Escuer y Bernal

14 de abril de 2010

EL VENDEDOR

Laura Franco Scherer


Con los zapatos rotos, los pantalones raídos y el sombrero estratégicamente acomodado para ocultar su escasa cabellera, el nervioso vendedor esperaba a que la legendaria Condesa de Veliná lo recibiera. Ya era tarde y no había vendido nada, las tripas chirriaban en su estómago vacío cómo si éste fuera el escenario en donde un par de gatos se debatían a muerte. Su hambre era un hambre añeja, pues la vida de vendedor nunca le había sentado adecuadamente. Si bien había tenido mejores tiempos, la insaciable crisis económica, de la que se decía tenía alcances siderales, le había arrebatado a su mejor clientela. Su única esperanza era la decadente, achacosa y enjuta Nivea de Veliná, famosa por sus caprichosas excentricidades y su generosidad económica.


Ataviada con una chocante bata de seda multicolor que se le escurría de los hombros y unas pantuflas de felpa carmesí, la diminuta Nivea se frotaba las artríticas manos sin ocultar su excesivo entusiasmo. Finalmente lo hizo pasar al pequeño salón rojo, destinado a las visitas. La habitación estaba tan saturada de objetos que el estilo art decó se había perdido desde hacía mucho tiempo. Caminar ahí adentro requería destreza para no derribar alguno de los tesoros apilados o golpearse la cabeza con algún trofeo de cacería. Desde luego que el mayor riesgo era el de tropezar con alguno que otro mueble que no había encontrado un mejor lugar sino el de estorbar el paso. La falta de luz lo hacía todo más difícil pues un inmenso librero estilo León IV había tenido que ser colocado frente al ventanal haciendo necesario encender las lámparas de día y de noche.


El vendedor con su lustroso bolso de piel negro en la mano, observó la habitación detenidamente hasta que por fin descubrió a su clienta en el fondo apoltronada en un mullido chaise longue de tono rubí encendido, el cual se decía había pertenecido nada más y nada menos que a la esposa del Rey Agrifino II. El excesivo maquillaje en la delicada y frágil piel de la anciana, junto con su sofisticado peinado de chiffon, hacían que ésta luciera francamente ridícula y vulgar. Pero nada más alejado de la verdad sobre la fina Condesa, la cual con un exquisito ademán dejando ver su distinguida educación, encendió un largo cigarrillo al tiempo que se acomodó las gafas adornadas de diminutos brillantes. Enseguida cruzó la pierna y con un gracioso vaivén empezó a mecer el pie de manera rítmica, mostrando a todas luces que estaba conteniendo su desbordada ansiedad en espera de que el vendedor le mostrara su exclusiva mercancía.


La Condesa tenía más de 100 años y en toda su vida no había sido nada más que una compradora compulsiva. Compraba antigüedades, porcelanas, libros viejos, ropa de diseñadores famosos y una que otra prenda de diseños más libres, muebles antiguos y otros no tanto, sombreros, paraguas, perfumes, bolsas, naipes, alfombras y joyería, sobretodo joyería, las perlas y los diamantes la enloquecían. Antes de que el hombre pudiera encontrar un lugar disponible para sentarse, el mayordomo entró al salón anunciando que la cena estaba servida. El vendedor apretó los labios y miró a la anciana angustiado, pensó que tendría que irse o en el mejor de los casos esperar otro rato más hasta que ella terminara de cenar. La anciana se puso de inmediato de pie, pues a su edad sólo el hambre superaba su compulsiva pasión por las compras. Mirándolo fijamente le dijo.


-Querido, quedaría muy complacida si me acompaña a cenar, más tarde me mostrará lo que vende.


El vendedor no pudo negarse, los rugidos de su estómago eran cada vez más evidentes. La anciana lo tomó del brazo para poder caminar derecha y juntos se dirigieron al comedor en donde la escena de abarrotamiento era la misma. Haciendo a un lado con sumo cuidado a un par de muñecas austriacas bellamente vestidas y con inexpresivas caras de porcelana, el hombre pudo sentarse a la mesa.


A todo cuanto el criado ofrecía, el hombre decía que sí, mientras la Condesa a duras penas probaba la sopa; apenas dos cucharadas y ya no quiso más porque estaba fría. Sólo probó dos guisantes porque el tercero salió volando del plato sin dejarse atrapar por el puntiagudo tenedor. Un centímetro cuadrado de pescado, dos sorbos de vino blanco y quedó satisfecha. El vendedor sació su hambre con tanta prisa que apenas y recordó a lo que había venido. Con el estómago lleno y una sonrisa de oreja a oreja, ambos regresaron al salón rojo. El hombre entonces acercó su bolso y se lo mostró a su clienta.


