No puedo dibujar al coco porque nunca lo he visto, sólo lo he sentido en la oscuridad más densa. Oculto bajo su manto me acecha y, a veces, me ataca. No sé qué tamaño tendrá. Cuando lo siento sobre mí lo imagino enorme, de dos o tres veces mi estatura, pero otras veces he pensado que es muy, muy pequeño, como un insecto, porque se puede meter en cualquier lado. Se puede meter en mí. Supongo que puede tomar la forma que más le convenga, según sus siniestros deseos. Tampoco sé qué forma o color tendrán sus ojos, ni cuántos son, pero sé que tiene al menos uno porque he sentido su mirada salaz sobre mí, pesada como un yugo. Y sé que tiene garras, porque me han rasgado la piel, y una cola fría y escamosa que algunas noches enreda alrededor de mí como si quisiera acariciarme, pero en lugar de eso me aprisiona, me oprime y me sofoca. Y también sé que tiene dientes afilados porque a veces, mientras me atormenta, me muerde el cuello o un hombro y así me mantiene quieta. Cuando me muerde me deja sentir su lengua, dura como un aguijón, y su aliento putrefacto. Y su voz no se escucha, se piensa. Su voz es mi voz, seca y áspera, que recita un río constante de horrores en mi cabeza, sin detenerse jamás, hasta volverme loca.