en un juego de atari. Para recuperar el aliento, se sienta recargando la espalda en el gran obelisco del centro de la avenida. De la mochila saca un mapa de calles y senderos que se bifurcan. Mentalmente traza su ruta mientras es observado por el tigre que retoza al lado de uno de los leones que resguardan el obelisco.


Camina por la avenida Corrientes canturreando aquella canción donde los tontos se mordían los dientes…


En la librería Los siete locos, el vendedor le recomienda libros de Felisberto, Oliverio, Leopoldo, Ana María, José Luis, Bioy y, por supuesto, de Roberto. Le cuenta, lleno de júbilo, los días en que la ciudad era el París de América Latina. De pronto, el vendedor se calla y palidece: los fieros ojos del tigre lo observan a través del anaquel de poesía. Nervioso, apresura la venta y desaparece tras una puerta.


El pasaje peatonal de la Florida desborda jóvenes en buena forma con peinados alocados orgullosos de su originalidad. Un señor, con toda la pinta de cafishio (vientre prominente, camisa de seda ajustada, gruesos anillos en los meñiques y bigote recortado), le ofrece cambiarle sus pesos. Antonio duda, pero el cafishio lo encamina hacia el pequeño kiosco donde se llevaría a cabo la transacción. La sonrisa chueca del cafishio se borra y se aleja rápidamente. Antonio busca un lugar para desayunar sin percatarse del tigre que sale del kiosco relamiéndose los bigotes.


En el café Tortoni, Antonio pide un chocolate y un par de tostadas embadurnadas con dulce de leche. Antes de irse, visita los salones privados. En uno de ellos reconoce a un viejo conocido sentado en una mesa del fondo. Sonriendo le pide permiso para sentarse a su lado. Acepta. Platican largamente de Sur, el cuento favorito de Antonio mientras Borges, por debajo de la mesa, le rasca las orejas al tigre.


Antonio camina hasta llegar al parque de San Martín. Se le acerca una hermosa petiza ofreciéndole un tour por la ciudad. No puede negarse y se integra al geriátrico grupo de turistas: Palermo, Puerto Madero y La Boca.


En El Caminito una ráfaga de música y sensualidad lo despeinan. Acaricia las bordes de los conventillos: casas con paredes laminadas y arrugadas de colores variados, como si fueran enormes bandoneones estrambóticos, que fueron el humilde hogar de acereros polacos. El tigre asoma la cabeza por una ventana pero pasa desapercibido debido a la lámina naranja de zinc que lo rodea.


En el panteón de La Recoleta, Antonio avanza entre mausoleos opulentos de héroes patrios desconocidos. Es entonces cuando escucha el rugido.


El tigre lo observa fijamente irguiendo las orejas. Inflama los belfos mostrando los colmillos. Sus ollares rosados se dilatan. Se acerca lentamente. Antonio está petrificado: sus dedos tiritan y sus pies parecen anclados al adoquín del suelo. Con un hilito de voz, intenta calmarlo pero es interrumpido por un zarpazo que rasga el aire y que hace jirones la palabra almafuerte estampada en su playera negra. Se cubre el pecho. Sus pálidas manos se empapan de sangre. Se desploma quebrando las hojas rojizas de las lengas. Percibe el aliento lácteo del tigre que lame ásperamente sus manos. Antonio cierra los ojos paulatinamente.


Tres días después, Antonio fue encontrado sin vida por sus nietos. Estaba en México, en su departamento de la Buenos Aires, recostado en su sillón favorito con una sonrisa dibujada en el rostro. La matera en el descansa-brazos y, en el regazo, su inseparable álbum de fotos.

9 de abril de 2010

DOMINGO

Miguel Antonio Lupián


Es día de levantarse de madrugada, de cargar los bultos y meterlos en el carro, de armar el puesto, de permanecer en pie durante diez horas, de comer todo el día naranjas y mandarinas, de no poder ver jugar a las chivas… Es domingo.


Domingo se pregunta si el cuchillo ha perdido su filo o si su fuerza ha menguado después de dos horas de partir cuerpos pulposos En cualquiera de los dos casos, tiene que afilarlo en sus escasos minutos de descanso.