-¿Un bolso? -dijo con desilusión la mujer- tengo cientos.


-Ninguno como éste, -dijo el vendedor y de inmediato lo abrió.


Ambos asomaron la mirada hacia el interior y del mismo brotó una gran luz cegadora que iluminó toda la habitación.


-¡Prodigioso! -exclamó la anciana aplaudiendo con emoción- ¡No sé lo qué es pero lo compro, lo compro! ¿Cuánto quiere por esto?


-¡Lo siento, pensé que el bolso estaba vacío! Eso que vio es una estrella y no, no está en venta- antes de terminar de hablar el vendedor se puso de pie se acercó rápidamente a la ventana y por el pequeño hueco que dejara el librero León IV, dejó escapar la gran luz que rápidamente voló hacia el cielo.


-Entonces ¿qué es lo que vende? –preguntó la anciana.


-Bueno, pues precisamente, el bolso.


-Pero qué tiene de particular es un bolso cualquiera –dijo molesta.


-Claro que no –dijo el vendedor endulzando la voz- éste es un bolso mágico. Si le cabe una estrella, imagínese todo lo que podrá guardar en él.


La anciana reflexionó en las palabras del vendedor y meditó un rato su respuesta. Finalmente accedió a pagar lo que éste pedía.


Pasaron las horas y la anciana seguía contemplando aquel bolso. Cómo es que una estrella cabía ahí dentro, se preguntaba una y otra vez. Ya entrada la noche decidió que podría meter ahí adentro sus muebles y así asegurarse para siempre de que ningún ladrón acechará su casa. Y así lo hizo, después siguió con las joyas, la ropa, las alfombras y el bolso no parecía llenarse jamás pues aún se le veía fondo.


A la mañana siguiente la casa estaba vacía, no había nada más por guardar. Despidió a la servidumbre, pues no había nada que limpiar. Repentinamente un gran miedo la sobrecogió ¿y si alguien robara el bolso? Se agobió tanto con la pregunta que decidió meter su miedo al bolso. Sin temor pensó en lo desconfiada que estaría al alejarse siquiera un metro del bolso. Pronto metió su desconfianza al mismo. ¿Y si acaso alguien pudiera...? sin terminar la frase decidió meter también sus dudas. Melancólica se sentó en el suelo frío del ahora vacío salón rojo y recordó a su esposo el Conde de Veliná y sin proponérselo empezó a llorar. Enojada decidió encerrar sus penas, sus recuerdos, sus odios, sus enojos y todo aquello que le molestaba.


Para esa noche ya no había nada que la anciana sintiera, pues todo estaba en el bolso. Tampoco tenía deseos, ni sueños, ni anhelos; al darse cuenta de esto el corazón le dio un fuerte vuelco, pero fue tan sorpresiva la sensación que no le agradó, así que decidió meterlo al bolso, pero era tan complicado desprenderse del corazón con todo y venas que decidió que lo mejor sería meterse completa al bolso.


Tres días después sus sobrinos fueron a su casa preocupados porque no sabían nada de ella. Ni la policía ni el inspector Scoff pudieron encontrarla. Supusieron que unos ladrones habían vaciado la casa y tal vez hubieran secuestrado a la anciana. Contrariados y con el afán de evitar un posiblemente cuantioso pago del rescate, los sobrinos pusieron la propiedad en venta y suspendieron toda búsqueda. Lo único que habían encontrado en la mansión, escondido en el fondo de un armario, era un extraño bolso negro que parecía estar vació, sólo había una pequeña nota en su interior que decía: “En caso de encontrar este bolso favor de devolverlo a…”, los datos que seguían eran el nombre y la dirección de vendedor.


Semanas después pudieron localizarlo para entregarle aquel bolso. Cuando éste llegó ellos narraron lo sucedido y supusieron que los ladrones no se habían querido llevar el bolso por parecerles soso y ordinario. El vendedor entendiendo lo sucedido guardó el más grande de los silencios. Frente a ellos abrió el bolso y fue grande su sorpresa al ver salir de él una enorme masa oscura y densa, tan grande que inundó la habitación, la casa entera, el vecindario completo y también toda la tierra, hasta que por fin llegó al cielo.


-¡Oh, No!, exclamó el vendedor molesto, odio cuando esto sucede el jefe estará furioso… ¡un asqueroso hoyo negro!


Los sobrinos se quedaron perplejos y sin dar más explicación el vendedor con todo y bolso se marchó sin decir adiós, llevaba prisa pues un famoso petrolero árabe lo esperaba esa noche para ver su exclusiva mercancía.