Escuer y Bernal

26 de junio de 2009

FAUNA CON UNA FLOR EN EL REINO DE LOS ESPEJOS

Alberto Ruy Sánchez


I

ESTAMPIDA


Corren entre los muebles de un sueño: hacen sonar sus cascos contra el piso, pero no como caballos sino como cucharas sobre la mesa. Tintinean su paso como campanas que caminan sobre el viento. Saben que son de plata y que su brillo es parte de su voz. Nada los detiene porque no hay mano que pueda entrar en ese sueño sin convertirse en manita de plata. Sólo el resplandor de una mirada atenta funde el encantamiento. Aunque al hacerlo, de otra manera, queda irremediablemente encantada. Hay que cruzar esta puerta para ver quién hace todo ese ruido. La puerta giratoria que hace rotar nuestros pasos y nos obliga a pisar nuestras huellas como cuando se pisan y se confunden la noche y el día, la tristeza y la risa, la razón y sus delirios, el sueño y la poesía, el tiempo todo y un instante.


II

EL MANDOLICAN


El primero en la estampida no espera a que entremos. Se mete por el ojo de la cerradura para vernos antes de que lo veamos. Parece que tiene el cuello muy largo porque el resto del cuerpo permanece del otro lado de la puerta. Aquí una cabeza inquieta levanta orejas de perro que quiere saberlo todo, ojos de hambre insaciable de lo nuevo, como cucharas vacías, y una boca de labios planos como si un vidrio los modelara con su beso transparente. Nos sonríe sin conocernos. Se oye del otro lado de la puerta cómo agita la cola, con alegría de metrónomo que va del allegro al presto y prestissimo. Y hay una resonancia en sus coleteos como de mandolina. Entramos y vemos colgar del otro lado de la cerradura este instrumento vivo. Una cola de tiburón le sostiene las cuatro cuerdas. Trata desesperadamente de traer todo su cuerpo de regreso empujándose contra la puerta con dos piernas muy cortas y encorvadas. No es mucho lo que puede hacer y en su ciega agitación se tropieza con los lazos sueltos de sus zapatos bicolores, tan gastados como la taza de plata que la abuela usaba de bebé. Otro ser muy parecido viene en su ayuda. Se comunican con notas breves, muy repetidas. Aprendemos que los mandolicanes siempre viajan en pareja y al atardecer se cortejan, como los loros de los mayas volando de dos en dos sobre las pirámides de Tikal. Si algún mandolicán va al baño el otro irremediablemente se mete en problemas. Cuando se reencuentran pelean con dulzura alternativa, como un duelo de músicos en la plaza. Y luego sin pudor se aman cruzando sus útiles aletas, tocándose con extrema delicadeza cada una de las cuerdas y anudando con cierta brutalidad cuellos y resonancias. Un oído bien entrenado sabe cuándo se ha engendrado un nuevo mandolicán porque al amarse uno de sus sonidos se vuelve fértil anuncio que no podemos olvidar. Ahí está: una arrabiada alegría que se funde en templanza de metal fino y luego se concentra en una cuerda que al vibrar canta. Un nuevo mandolicán nacerá muy pronto de una de esas cajas de resonancia surgiendo como por el ojo de una cerradura.


III

EL TORO COLA DE LEON


Todos los animales de plata corren alrededor de él como si no estuviera ahí. Y tal vez para ellos no está porque viven tan sólo en su mente tranquila, como ideas veloces y raras, sueños de un toro que reina de noche como el centro de los planetas. Aunque tal vez todos somos sueños suyos, caprichos. El sin embargo nos observa pasar sin inmutarse mayormente. Está sentado con las patas cruzadas como dedos de una mano sobre la tierra, uno de los elementos que domina. Su fina columna vertebral mira al cielo. Es delgada como un hilo de plata, como horizonte para un mundo mejor: es frontera de lo imposible, límite de un reino de sueños afilados como por una navaja. Es sin duda un toro rey: su cola de león espanta a las moscas de la duda. Y un toro rey necesita pasto de plata que al ser cortado huela a luna. Es el rey de los destellos y dicen que su cuerpo es de agua iluminada, que no se toca porque al agitarse el torbellino momentáneo nos haría desaparecer. Pero si eso es cierto todos somos reflejos de reflejos de reflejos; y la plata una idea primigénea, lejana pero fértil, escondida en bruto allá al fondo de la mina que es la mente de un toro rey. Sentado solo sobre la tierra de su mundo lleva por dentro una noche muy poblada, plena. La multitud que lo habita sólo es pronunciable en sílabas de plata. Su corona es un brillo más intenso entre sus luces, que va de los cuernos breves a la trompa. Y los ojos, como dos joyas de su corona, buscan al inclinarse de cada lado un reposo en la sombra. Nunca podrán tenerlo los dos al mismo tiempo: un gran rey de luz y sueños nunca descansa. Como si viajaran dentro de una bolsa infinita, por su cuello extendido se mueven hacia su corona las luces olvidadas de todos los astros. Por la piel de ese cuello se adivina cómo lentamente el universo tiene un esplendor de rumiante.


