Esteban Cancio
El auto se sacude y un fierro se le clava en el costado. Debió agarrar una calle de tierra, porque ahora el traqueteo es constante y Mariela siente que está metida en un lavarropas. Algo, una botella vacía o un pedazo de caño, anda suelto por el baúl y le golpea las piernas cada vez que el auto cambia de velocidad. La transpiración le corre por la frente y se le mete en los ojos. El ardor la obliga a cerrarlos. No pierde mucho con eso, porque igual no puede ver nada. Quisiera, eso sí, pasarse una mano por la cara de vez en cuando. Pero las tiene atadas, y el baúl es tan chico que seguro le faltaría lugar para mover los brazos.
Su cuerpo levita un instante y vuelve a caer sobre el piso del baúl. Le duelen las costillas. Pero después el andar del coche se normaliza y la incomodidad se reduce al ahogo que le produce el encierro y las puntadas que siente en las articulaciones, como si un ejército de hormigas enfurecidas le trepara por las piernas. Ahora van por una calle asfaltada. El zumbido del motor es lo único que se escucha, salvo cuando el auto corcovea en una loma de burro y vuelve el ruido de la carrocería destartalada que sentía en la calle de tierra. Piensa en Eduardo, sentado en el living de casa, esperándola con la comida hecha. Piensa en los chicos, durmiendo en el piso de arriba. Quién sabe si los volverá a ver. Su propio dolor la conmueve y las lágrimas se le mezclan con la transpiración.
La cinta le tira de la piel y le aplasta los labios contra los dientes. El auto frena, se escucha un portazo y después nada. El zumbido del motor, ahora apagado, permanece en sus oídos por unos segundos, y de a poco se desvanece, como la marca rojiza de un cachetazo en la cara. Deben estar en una calle con poco tránsito porque apenas se escucha el rumor de los motores acelerando en alguna avenida cercana. Ahora más que nunca, Mariela está atenta a los sonidos que le llegan de afuera. Espera que en cualquier momento se abra la puerta del baúl y la cara de Gonzalo aparezca contra el cielo estrellado, apuntándola con el revólver. Pero los segundos pasan y ni siquiera lo escucha caminar alrededor del auto. Capaz que se bajó para hacer pis. Pero no, porque al fin escucha el murmullo de una conversación por ahí cerca. Presta atención y reconoce la voz de su amante, una octava más arriba de lo normal, como si estuviera nervioso. Alguien le responde. Mariela hace un esfuerzo y reconoce el susurro como de hojas secas de la voz de Eduardo. La sangre se le agolpa en el estómago y siente que el mundo empieza a girar alrededor de su cabeza. Las voces suben de tono y se mezclan en una discusión confusa, sin llegar a los gritos. Mariela trata de adivinar lo que está pasando. Se imagina a los dos hombres enfrentados. Es una pavada, pero lo que le da más miedo es que Gonzalo le cuente a Eduardo su historia con ella. Escucha el chirrido del portón que se abre y después nada. Se queda esperando que Gonzalo vuelva al auto, pero pasan los minutos y después las horas, y todo sigue en silencio. Seguro que se metió en la casa, piensa. Vaya a saber qué le estuvo diciendo para que Eduardo lo deje entrar. Tal vez lo amenazó con el revólver. Y ahora está adentro. Con los chicos. La vergüenza se convierte en miedo, y después en desesperación. Golpea la puerta del baúl, pero es imposible abrirla desde adentro y lo único que consigue es lastimarse el hombro. Pero no se resigna a quedarse quieta, y sigue golpeando la cabeza contra la chapa hasta que el cansancio la voltea. Está agitada y siente que le falta el aire. Aguza el oído para escuchar algo y adivinar lo que está pasando en la casa. Nada. Grillitos en el jardín, nomás. Pasan como dos horas antes de que se sienta el chirrido del portón. Oye los pasos que se acercan, pero está tan nerviosa que no puede reconocerlos. Hasta que el ruido de las llaves resuena en el tambor de la cerradura y alguien levanta la tapa del baúl. Una sonrisa de triunfo ilumina la cara ensangrentada de Gonzalo.
-Ya está. Somos libres, mi amor.