Escuer y Bernal

29 de septiembre de 2010

¿Y SI SE FUERA LA LUZ?

Martha Eugenia Colunga Bernal


Esa clase de preguntas habían regido la vida de Clarence desde que tenía memoria: ¿Y si Sor Mary se queda dormida y no se acuerda que yo estoy aquí encerrada?, ¿y si hubiera llegado más temprano me hubieran dado a mí el trabajo?

Cuando, en su adolescencia, aparecieron los primeros períodos depresivos sus cuestionamientos se hicieron más profundos: ¿Y si hubiera tenido una familia?, ¿y si hubiera ido a la escuela?, ¿y si no hubiera conocido a Mike…?

― Buenos días, Clarence, ¿puedo pasar?

― Por supuesto, padre, usted siempre es bienvenido.

― ¡Vaya!, sí que te estás dando un banquete eh?... Hummm, pavo, ¿te adelantaste tu Navidad?... ¿Es tu último cuadro? ¡Está precioso, hija!, ¿lo vas a vender, a donar o a regalar?

― ¡Ay, padre, respire! ¿Qué quiere que le responda primero? Sí, me adelanté mi Navidad… no, es el primer cuadro que pinté aquí… no, quiero que lo pongan en la tumba de Mike.

― ¿Y eso, por qué, hija? Déjame adivinar; a ver, el paisaje de Kentucky con las torres petroleras en el horizonte, supongo que es donde lo conociste ¿no? Y quiero creer que todas esas rosas amarillas significan que al fin lo perdonaste…

― No, padre, las rosas son las que él me daba a mí cada vez que me pedía perdón por algo.

Al salir el sol, ya sujeta a la silla, Clarence verá al Padre Rogers en la primera fila de los testigos, portando un ramo de rosas amarillas para ella. Mirará los ojos azules del guardia que le pone la capucha y su último pensamiento antes de que el Alguacil de la orden de subir el switch será: ¿Y si se fuera la luz…?

27 de septiembre de 2010

THE FIBONACCIS - PURPLE HAZE

INIMPUTABLE

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¡Maldito Huang He, me las va a pagar! —exclamó Serguei Bernardovich Gautmanov estrellando el vaso de vodka contra la mayólica.


—¿Huang He, el psicópata sexual? —Aquiles Ayax Sandovalipautas no salía de su asombro.


—El mismo hijo de puta y de Ging Sen y Ginko Bilova, una rusa que supo bailar desnuda en el Bolshoi secreto, ese que creó Lenin para los jerarcas del Partido allá por el 19.


—¿Tenía tres padres? Es decir, ¿un padre y dos madres, ambas putas? Porque a Gingko Bilova la conocí; era la hija putativa de Boris Godunov y Mala Bulova, una relojera de Samarkanda amante de Igor Stepanovich Katcheturia.


—¡Eso es imposible! —se impacientó Serguei—. Katcheturia era sobrino de Bashiel Popovna, jugadora de ajedrez disléxica y lesbiana que una vez le ganó a Alexandre Alexandrovic, un patán de carta mayor, hijo de Xavier Golomonosov.


—¡No te creo! Yo mismo asesiné a Alexandrovic en Sarajevo, un terrible reaccionario, una tarde de mayo del 22, por orden de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili. Jamás lo hubiera hecho de haber sabido que era hijo de Golomonosov. Xavier era mi amigo. Comimos hojas de remolacha hervida en la misma escudilla durante la hambruna del 21.


—No es ese Golomonosov. El que yo menciono provenía de una caravana perdida en Ulaan Bataar y nació en el odre de un camello de la virgen cachuba Myrian Bologonosovna, emigrada por sus afectos hacia Proserpion Balajirnov abogaducho de cuarta en el bufete del conde Rajaminov, hijo de Valentina Procnopirovna y su padre.


—¡Estás inventando! Todos esos son personajes de una novela de Fudor Duzdoieshki que tuve ocasión de leer cuando todavía era un manuscrito. Fudor permanece inédito porque los editores descreen que alguien con ese nombre y ese apellido pueda vender un libro.


—Ekaterina Bolgurova existe; fue mi amante —replicó Serguei enardecido—. Nació en el bufete Rajaminov pero era hija de Iektekila Mexicovna y Sebastian Pastrenajov. Ella pulía los bronces de Pavel Ignatievich Restrenovic, un mujik tuerto por la cornada de un jak, Jack el destripador, le decían a ese jak, aunque su especialidad eran los ojos. Y era tan especializado que sólo pinchaba ojos derechos. Es que había sido educado por los próceres de la Revolución.