IV

LA VACAPOCA


Dicen que en las orillas del reino de la plata las piezas sueltas toman vida y se reunen creando máquinas activas que nadie atina a describir sin un poco de miedo. Porque son piezas flojas dentro de piezas lentas, voluntades no siempre compatibles y muchas veces incluso encontradas, máscaras de un teatro sin libreto. En fin, inesperados sobresaltos de la forma que dan al que los mira un placer curioso nunca desprovisto de un mecánico escalofrío. En esas condiciones ambiguas nació la vacapoca, llamada así por su escasa animalidad. Aunque su humanidad tampoco es mucha y su mecánica peca también de ausencia. De vegetal no tiene nada, según parece. Tiene, eso sí, grandes ojos de gato y expresivos pechos de paloma. En vez de sudor le escurre un rizo de cada axila. En vez de la interna estructura ósea que la sostenga tiene un alambre trenzado por fuera de la carne. Por eso se cansa tanto de sí misma. Una de sus orejas es un nudo, la otra sí recibe a la lluvia como mano abierta en el desierto. A su corazón se llega, no por el estómago como sería lógico y natural, sino por una ventanita en el pecho que cada vez que la abrimos nos muestra un paisaje diferente. Me parece que es un espejo donde nos vemos como no queremos. La vacapoca siempre está cansada y sienta su torax de caja de leche como si sus brazos y piernas escurrieran de ahí en fuga. La vacapoca nunca sonríe pero no por falta de simpatía sino porque tiene la boca terriblemente chica. Y para colmo la última vez que quiso decir algo se le metió abajo de la lengua diminuta una mosca, tal vez de plata. Cuando finalmente se la coma volveremos a gozar de sus discretas sonrisas. Por lo pronto nos conformamos contemplándole el cuello, lo más humano que ostenta, codiciado según dicen por todos sus amantes que aunque han dejado ahí sus besos nunca han podido de verdad morderlo. Algo que de verdad distingue a las vacapocas de otros animales mecánicos con alma de espejo son sus pesuñas. Las de abajo pesadas como dos chocolates derretidos. Las de arriba abiertas como un par de dedos gordos en forma de cuchara que quieren asustar al mundo pero sólo lo hacen reír.


V

EL POTROEGO


El caballito que se busca el ombligo está lleno de paz. Suponemos por eso que se lo ha encontrado y lo contempla un poco aturdido. Nadie osaría interrumpirlo. Sería tan grave como romper un plato, un círculo de luz, un secreto, un minuto de silencio. Sería como una noche muy redonda mordida por un amanecer intempestivo. Por cierto, cuando el potroego levanta la mirada nos llena de luz, nos alegra como un mediodía tempranero que llega poco a poco y plenamente. Claro que, contra las apariencias, en esa mirada llena de belleza tranquila que de pronto nos contempla haciéndonos felices, este potro nunca está ahí completamente. El sigue pensando en su ombligo con obsesión profunda. Por eso lo llaman potroego, nombre que le puso su analista, quien además era su madre. Algunos se equivocan llamándolo protoego. Nombre que también le va bien pero le quita lo animal, lo instintivo. Es tan bello y tiene tan clara conciencia de eso que aumenta su resplandor al saberse brillante. Dicen que viene de una región extrema del planeta donde hace tanto frío y el viento castiga tanto a los erectos sobre el mundo que los caballos duermen tirados sobre la tierra como perros tiesos. Un turista que los vea despertar pensaría siempre que están resucitando. Mi amigo Eliot dice que vienen de Islandia. Yo vi algunos tirados así en la Patagonía chilena. Otros dicen que vienen de la Argentina. Que hay doble demostración porque en el nombre mismo del país donde nació está su condición de plata. Y dicen que también allá hace tanto frío patagónico que cuando un caballo dobla un poco las patas le nace el deseo de enredarse en el piso cobijándose consigo mismo como si fuera serpiente mordiéndose la cola. Y como no puede gozar esa elasticidad se encabrita y caracolea hacia adentro emprendiendo la búsqueda incesante del ombligo. El potroego es indómito pero tranquilo. No admite sujeción ni distracción alguna. Su fijeza es su tesoro. Cuando camina va hacia sí mismo. Nunca se extravía. Por eso los potroegos no necesitan cercas en sus pastizales como cualquier caballada. Claro que siempre van muy bien peinados y nunca sudan. Crines y colas engendran ellas misma su orden y nunca se enredan. Cuando el potroego corre dan ganas de haber sido un caballo de su especie. Su plenitud no parece tener límites y nos inunda hasta el extremo de sentir que cuando somos muy felices un potroego respinga y relincha libremente en nuestro pecho.


