Agustín Cadena
El infante Don Floristán, por toda hacienda, poseía un planeta redondo y pequeño, habitado por arpías mansas cuyo plumaje se erizaba en el éxtasis de su trino. Había también, en este mundo de paja, bisontes enanos y marionetas vivas que gustaban de echarse a dormir entre petunias y mirasoles gigantes.
Don Floristán se sentía muy solo y, cuando, al pensar en ello, le venían deseos de llorar, iba a sentarse al pie de un mirasol, con las piernas encogidas y el infantil rostro oculto entre las rodillas.
Un día se dio cuenta de que podía hacer algo con sus manos: podía crear. Escarbando la materia de su mundo halló un barro auriazul, dúctil y tan ligero que casi flotaba en el aire, y que al poco tiempo de ser moldeado endurecía. Decidió construir con él todas las cosas que la fantasía le dictara y dar a su espíritu aquellas otras que su parte de Vía Láctea le había negado.
Y lo primero que deseó fue protección. Así que levantó paredes, construyó piso y techo formando un claustro hermético, y dio a su obra un nombre: la llamó cubo. Era un espacio tan estrecho que Don Floristán no podía tenderse ni estar de pie dentro de él, y sin embargo, en busca de lo ansiado, se recluyó ahí durante veintiséis días, según se mide el tiempo en su planeta.
Salió luego al campo, llenó sus pulmones de fresco aire estelar y construyó otra celda, parecida a su mundo, donde permaneció otros veintiséis días. Le dio el nombre de esfera. Deseaba el movimiento: rodar y rodar. Lo logró y entonces deseó una cosa más: compañía.
Construyó otra casita y fijó una estrella en lo alto del techo, ahí donde se unían en pico las cuatro paredes, para que su luz le diera un compañero: su sombra. Don Floristán llamó pirámide a su nueva estructura, y no permaneció dentro de ella veintiséis días sino quince años, sin hacer otra cosa que llenar el aire iluminado con recuerdos de las arpías que había visto. Pero no le fascinaban, que se dijera, ni aquella compañía de su sombra ni las imágenes que su memoria ponía en la luz, y lleno de frustración salió de ahí y se sentó a la sombra de una flor gigante.
Después de mucho pensar, un día en que los bisontes habían estado apareándose horas enteras, Don Floristán exclamó:
-¡Albricias, he dado en el quid! Lo que necesito es una mujer.
Y construyó otra casa más, la definitiva, y la llamó ataúd.