Escuer y Bernal

9 de abril de 2010

DOMINGO

Miguel Antonio Lupián


Es día de levantarse de madrugada, de cargar los bultos y meterlos en el carro, de armar el puesto, de permanecer en pie durante diez horas, de comer todo el día naranjas y mandarinas, de no poder ver jugar a las chivas… Es domingo.


Domingo se pregunta si el cuchillo ha perdido su filo o si su fuerza ha menguado después de dos horas de partir cuerpos pulposos En cualquiera de los dos casos, tiene que afilarlo en sus escasos minutos de descanso.


Después de tres horas, la piel de su palma derecha se empieza a adelgazar tornándose doloroso el contacto con el cuchillo. Sabe que es inútil detenerse y sobarse la palma; dentro de algunos minutos se llenará de pus y se convertirá en ampolla. La retira pellizcando los bordes del abultamiento y dejando a la vista la sonrojada piel del monstruo que vive dentro de él. Se coloca una curita y evita limpiar con sus dedos pegajosos y atiborrados de pulpa el par de lágrimas que escurren por su rostro.


El sol cae a plomo. La lona que lo cubre solamente intensifica lo rojo de su playera y de sus mejillas, le dificulta diferenciar rápidamente entre una naranja y una mandarina y lo hace sudar copiosamente. Domingo entrecierra los ojos y el cuchillo corta cada vez más cerca de sus pequeños dedos. Se despabila al recordar las cicatrices en su mano. Le da un trago al jugo, revisa la curita y vacía otro bulto de naranjas.


Se entretiene pensando que pronto comenzará el partido de las chivas. Se imagina saliendo a la cancha al lado del chicharito y del bofo. Su nombre estampado en el dorso de la playera y todo el estadio ovacionándolo. La mano tosca de su padre buscando la fruta partida derrumba su sueño. Sabe que si no la encuentra rápidamente, el siguiente movimiento será un golpe en la cabeza.


"Uno grande de mandarina". La voz le resulta familiar y levanta la vista. Se trata de Víctor acompañado de su mamá, la Señora González. A pesar de que evitan la mirada, Domingo se da cuenta de que Víctor le susurra algo a su mamá. Sabe que le está contando que van en el mismo grupo, que reprobó segundo año y que le dicen el mandarino.


La Señora González le regala una sonrisa amable contaminada de condescendencia. Víctor ríe por lo bajo. Domingo siente palpitar su palma derecha. La curita se cae y el monstruo lo mira con su único ojo. Los dedos de Víctor y los de la Señora González descansan lánguidamente sobre la mesa: limpios, rosados y frágiles. Coge el cuchillo.


Lo levanta y corta de un solo tajo. Víctor cierra los ojos, la Señora González grita, Domingo sonríe. Víctor llora, la Señora González palidece, Domingo sonríe. Víctor corre, la Señora González se desmaya, Domingo sonríe.


Los dedos mutilados se retuercen como gusanos entre la pulpa y las cáscaras. Domingo los observa con indiferencia, suelta el cuchillo y se acuesta sobre un costal de naranjas. Cierra los ojos.


Abre los ojos. Paredes blancas descarapelándose, loseta gris apestando a desinfectante y tres camas individuales separadas por una cortina manchada. Arrastra sus pequeños pies desnudos hacia el pasillo. Colgando de una pared se encuentra un viejo televisor transmitiendo el partido de las chivas. Se sienta en el suelo, limpia las lágrimas con su mano vendada y disfruta el resto del domingo.