VI

EL PEZMAMBO


Cuando un pez se pone zapatos de tacón es porque ya va a comenzar el baile. Nada lo detendrá hasta el amanecer en su carrera hacia los trópicos rítmicos del alma. Estoy describiéndolo como él pero no sabemos si más bien es ella: nunca hay que juzgar a un pez por sus zapatos. Y sus dos cabezas tan parecidas y distintas aumentan las probabilidades de equivocarse. Es probable, eso sí, que los zapatos sean de piel de pescado, de otra especie por supuesto, como los sombreros de algunos dioses caribeños en carnaval y los tambores más finos que se fabrican para las fiestas sagradas en Marruecos. El tacón nos dice que han sido muy bailados: noches y noches de pistas tal vez submarinas donde las puntas se desgastan como arrecifes tormenta tras tormenta. Un par de zapatos, un par de cabezas, un par de piernas, un par de corazones ritmados: perfecto equilibrio. Que este pez de dos cabezas es el rey y/o la reina de la pista es algo un poco más seguro. Además, su aleta de ballena inquieta por un extremo y una boca abierta a voluntad por el otro hacen de este pez una balanza de asombrosa precisión en tacones. Lo que muerda de su pareja con sus dentadura de piraña será muy bien medido y puesto en perfecto equilibrio al bailar. Moviéndose se digieren mejor todas las cosas. Incluso algunas ideas. Pero el pezmambo sabe que no debe pensar en nada muy importante mientras baila porque el peso desproporcionado de alguna idea intempestiva y brillante le haría perder el equilibrio. Sólo debe dejarse llevar por el ritmo mambo de su propia marea. Tampoco puede mirar a nada ni a nadie con mucha resolución porque las imágenes también pesan, como bien saben quienes tratan de hacerlas viajar por el mundo de mesa a mesa. Sus cuatro ojos de pescado, tan separados y salidos le deberían ayudar a guardar el equilibrio. Aunque la verdad es lo contrario: cada ojo puede estar mirando un objeto de diferente consistencia y volumen. Cuando eso sucede el movimiento vuelve a poner todo en orden: de nuevo el baile es su único refugio, su seguridad envidiable. Su armadura perfecta en vez de escamas habla de su timidez crónica, tal vez prehistórica, igualable tan sólo a la de esos otros peces con armadura que pueblan hirviendo los canales de la Guayana Ecuatorial Francesa. Un copete de escamas al frente como ola embistiendo deja adivinar que alguna vez este pez fue amante irrestricto del rock and roll. La inclinación perfecta del cuerpo denota su dramática habilidad para el tango. Los músculos de las piernas su debilidad por el merengue. Pero es sin duda el mambo lo que una y otra vez lo enloquece haciéndolo siempre perder alguna de sus cabezas y haber adquirido, por tener la boca tan abierta, ese cuello de foca aulladora.


VII

EL CABALLORRISA


Su alegría era tan amplia que los ojos se le cerraban y nos mostraba, largos, delgados, bien separados, todos los dientes. Le bailaban de pierna a pierna muy erectos, cumplidos, sonrientes. Ya no hay freno a su medida, ni brida que lo retenga, ni estribos que de su silla dorada de verdad le cuelguen. Se siente como si fuera otra cosa, no sabe exactamente qué ni quiere saberlo. Algo libre, algo en el viento. Y se le enchina la cola de caballo como niña que quiere correr. A veces, ya muy contento, da rienda suelta a toda su dicha, llena de aire los pulmones para sentirse áun más ligero, y de golpe, como si quisiera sorprenderse a sí mismo, levanta simultáneamente las cuatro patas y se sostiene sobre sus dientes. "¡Quién pudiera hacer lo que él!", dicen quienes al pasar pueden verlo celebrando así no se sabe con certeza qué. ¿Un enamoramiento? ¿Un encuentro afortunado? ¿Una herencia? ¿Una tonada en el viento? ¿Un delicioso alimento ? Y si es cierto que camina como cangrejo, lo que algunos envidiosos afirman con la herradura bien puesta sobre una Biblia, de seguro este caballo peina valles, peina montañas y hasta algunos mares. Al mundo entero se peina volviéndolo relamido. Como él es, con su crin tan aplacada que a veces le da instintivamente por bailar tango toda la noche haciendo entonces de su dentadura un fuelle triste de bandoneón. De la risa a la tragedia este caballo brinca en un abrir y cerrar de ojos. Para él un obstáculo así no implica salto mayor. Por lo que regresa a trotar sobre su carcajada cuando menos esperamos que pueda hacerlo. Este caballito, con su aire de inocencia, metió a galope tendido su risa hasta en el diccionario volviendo pequeña y limitada la expresión "reír de oreja a oreja". Ahora lo grande es reír de pierna a pierna.


