Jazmín Martínez
Mi horóscopo lo decía aquella tarde: “algo impactante habrá de suceder durante la semana; luna en acuario; día para el amor, cualquiera entre viernes y domingo”.
AMOR. Yo no podía pensar en nada más. Bueno, no exactamente amor. Tenía una escandalosa etiqueta mental con la palabra “sexo” escrita en ella. Mi no voluntaria abstinencia carnal se había prolongando astutamente. Los primeros meses había pasado desapercibida, pero después de seis, mi tolerancia llegaba al límite.
Dentro de mí sentía bullir un hormiguero, mezcla de envidia con un poco de excitación, cada que mis ojos notaban la presencia de una que otra pareja besucona en la calle, en el parque, en las fiestas, en una película.
No podía evitar fijar mi atención en la entrepierna de cada ejemplar masculino que acudían a solicitar audiciones para mi grupo de danza. Argentinos, colombianos, europeos, negros, blancos, azules, todos me hacían palidecer. Hombres que me hacían pensar si lo que llevaban metido en la ingle no era en realidad nada más que un bromoso calcetín.
Todos ellos se dirigían a mí de una manera decorosa, con un suave “señorita” que antecedía al saludo que me brindaban al llegar a mi pequeño estudio. Podría haber cambiado el estilo de mi grupo de contemporáneo a folklórico, sólo por el placer de ver a aquellos jovencitos enfundados en un ajustadísimo y fetichista traje de mariachi.
Ya era media tarde del sábado y faltaba poco tiempo para que concluyese el plazo del mentado oráculo de revista. No es que yo fuera muy creyente de astrologías oportunistas, pero mi situación me llevaba incluso a poner a San Antoñito de cabeza. ¿Será que a los cuarenta te vuelves sexualmente invisible? ¿y si pruebo con mis congéneres? Ya sé ¡cirugía! Con dos tallas extras de pecho, seguro que no paso desapercibida. Mis pensamientos resultaban cómicos.
Faltaba media para las seis, hora del cierre, cuando sonó el teléfono. Un joven de voz afeminada contestó del otro lado. Me pedía que lo esperase para realizarle un casting esa misma tarde, pues saldría de la ciudad y quería asegurar un lugar en mi próximo proyecto. Resultó tan insistente que acordé esperarlo quince minutos más de las seis.
Al filo del plazo acordado se deslizó al interior del estudio el ser más andrógino que hubiese visto jamás. Enfundado en unas estrechas mallas de lycra, rematadas con un par de calentadores en las pantorrillas, por poco y no respondo a su saludo por estar fijándome en tan femenino atuendo.
–Cyril, mucho gusto. Me dijo
–Ana. Le dije, ocultando mi risa con la vileza del casi nulo autocontrol que suelo tener en este tipo de situaciones.
De inmediato la criatura abandonó la camiseta que traía puesta, puso un disco de un tal Sharkiat y comenzó a contorsionarse al ritmo de citares y tambures.
De pronto aquel ser, representando acaso unos veinte años y con aparentes tendencias difusas, se transformó en un tigre mítico. Su vientre desnudo dejaba ver de cerca cómo sus músculos se contraían uno a uno al ritmo de la oriental melodía. Sus brazos se extendían con maestría para tocar el espacio vacío alrededor de él. Era el dios de su propia danza. Bailaba con tal pasión que parecía no hacerlo sino para él mismo, como si yo no estuviese ahí, intentando disecar su acto, no para decidir si se quedaría o no, sino para esculpir su imagen en las paredes de mi memoria.
No deseaba que mi visitante parara. Incluso en mis condiciones y con tal espectáculo, sabía que lo que su baile me provocaba no era común. Quería que siguiera toda la tarde, la noche, el día siguiente. Ver la silueta de su espina dorsal asomándose en la blanquísima piel cada que el arqueaba su espalda era extasiante. Su negro cabello al hombro tenía tanto ritmo como él mismo. Lo dejé bailar por media hora. Prolongaba, a capricho mío, su interpretación en el papel de felino exquisito.
Cuando la música se detuvo, Cyril se dirigió a mí. Yo, apoyada contra la pared, en trance por lo que acababa de ver, sólo podía pensar en lo deseable del artista que tenía enfrente, y antes de que yo notara que al terminar su performance volvía lentamente al umbral de su androginia, me tomó del cabello frenéticamente y me besó.
El tigre me convertía en su tigresa y yo contesté el atrevimiento estrujando su perfecta espalda de arriba abajo. Cyril me arrastró hacia el escritorio, arrojando todo lo que pudiese estorbar. Cayeron en seco lápices, plumas y algún libro pesadísimo, pero nada nos distrajo. El antes andrógino era ahora implacablemente viril. Parecía una deidad exótica salida de aquellos lugares de donde provenía la música con la que se había presentado. No decía nada y decía todo a la vez. Desnudos ya, por más que rasgaba en mi memoria, no recordaba nada similar. Abandoné mis pensamientos y me abandoné a el. Lo que antes había hecho Cyril con el espacio vacío, me lo estaba haciendo a mí: contorsiones, espaldas arqueadas, gestos.
La comunión terminó, y lentamente traté de volver al plano donde me encontraba antes de que Cyril llegara. Me senté sobre el escritorio que había hecho las veces de cama. Quise seguir disfrutando de contemplar la imagen de la deidad que con tanta precisión me había hipnotizado, pero abriendo los ojos no encontré más que a un ser cansado.
Cyril volvía a colocarse una a una sus prendas. Al hacerlo, más se reintegraba al primer papel que había representado desde su llegada. Cuando me di cuenta que el tigre se había ido y en su lugar sólo quedaba un diminuto gato, sólo pude decirle que no era el bailarín que necesitaba para mi siguiente montaje. Sus ojos no mostraron ni un dejo de descontrol. Solemne como al llegar, salió por la misma puerta por la que había ingresado, llevando consigo el disco que me había atestado el mortal pero fugaz hechizo. Nuestra reunión había concluido.
Busqué mi ropa y me vestí. No toqué nada salvo mis llaves y salí hacia mi casa. La revista de los horóscopos, sobre la mesa, estaba abierta en la misma página donde había leído de mi prometedor vaticinio: “día para el amor, cualquiera entre viernes y domingo”. Apenas era sábado. De pronto alguien llamó a la puerta. Cerré la revista y me dirigí a abrir sin preguntar quién era. Deslicé el seguro suavemente y abrí la puerta: Cyril, esperando a que lo invitase a pasar.