Escuer y Bernal

26 de octubre de 2009

24 de octubre de 2009

IRRESISTIBLE

Angélica Santa Olaya


Cuando Laura conoció a Rubén supo que era el hombre con quien debía tener un perro, dos hijitos y una mecedora para arrullar su vejez. En ese orden. Se casaron como era de esperarse. Un día, llegó Memo, con su irresistible sonrisa, a pedir posada por unos meses. Era tan divertido verlo pasearse en calzoncillos por la casa contando chistes y haciendo bromas que Laura se olvidó del perro. Por eso ahora, en el fondo, comprendía por qué Rubén había salido por aquella puerta, junto con Memo, dejándola sola; sin marido, sin hijitos y sin mecedora. Desolada, tomó su bolso y se dirigió a la veterinaria.

URBE

Angélica Santa Olaya


Tiembla, camina y se contonea. Recoge por igual flores y escupitajos que le lanzan al pasar los trashumantes. Esos que al bajar la luna se meten bajo su falda de concreto y esconden la nerviosa risa de los temores. Al amparo de la oscuridad muerden las lentejuelas del negro vestido y recuerdan el olor agrio del pecho que una vez los amamantó. Duermen las farolas y ella se saca de encima a los hijos que salen, pululan y le echan en cara las afiladas uñas y las piernas al aire. Peligrosa, prostituta y dispuesta a todo, ella sonríe en un rojo escarlata y se prepara a envolverlos en sus brazos de carnívora y aromada madreselva. Ella sabe que la luz y la sombra vienen siempre de la mano.

21 de octubre de 2009

COMO BESOS DE SAL EN EL FUEGO

Mónica Sánchez Escuer


La historia que quiero escribir está aquí, regada en la piel, entre mis cejas, en la uña más brillante y clara de mi ojo. Se estrella en mi cráneo como una ecuación irresoluble. Se quiebra. Esconde alguna de sus piezas en la palma de mi mano, en los pellejos de mis dedos. Llevo años buscándola, escribiendo rutas equívocas en cuerpos de otros. Hoy sé que está aquí dentro, en la jaula de mis costillas, palpitando como pájaro en celo sin más alas que las suyas. Y está más abajo, en este saco que nunca ha guardado una vida, que teme secarse, morirse de sed. En este hueco donde el corazón y la carne crecen sin mesura, donde se revientan y sangran las heridas milenarias de todas las mujeres, donde entran y nacen todos los hombres.


En mis cuatro labios, como besos de sal en el fuego, crepitan fragmentos de esta historia que aún no he sabido descifrar.

17 de octubre de 2009

16 de octubre de 2009

6:47

Alejandro Domínguez


Eran las 6:47 de la mañana cuando despertó, como todos los días, inquieto por ese sueño que nunca recordaba. Tardó unos minutos en recomponerse y levantarse del montón de almohadas y cobijas que él llamaba cama. Tomó un trago directamente de la botella de jugo de naranja que había permanecido abierta unos cuantos días. Agarró su bolso y salió del departamento caminando como quien se dirige al teatro cuando la obra empezó hace tres minutos. Era evidente su desesperación, a pesar de que ignoraba hacia donde iba y sabía muy bien que nunca llegaría a ese lugar. Recorrió unas siete cuadras calle abajo hasta encontrarse, como lo hacía todos los días, en aquella esquina de capital importancia para él, pero cuya memoria se estaba borrando a la par de la placa de bronce que describía lo ahí ocurrido una callada mañana. Se sentó a un lado de la placa, sacó un libro de su bolso, lo abrió sin reparar en la página y como si las palabras que ahí se encontraban fueran un presentimiento, leyó lo siguiente: “Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, oprimiendo convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente a los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten ser revelados.” No hubo necesidad de continuar ya que después de haber leído esas líneas día tras día cada una de las palabras contenidas en el texto habían quedado grabadas en su piel a lo largo y ancho de su cuerpo. Se levantó para proseguir su recorrido pero todo comenzó a parecerle un sueño, las calles, los autos, las personas; él mismo se percibió como un sueño, uno cada vez más borroso. Esta sensación le llenó de desesperación y angustia, no era una sensación nueva, sin embargo uno nunca se acostumbra a este tipo de emociones. Comenzó a andar apresuradamente calle arriba mientras todo se desvanecía a su alrededor. El trayecto le resultó sumamente pesado y extenso, lo que hizo que recordara a ese rey de Éfira condenado a empujar una enorme roca cuesta arriba por toda la eternidad como castigo por hacer frente a la muerte y por querer evitar su propia marcha hacia el inframundo. Envuelto en estos pensamientos el hombre se dio cuenta de que había llegado al mismo departamento de donde salía todas las mañanas. Entró de prisa y con la respiración muy agitada y se dejó caer sobre su lecho. Oprimió convulsivamente sus propias manos con el corazón desesperado y apretada la garganta y cerró los ojos.