Después de tres horas, la piel de su palma derecha se empieza a adelgazar tornándose doloroso el contacto con el cuchillo. Sabe que es inútil detenerse y sobarse la palma; dentro de algunos minutos se llenará de pus y se convertirá en ampolla. La retira pellizcando los bordes del abultamiento y dejando a la vista la sonrojada piel del monstruo que vive dentro de él. Se coloca una curita y evita limpiar con sus dedos pegajosos y atiborrados de pulpa el par de lágrimas que escurren por su rostro.


El sol cae a plomo. La lona que lo cubre solamente intensifica lo rojo de su playera y de sus mejillas, le dificulta diferenciar rápidamente entre una naranja y una mandarina y lo hace sudar copiosamente. Domingo entrecierra los ojos y el cuchillo corta cada vez más cerca de sus pequeños dedos. Se despabila al recordar las cicatrices en su mano. Le da un trago al jugo, revisa la curita y vacía otro bulto de naranjas.


Se entretiene pensando que pronto comenzará el partido de las chivas. Se imagina saliendo a la cancha al lado del chicharito y del bofo. Su nombre estampado en el dorso de la playera y todo el estadio ovacionándolo. La mano tosca de su padre buscando la fruta partida derrumba su sueño. Sabe que si no la encuentra rápidamente, el siguiente movimiento será un golpe en la cabeza.


"Uno grande de mandarina". La voz le resulta familiar y levanta la vista. Se trata de Víctor acompañado de su mamá, la Señora González. A pesar de que evitan la mirada, Domingo se da cuenta de que Víctor le susurra algo a su mamá. Sabe que le está contando que van en el mismo grupo, que reprobó segundo año y que le dicen el mandarino.


La Señora González le regala una sonrisa amable contaminada de condescendencia. Víctor ríe por lo bajo. Domingo siente palpitar su palma derecha. La curita se cae y el monstruo lo mira con su único ojo. Los dedos de Víctor y los de la Señora González descansan lánguidamente sobre la mesa: limpios, rosados y frágiles. Coge el cuchillo.


Lo levanta y corta de un solo tajo. Víctor cierra los ojos, la Señora González grita, Domingo sonríe. Víctor llora, la Señora González palidece, Domingo sonríe. Víctor corre, la Señora González se desmaya, Domingo sonríe.


Los dedos mutilados se retuercen como gusanos entre la pulpa y las cáscaras. Domingo los observa con indiferencia, suelta el cuchillo y se acuesta sobre un costal de naranjas. Cierra los ojos.


Abre los ojos. Paredes blancas descarapelándose, loseta gris apestando a desinfectante y tres camas individuales separadas por una cortina manchada. Arrastra sus pequeños pies desnudos hacia el pasillo. Colgando de una pared se encuentra un viejo televisor transmitiendo el partido de las chivas. Se sienta en el suelo, limpia las lágrimas con su mano vendada y disfruta el resto del domingo.

23 de marzo de 2010

EL CARADENIÑO

Miguel Antonio Lupián


Fantoche por naturaleza, el caradeniño se regocija representando varios personajes sin cambios de vestuario. En ocasiones es un insecto, en otras un arácnido. Grillo malvado o el resultado de cruzar cucarachas con arañas. A veces vuela en zigzag, otras se arrastra. Venenoso o inofensivo. Tierno con su carita de niño o repulsivo con su cuerpo barnizado en naranja y negro. Cuando la temporada termina, nuestro Lon Chaney autóctono se entierra en el jardín preparando el siguiente número que presentará en primavera.

EL TEPORINGO

Miguel Antonio Lupián


Escondido entre el zacatón, el teporingo sueña con ser liebre. Sus ojos de bebé asustado han sido testigos de las transformaciones del hombre: desnudo obedeciendo a la naturaleza, vestido obedeciendo a la religión y mal vestido obedeciendo a la tecnología. Para los entusiastas, las orejas recortadas, la nariz juguetona y el cuerpo que invita al apapacho lo convierten en una especie carismática. Sin embargo, ha sido exiliado en los volcanes, pues ¿a quién le gustaría tener en casa a una especie nativa, chaparra, gorda y prieta jugando con los niños?