XIX

LA FLOR ATLÁNTIDA


Los nombres de esta flor submarina están llenos de errores y desengaños. Y hasta peligro de muerte corre el que se equivoque al identificarla. Pero no es venenosa. Es nutritiva y muy bella. Al final cada quien debe llamarla como quiera. Yo tengo la ilusión de recibir de ella una llamada secreta, sin palabras que se escuchen fuera de mi mente, y ahí saber cómo decirle para que venga a mí y yo a ella. Quiero verla en su jardín entre corales, dejándose desear y jugando con las corrientes, como una vez creo haberla visto en un sueño que no sé ya si de verdad tuve. Todo bajo el sol tarde o temprano se olvida. Y con más razón las visiones que uno cree haber tenido del paraíso. Me gustaba sumergirme y ver toda esa calma espectacular de los arrecifes. Ahí la descubrí. Me pareció pequeña pero multiplicándose cada segundo bajo el agua como los fuegos de artificio que suben en una línea y florecen como esa flor llamada Diente de León cuando se le pone al viento: una luminosa y secreta explosión de vida. La vemos flotar, hundirse y aparecer de nuevo. Podemos pensar que es la misma o es otra. El sol tampoco se da cuenta. Escapa a su dominio casi universal entrando y saliendo de la obscuridad marina. Allá está su jardín secreto. Es una flor casi redonda y casi hermafrodita, desafiando al mar de afuera y a sus leyes. Se supone que antes era un poco más grande. En algunas historias de la Atlántida se habla de que sus formas recordaban claramente en la mente de aquellos hombres perdidos, pero no menos obsesivos, a un par de voluptuosas formas femeninas. Se supone que al tacto y bajo el agua tenían incluso la misma consistencia y sensibilidad crecida. La describen además con un pezón invisible y alrededor de él una aureola de misterio. Decían los atlántidos que esta flor cantaba, que el deseo que despertaba en ellos era tan fuerte que les hacía vibrar los oídos. Nosotros podemos comprobar inquietos que sus pétalos son claramente aletas. Los atlántidos las llamaban estrías. Su corazón es un hueco donde podemos poner la mano, la boca, alguna idea y hay quienes hasta ahí esconden el sexo. Es como una fruta pero es flor, más que blanca, color de plata sumergida. Se contempla y se come y se desea. Crece en cualquier tipo de mar, incluyendo los mares de la duda, donde se tiene como única certeza su resplandeciente belleza. En las noches del océano, que son muchas, esta flor palpita llamándonos. No por nada los griegos la describían como flor sirena. Flota ligera, abre el apetito de los hombres, pero cuando es devorada con placer inmenso cambia su peso aumentándolo un millón de veces. Regresa así al fondo del océano envuelta en su blando cargamento para alimentar con él a sus crías y fértilizar de nuevo el suelo. Dicen que esta flor es la verdadera razón del hundimiento de la Atlántida, que no cayó de golpe sino persona por persona, envuelta en un deseo floral y submarino. La flor atlántida es flor de arena del fondo del mar. Es flor de aire y de hambre. Es flor de piedra y plata. Es la flor de las flores del paraíso hundido, de donde nadie fue expulsado nunca, todavía.•

25 de junio de 2009

DESIERTOS

Mónica Sánchez Escuer


Una ráfaga de sueños rotos la despierta. Aún le punzan en el vientre. Le ha entrado el líquido espeso de otra boca. La habitación, como ella, parece sudar: desde el techo, chorrea gotas secas de pintura que nunca caerán a refrescarla. La luz se empeña en atravesar las persianas cerradas y le raya la piel entumecida. Una voz maloliente se asoma entre sus piernas: sube, la muerde, reclama el desayuno. Semidesnuda, seca, se cubre con la sábana: no deja al marido ni al sol entrar de lleno. Él se levanta sin mirarla. Ella piensa en los huevos revueltos que no probará, mientras oye cómo él se vacía en el lavabo.

