Escuer y Bernal

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29 de septiembre de 2010

¿Y SI SE FUERA LA LUZ?

Martha Eugenia Colunga Bernal


Esa clase de preguntas habían regido la vida de Clarence desde que tenía memoria: ¿Y si Sor Mary se queda dormida y no se acuerda que yo estoy aquí encerrada?, ¿y si hubiera llegado más temprano me hubieran dado a mí el trabajo?

Cuando, en su adolescencia, aparecieron los primeros períodos depresivos sus cuestionamientos se hicieron más profundos: ¿Y si hubiera tenido una familia?, ¿y si hubiera ido a la escuela?, ¿y si no hubiera conocido a Mike…?

― Buenos días, Clarence, ¿puedo pasar?

― Por supuesto, padre, usted siempre es bienvenido.

― ¡Vaya!, sí que te estás dando un banquete eh?... Hummm, pavo, ¿te adelantaste tu Navidad?... ¿Es tu último cuadro? ¡Está precioso, hija!, ¿lo vas a vender, a donar o a regalar?

― ¡Ay, padre, respire! ¿Qué quiere que le responda primero? Sí, me adelanté mi Navidad… no, es el primer cuadro que pinté aquí… no, quiero que lo pongan en la tumba de Mike.

― ¿Y eso, por qué, hija? Déjame adivinar; a ver, el paisaje de Kentucky con las torres petroleras en el horizonte, supongo que es donde lo conociste ¿no? Y quiero creer que todas esas rosas amarillas significan que al fin lo perdonaste…

― No, padre, las rosas son las que él me daba a mí cada vez que me pedía perdón por algo.

Al salir el sol, ya sujeta a la silla, Clarence verá al Padre Rogers en la primera fila de los testigos, portando un ramo de rosas amarillas para ella. Mirará los ojos azules del guardia que le pone la capucha y su último pensamiento antes de que el Alguacil de la orden de subir el switch será: ¿Y si se fuera la luz…?

7 de octubre de 2009

BERETTA

Martha Eugenia Colunga Bernal


Si me pidieran describir en pocas palabras a mi mejor amiga; diría que es fiel, sedante y letal.


Letal porque esa es, precisamente, su función; sus demás cualidades las ha demostrado a lo largo de muchos años. Mi padre la tuvo desde nueva y yo la heredé en 1980; así que, prácticamente, es parte de la familia. Resulta tranquilizador saber que descansa en la almohada contigua, velando mi sueño y que lo primero que veré cada tarde al despertar, será su larga y oscura boca, en donde discretamente ella guarda pequeñas gotas de la sangre de Julián, Pedro, Santiago, Alejandro…


Desde hace catorce años, cuando Julián amenazó con abandonarme, agregué un ritual más a mi rutina casera. De madrugada, cuando cierra el bar y regreso a casa; después de la última cerveza que tomo mientras me desmaquillo y preparo para dormir, saco a Bere de mi bolsa, limpio con cariño su culata con incrustaciones de concha nácar; aceito y acaricio, casi con lujuria, su larga y negra corredera, cada “click” que hace al deslizarla me suena como un beso tronado. Cuido que su piel de acero quede brillante, libre de huellas, polvo y grasa; verifico que su cargador de 10 tiros esté completo y marco con un beso carmesí, la primera hermosa bala de 9 mm que estará en la recámara. La amartillo, le quito el seguro y, para demostrarle que la lealtad es mutua, la beso devota y largamente en la boca, para después acomodarla en la almohada izquierda de mi cama, a la altura de mi cabeza.


Si algún hombre quiere pasar la noche conmigo, tiene que ganarse primero la confianza de Bere. Ella sólo mata a los traicioneros.




16 de junio de 2009

LOS LOCOS NO VAN AL CIELO

Martha Eugenia Colunga Bernal


El viento ululaba a sus anchas por los amplios dormitorios, los consultorios y los quirófanos del centenario edificio del manicomio abandonado. Las arañas tejían densas telarañas entre las aristas de los ventanales rotos y los restos de las puertas destrozadas, en un vano intento por detener el libre tránsito de los espíritus del dolor y el miedo.


Los cadáveres de dos ratas yacían electrocutados al lado de los cables de la mesa de electrochoques, mientras que otras más se empeñaban en encontrar algunas gotas, dentro de las gruesas mangueras que antaño disparaban potentes chorros de agua helada sobre los internos.


El óxido y el moho se multiplicaban sobre los restos de cadenas y grilletes que aún colgaban de algunas paredes, en tanto que las cucarachas hacían lo propio entre los últimos jirones de pestilentes colchones.


Todos los días, durante más de cincuenta años, un pedazo de papel amarillento ha sido llevado por el viento diurno de sala en sala, orinado por los gatos residentes, roído por las ratas, mojado por las tormentas vespertinas. Sin embargo, una vez pasada la media noche, el papel parece cobrar vida y rejuvenecer; se anima con voluntad propia y regresa a su lugar de origen: el destruido escritorio de la Dirección General del Hospital. Una vez ahí empieza a recobrar sus líneas y colores y poco a poco las letras y números retoman la nitidez original.


Para cuando los primeros rayos del sol tocan el papel; éste presume orgulloso, por unos momentos, el nombre completo de un paciente maniaco-depresivo y la rúbrica del doctor que ordenó la realización de una lobotomía... pero justo antes de que reinicie su diario ritual de autodestrucción, aparece un misterioso líquido color ocre, con la apariencia de una mezcla de lágrimas, saliva y sangre, que con cuidadosa caligrafía imprime a lo largo de la hoja un lacónico mensaje: Díganle a Ratzinger que se equivocó… el limbo sí existe