—¡Honra a los próceres de la Revolución! —exclamó el lituano descorchando otra botella de vodka y sirviendo en nuevas copas.


—¡Honra! —respondió el kazajo olvidando todos los agravios y perdonando a todos sus enemigos gracias al proverbial sentimentalismo ruso. Ese fue el momento elegido por Huang He para entrar a la buhardilla que compartían Serguei y Aquiles.


—¡Hola, pedazo de bufarrones! ¿Cómo están? ¿Hacemos una orgía?

23 de septiembre de 2010

RECICLADO

Sergio Gaut vel Hartman


De pronto, todo se iluminó. Había estado sumido en la oscuridad sin tiempo y aquello fue como un inesperado despertar. Pero la escena no era la esperada, si esperaba algo concreto. Y la orden tapó todo lo demás.

—¡Disparen!

Disparó antes de saber qué hacía. Soy un soldado, chisporroteó un pensamiento. ¿Lo soy? Otra andanada de órdenes: posición, disparo, cubrirse. El fango lo recibió como una amante tierna. Y al mismo tiempo, junto con la respuesta del enemigo, llegó una ráfaga de nociones, una vida pasada, entera, ubicada del otro lado de un muro de vidrio. La pausa duró sólo un segundo.

—¡Disparen!

Obedeció, claro, no podía hacer otra cosa. Pero al mismo tiempo, dejó que la memoria penetrara la piel del momento. Y entonces recordó. Tenía cáncer. Había muerto. Pero la guerra necesitaba soldados. Y la tecnología de nuestros días hace maravillas.

—¡Disparen!

18 de septiembre de 2010

CABEZA DE HUEVO

Karla Sandomingo


Oigo mi pensamiento. Escucho mis gemidos salir desde la caverna. La noche cae. Oigo mi pensamiento y escucho pasos también, afuera, afuera de mí, o de esta cáscara que parece ser yo. Escucho pasos afuera porque no sólo adentro existen caminos, también los trazan de manera extensa allá, como la noche que cae (la noche que cae adentro de mí). Alcanzo a imaginar el fondo del foso que tengo enfrente y que toco en sus orillas con mis delgados dedos.


El rostro del hombre que algo piensa de mí se ha acercado más. Me habla. Sé que no dejaré de gemir, de llorar todo este silencio que me aleja del río, del día, de la mirada y del habla. Porque no veo. Apenas vi alguna vez figuras borrosas, pero de qué sirve mi ojo cuando se borra apenas lo toco. Por eso lloro. Apenas sé lo que es el jazmín, el alcanfor; se van diluyendo los nombres de esas pequeñas hojas que hincaba mi uña larga. Por eso gimo. Largamente. Y qué decir de las palabras que me dejaron no más se alejó el día, y la tierra que antes podía palpitar bajo mis pies.


Una mano toca mi espalda. Volteo mi cabeza hacia él. Completa. No veo, pero sé que esa mano es la del hombre que, supongo, tiene un rostro completo y palabras sucias para soltar, como pétalos azules.


Habría que tallarle en su maldito infierno de bondad todo lo que yo no tengo. Porque soy mala, también. Bien adentro. Una daga que se encaja en lo que de fosa soy. Porque soy una fosa (lo sé, me toco las orillas, toco mi fondo siniestro). Él necesita ayuda así que me acaricio la cara. Mis ojos, mi nariz y mi boca se borran. No más me ve, brinca. Grita. Pobre hombre. No sabe que a unos pasos se hallará a otro, al que le contará cómo me ha visto, y ese otro, cuando lo escuche, con su propia caricia en su rostro, hará que se vuelva un rostro borrado, como el mío. Y se apagará la luz. Porque uno se parece a su amor, pero a oscuras no se ve. Pobre hombre maldito. El otro. Y el hombre. Pobre hombre bondadoso hasta el infierno. No sabe que él, cada que acaricia su cara, de noche, también se queda fuera del mundo, que también es un Mujima. Eso quiero pensar. Que no soy única. Que no soy el espanto que habita en mí cada que me ven y que por ello dejo de existir para ser una mujer con cabeza de huevo. Mujima. Ese es tu nombre. No corras. Dímelo. Estoy segura de que no soy el último Mujima. Tállate el rostro. Quiero tocarlo con mis dedos. Tállate. Ahora.

7 de septiembre de 2010