SU DESTINO ESTÁ EN LOS ASTROS

Nina Femat


Como todas las mañanas, te preparas un café fuerte y abres el periódico. Pasas directamente a los Horóscopos, a pesar de tu incredulidad, nunca dejas de leerlos. “SAGITARIO: El día de hoy, usted leerá su horóscopo”.

TIEMPO PERDIDO

Nina Femat


Desde que recuerdo, he hecho todo lo posible para no perder el tiempo. Terminé la universidad a los cinco años, me casé a los siete, tuve hijos a los ocho y me divorcié a los doce. Ahora, con veinte años a cuestas, espero pacientemente en mi ataúd a que el tiempo pase. Moriré de vieja a los noventa.

AUTÓMATAS

Pavel Brito


Detrás de la cortina de una casa de plástico color ladrillo, el pequeño autómata juega con su tren de juguete frente al fuego de isótopos de la chimenea. El maquinista lo saluda con oxidados chuchús. Diminutos pasajeros de cuerda toman el té y entablan conversaciones de engranes y tornillos. Papá Autómata lee el periódico de lámina plateada, sorbe su taza vacía de café, arquea las cuchillas que coronan sus ojos de microscopio electrónico. Mamá Autómata borda paisajes alpinos con sus dedos de máquina de coser. Un gato mecánico salta sobre una pelota repetidamente con movimientos autistas.


De pronto, el sincronizado tictactóc de sus corazones se detiene. Una tenaza gigante entra por la ventana. El colosal Dios Autómata otra vez le da cuerda a sus creaciones. La ciudad le llega a las rodillas de acero inoxidable. Afuera, las aspas de miles de dinamos dan vueltas y vueltas por todo el planeta. En cualquier momento darán las ocho de la noche, y un autómata más grande tendrá que desconectarlos antes de irse a dormir.

24 de junio de 2009

LIRIOS SALVAJES

Guillermo Samperio


Los lirios salvajes están pegados a los troncos. Los abanicos de las señoras se han vuelto inútiles; el temor les ha metido el silencio en la boca. Una avioneta sobrevuela la alta vegetación; ellas miran al aeroplano amarillo con ojos de deseo. Su mirada azul y gris es el atardecer de mi pueblo. Yo les miro los senos que a veces se les desbarrancan.


Llegamos a la orilla de un leve río de piedras verdosas; los señores, ataviados de pantalones cortos y camisas a cuadros azules, rojos y amarillos, se detienen ante los surcos que hace el agua. Discuten en voz baja y toman determinaciones. Mis compañeros han puesto sobre el piso el cargamento.


Los hombres de pantalones cortos hablan con sus mujeres: cada uno cruza el río cargando a una dama sonriente. Cuando terminan, mis compañeros vuelven a la carga. Los invitados a esta alta vegetación ríen unos con otros; ellas parecen contar chistes y ellos encienden tabacos.


Llegamos a otro sitio donde los lirios son más salvajes y sus violetas, naranjas y sanguíneos son furibundos. Hemos arribado a otra vertiente de río semejante a la anterior, quizá un tanto más ancha.


Los caballeros hablan entre sí y luego con las damas; deciden que esta vez que cada uno, hombre o mujer, lo cruzará sin hacer parejas. Entre risas y chapoteos, comienza la gran aventura. De pronto, unas fauces se apropian de una dama.


El cocodrilo se va yendo con el ritmo avivado de la corriente hasta arribar a una curva donde se enreda con troncos y ramas. Los hombres corren hacia allá, sacan sus pistolas, pero la dama y el cocodrilo se desatoran, dan la vuelta a buena velocidad, se pierden de vista. No saben que el cocodrilo, junto con el hipopótamo, son los animales más feroces de la naturaleza. Para ahorita, la dama ya está, completa, en el estómago de la bestia.


Cuando los gritos de las mujeres cesan, los hombres se detienen y uno de ellos, al parecer el esposo de la víctima, pisa su tabaco y enciende otro.


Una avioneta sobrevuela la alta vegetación; ellas miran al aeroplano amarillo con ojos de desesperación. Una de ellas, que alcanzó a cruzar el río, advierte que de allí no se moverá. Uno de los hombres, no el del tabaco, sonríe de lado y dice:


-Todos sabíamos que alguien iba a morir. Ahora, todo está arreglado; ¿no es así? –se dirige a mí y yo respondo:


-Así es. A partir de aquí ya no hay ningún brazo de río. Donde van a acampar es ya parque nacional. Allí, después de semana y media, una avioneta los recogerá y no ha pasado nada.


-La única mujer que no alcanzó a atravezar el brazo del río se pone a gemir.


Entre dos hombres la cruzan; todo mundo sonríe. Mis compañeros vuelven a recoger las cosas y proseguimos la aventura que están corriendo los que nos contrataron.

NARRADOR

Edilberto Aldán


Ni brebajes ni conjuros; bastó creer que hay más que lo soñado por mi filosofía para traerlo de vuelta. Regresó de entre los muertos y en sus ojos vislumbré el llanto salvaje ante el cuerpo de Gertudris, la cólera que nada saciaría, el ataque a Fortinbrás recién llegado. En su mirada resplandeció la figura de un monarca sangriento que como bestia reinaría sobre Dinamarca, Polonia e Inglaterra. Decidí darle un mejor lugar en la tierra y en el cielo, rasgó de nuevo su carne el florete, empujé la copa hacia sus labios. Como él quiso, hoy sabes la historia del dulce Hamlet por mi boca.

23 de junio de 2009

TESEO

Esteban Cancio

La puerta se cierra con un chasquido metálico. Ahora está solo. Extiende una mano y toca los ladrillos. Una superficie áspera cubierta por una pátina húmeda de barro y musgo. Está oscuro y no puede percibir los detalles. Un olor ligeramente rancio impregna los muros. Deshace el ovillo y busca una saliente en la pared para atar un extremo del hilo. Se anuda la otra punta en la cintura y empieza a caminar. El piso es irregular, cubierto en algunos tramos por una capa de arenisca, en otros por baldosas o mosaicos pulidos, o simplemente por terrones y piedras que afloran de la tierra desnuda. Al principio abundan el barro y los charcos que se forman en las zonas bajas, y puede sentir cómo sus pies descalzos se cubren de una capa de suciedad cada vez más gruesa. Esa costra lo protege un poco del filo de las piedras y el borde cortante de los mosaicos rotos. Camina despacio, igual, adivinando en los bultos que percibe las formas de los huesos y los desperdicios dejados por la bestia después del banquete. Un escalofrío le recorre la espalda cuando descubre un trozo de muslo apenas mordisqueado. Pero es mejor, piensa, encontrarlo satisfecho. Da una vuelta a la derecha y después otra. Escucha ruidos. Gruñidos que retumban en las paredes como la voz de un dios en las columnas del templo. También el olor es ahora insoportable. Siente un cosquilleo en el estómago. Se detiene ante un recodo y espera. Escucha un bufido, un trote ligero alrededor de las paredes. Detrás de esa esquina, piensa, está el recinto. Piensa en su padre, la casa abandonada, los compañeros muertos. Su pasado. El hilo inestable del futuro. Ni un héroe ni un mártir, piensa. Sólo quiero ser un hombre a la altura de su destino. Suspira, desenvaina la espada de Ariadna y se hunde en el corazón del laberinto.

La espada vibró en las sombras. El Minotauro, gordo y viejo, se despertó sorprendido, intentó reaccionar, pero resbaló en el piso, cubierto de sangre y carne podrida. Resignado, miró a Teseo. Suspiró y se dejó matar.

22 de junio de 2009

CONEJO

Alberto Chimal


No tengo nada contra ellos como personas, es decir, si se puede hablar así de los conejos. Pero son muchos. Muchísimos. Y dañinos. No hay que investigar demasiado para darse cuenta de esto. Quiero decir, si se les deja libres en cualquier sitio, y quiero recalcarlo en CUALQUIERA..., se reproducen como..., como conejos. Por eso decimos así y no como cucarachas o como otro animal.


Y se vuelven miles, y millones, y acaban comiéndose la comida de todas las otras especies, y matándolas de hambre, y destruyendo todo. Es terrible. No respetan nada. Nada les importa. Y ni siquiera tienen que ser muchos.


Australia, por ejemplo, se arruinó por dos conejos que alguien dejó allá. DOS CONEJOS. Luego ya no había espacio para nadie, ya no había plantas, ya no había nada... Y todo estaba lleno de excremento y porquerías... Está en los libros. No es ningún secreto.


Y yo, por lo menos, no me puedo quedar cruzado de brazos. Todo mundo dice que las personas comunes no podemos hacer nada por tratar de cambiar al mundo, pero no es cierto. Sí podemos. No somos del todo impotentes. No podemos hacer mucho, por eso la gente se desanima, pero si todos hacemos nuestra parte..., si ponemos nuestro granito de arena, como se dice...


Yo, por ejemplo, me dedico a matar conejos. De uno en uno, porque no tengo muchos recursos y no puedo hacer como yo quisiera, es decir, envenenarlos por millones con algún gas o algo por el estilo, pero hago lo que puedo. Y además no lo hago rápido: tengo que ser lento porque si se mueren y ya, no tiene sentido. En cambio, si sufren queda el escarmiento: los conejos que sobreviven se horrorizan y aprenden a temernos. Esto es algo muy importante aunque sea algo feo. Yo no niego que lo sea. A mi no me gusta. Pero debe hacerse. Es lo que pienso siempre cuando ya tengo al conejo listo, es decir, atado a la cama del cuarto especial con todas las puertas y ventanas cerradas y la música a todo volumen.


Por eso, primero que nada, le hago saber que va a ser ejecutado y le explico por qué. Para que no crea que voy sólo a jugar o que tengo motivos personales.


Luego empiezo. El proceso es muy largo, muy tedioso, y francamente muy desagradable. Pero hay que hacerlo. Y creo que no lo hago mal. Por ejemplo, puedo sacar un hueso sin hacer más que un corte o dos, y sin destrozar los músculos. Y puedo desprender grandes pedazos de piel sin que se rompan...


En fin. Al final tengo lo siguiente: por un lado el tórax, por otro lado todo lo que está dentro del tórax, por otro más todo lo que está conectado con el tórax; entonces corto todas las articulaciones, pongo aparte cada trozo, y me ocupo de la cabeza: arranco todos los dientes, saco los ojos y la nariz, y la rasuro toda, hasta las cejas y las pestañas. Y tomo las fotos. Generalmente uso rollos de 36 exposiciones. Cuando termino tiro los restos al tanque del ácido y me voy al cuarto oscuro. Cuando termino en el cuarto oscuro, el tanque ya está listo para vaciarse, y lo vacío.


Entonces me baño, me visto y voy a alguna oficina de correos para enviar algunas de las fotos, las mejores, a la casa del conejo, para sus parientes. Es la parte que más me gusta, porque los imagino cuando les llega el envío, y porque luego hay que empezar otra vez: buscar otro conejo, seguirlo, averiguar su dirección, vigilarlo hasta conocer sus hábitos. Eso es todavía más largo y tedioso y todo.

21 de junio de 2009

UN CUENTO DE AMOR

Marcial Fernández

Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió.

MEFISTÓFELES

Marcial Fernández

Mefistófeles, como un acto más de perversión, decidió venderle su alma inmortal al doctor Fausto, quien le procuró vejez, ignorancia y nulos poderes mágicos. Con ello, Mefistófeles acrecentó su virtuosismo: nunca hasta entonces odio tanto a la humanidad; nunca hasta entonces se sintió tan dichoso. Felicidad sólo comparable con el horror de su condena: vivir en el cielo.

LA ESCUELA DE ELEA

Marcial Fernández

-El movimiento no existe -dijo muy quieto un profesor de filosofía.

"Es un hecho: para atrás y para adelante no hay nada", puntualizó. "El pasado y el futuro, en cuanto entidades de realidad, no son sino una mera ficción. ¿Qué nos queda? ¿El presente? Tampoco, ya que a cada momento se convierte en pasado y a cada momento se convierte en futuro. ¡Oh, terrible inmovilidad! Pues si me muevo -y el profesor se movió-, vean qué sucede".

En el salón sólo hubo murmullos e incertidumbre, pero se comprobó la tesis del catedrático: no sucedió nada.

20 de junio de 2009

FANTASMAS

Mónica Sánchez Escuer

Llega a Nueva York temprano. Con la dirección comprimida en el puño y un mapa mal doblado, Fiona emprende la búsqueda. No, aquí no vive Paul Auster, le dice el hombre y se preseta: mi nombre es Daniel Quinn. Después de dos copas y seis preguntas, sabe que él no la ayudará a encontrar a su escritor, pero las sonrisas que esos labios duplican ya en su boca bien merecen el silencio.


La tarde cae, como su miedo, su vestido, el vino por las gargantas.


Al despertar, Fiona no reconoce la ventana, el espejo redondo, la cama minúscula. Tampoco el cuerpo que sangra a su lado: no es Daniel Quinn, ni Paul Auster. Asustada, sale a la calle abrochándose la blusa, ajustando la falda. Camina aprisa por más de cinco cuadras antes de darse cuenta: las calles no son calles de Nueva York.

ESTRUENDO

Edilberto Aldán

Inició como un intercambio casual acerca de la naturaleza divina, ideas sueltas para llenar los huecos en que se empeña el silencio; pronto se fueron uniendo otros a la conversación con argumentos más intrincados, con opiniones que diferían apenas en un matiz pero que en la discusión relucían como hogueras altísimas.


Los escépticos fueron relegados por los inquisidores a quienes se les hacían espuma en la boca las palabras imagen y semejanza. Cuando llegaron los recién conversos envueltos en el fanatismo ya nadie escuchaba. Hasta que las palabras fueron sólo un ruido de jauría.


El estruendo de la discusión lo alcanzó todo, hasta llegar a Dios, quien cansado de escuchar las múltiples variaciones de la misma idea equivocada, mandó el diluvio, y dejó sólo a dos de cada especie, todos ellos mudos.

UÑAS

Mónica Sánchez Escuer


Mónica no quiere salir. Se mira las uñas como si en su irregularidad encontrara las respuestas del universo. Y sí, encuentra una: la feminidad nunca le llegó hasta ahí: odia el barniz y las limas y las tijeras especiales para cortar la cutícula. No sabe por qué (esa respuesta no la ha encontrado aún) pero siempre ha asociado el esmalte en las uñas con la proclividad al desliz, las diminutas faldas de leopardo y los escotes prominentes. Nada que ver con el atuendo de todas sus amigas que se hacen manicure cada semana, y cambian de color según la temporada, el evento o la pareja. Pero lo que más le molesta es el tamaño. De las uñas, por supuesto. Mónica no soporta que le crezcan. Una, dos o tres veces por semana, según el nivel de neurosis, el corta uñas cumple puntualmente su función. Ella nunca se las come, pero sí se arranca los pellejos. A veces se le hinchan los dedos, le sangran. Entonces sabe que es hora de ver a Tin Tan o de ponerse a bailar como Vitola.


Mónica escribe todo esto y se ríe. Qué tonterías se le ocurren con tal de no decir nada. Nada importante: lo que siente por aquella sonrisa, lo que piensa del silencio o de las tardes inútiles, de la escritura y sus aburridas historias. No, Mónica no quiere salir. Hoy prefiere verse las uñas, sacar la mugre de un lugar preciso, cortar y concentrarse, al fin, en no hacer ni decir absolutamente nada.

19 de junio de 2009

GEOMETRÍA DE LA SOLEDAD

Agustín Cadena

El infante Don Floristán, por toda hacienda, poseía un planeta redondo y pequeño, habitado por arpías mansas cuyo plumaje se erizaba en el éxtasis de su trino. Había también, en este mundo de paja, bisontes enanos y marionetas vivas que gustaban de echarse a dormir entre petunias y mirasoles gigantes.

Don Floristán se sentía muy solo y, cuando, al pensar en ello, le venían deseos de llorar, iba a sentarse al pie de un mirasol, con las piernas encogidas y el infantil rostro oculto entre las rodillas.

Un día se dio cuenta de que podía hacer algo con sus manos: podía crear. Escarbando la materia de su mundo halló un barro auriazul, dúctil y tan ligero que casi flotaba en el aire, y que al poco tiempo de ser moldeado endurecía. Decidió construir con él todas las cosas que la fantasía le dictara y dar a su espíritu aquellas otras que su parte de Vía Láctea le había negado.

Y lo primero que deseó fue protección. Así que levantó paredes, construyó piso y techo formando un claustro hermético, y dio a su obra un nombre: la llamó cubo. Era un espacio tan estrecho que Don Floristán no podía tenderse ni estar de pie dentro de él, y sin embargo, en busca de lo ansiado, se recluyó ahí durante veintiséis días, según se mide el tiempo en su planeta.

Salió luego al campo, llenó sus pulmones de fresco aire estelar y construyó otra celda, parecida a su mundo, donde permaneció otros veintiséis días. Le dio el nombre de esfera. Deseaba el movimiento: rodar y rodar. Lo logró y entonces deseó una cosa más: compañía.

Construyó otra casita y fijó una estrella en lo alto del techo, ahí donde se unían en pico las cuatro paredes, para que su luz le diera un compañero: su sombra. Don Floristán llamó pirámide a su nueva estructura, y no permaneció dentro de ella veintiséis días sino quince años, sin hacer otra cosa que llenar el aire iluminado con recuerdos de las arpías que había visto. Pero no le fascinaban, que se dijera, ni aquella compañía de su sombra ni las imágenes que su memoria ponía en la luz, y lleno de frustración salió de ahí y se sentó a la sombra de una flor gigante.

Después de mucho pensar, un día en que los bisontes habían estado apareándose horas enteras, Don Floristán exclamó:

-¡Albricias, he dado en el quid! Lo que necesito es una mujer.

Y construyó otra casa más, la definitiva, y la llamó ataúd.