Eran las 6:47 de la mañana cuando despertó, como todos los días, inquieto por ese sueño que nunca recordaba.

7 de octubre de 2009

HOUDINI

Jorge Márquez

No he logrado abrir ningún candado de mis ataduras, y no puedo dislocar mis miembros para salir por la estrecha escotilla de esta reducida caja fuerte, cuya combinación ignoro. Está dentro de otra caja que tendría primero que abrir, y a su vez... Pero el agua ya me cubre por completo, desde hace dos, tres minutos. La superficie se encuentra, a quince minutos de vigoroso nado, sin contar con las pausas necesarias para la descompresión. En mi pesada caída, debo estar llegando al fondo, donde, si tuviera la remota suerte de salir, un cardumen de hambrientas pirañas venenosas aguarda mi supuesto escape. Pero todo lo tengo fríamente calculado para huir vivo de los múltiples encierros y amenazas: escapar de este cuento...

BERETTA

Martha Eugenia Colunga Bernal


Si me pidieran describir en pocas palabras a mi mejor amiga; diría que es fiel, sedante y letal.


Letal porque esa es, precisamente, su función; sus demás cualidades las ha demostrado a lo largo de muchos años. Mi padre la tuvo desde nueva y yo la heredé en 1980; así que, prácticamente, es parte de la familia. Resulta tranquilizador saber que descansa en la almohada contigua, velando mi sueño y que lo primero que veré cada tarde al despertar, será su larga y oscura boca, en donde discretamente ella guarda pequeñas gotas de la sangre de Julián, Pedro, Santiago, Alejandro…


Desde hace catorce años, cuando Julián amenazó con abandonarme, agregué un ritual más a mi rutina casera. De madrugada, cuando cierra el bar y regreso a casa; después de la última cerveza que tomo mientras me desmaquillo y preparo para dormir, saco a Bere de mi bolsa, limpio con cariño su culata con incrustaciones de concha nácar; aceito y acaricio, casi con lujuria, su larga y negra corredera, cada “click” que hace al deslizarla me suena como un beso tronado. Cuido que su piel de acero quede brillante, libre de huellas, polvo y grasa; verifico que su cargador de 10 tiros esté completo y marco con un beso carmesí, la primera hermosa bala de 9 mm que estará en la recámara. La amartillo, le quito el seguro y, para demostrarle que la lealtad es mutua, la beso devota y largamente en la boca, para después acomodarla en la almohada izquierda de mi cama, a la altura de mi cabeza.


Si algún hombre quiere pasar la noche conmigo, tiene que ganarse primero la confianza de Bere. Ella sólo mata a los traicioneros.




LA ÚLTIMA PERSECUCIÓN

Paloma Zubieta López


No quiere cerrar los ojos porque sabe que vendrán por él, aunque ahora el cansancio cae sobre sus párpados y poco a poco, el cuerpo se relaja. Un crujido de madera lo espabila; como resorte salta de la cama y se asoma al pasillo. Todo está en orden, sólo fue su imaginación. Otro ruido y ya quiere mirar de nuevo; esta vez los ve acercarse entre las sombras; retrocede aterrado y cierra con llave la puerta. ¿Podrá detenerlos? Tiene que intentarlo. Se queda inmóvil en el centro de la habitación, sendas gotas de sudor le empapan la camisa. Un resplandor ilumina el marco de la puerta. Luego, el picaporte se mueve violento y como presa acorralada, se acuclilla en un rincón. Con un terrible estruendo, la puerta se viene abajo mientras él da un alarido. Cuando entraron, el cuerpo yacía en el suelo. La nota en el periódico argumenta que la cuadrilla de desalojo tenía permiso para invadir el domicilio, aunque eran otros los que él supuso que llegaban.

1 de octubre de 2009

SUEÑO 24092009

Ricardo Bernal

Sé que estoy en un sótano, aunque no veo nada. Poco a poco, una penumbra verde invade el lugar y puedo distinguir el sitio: estoy rodeado de cachivaches, barriles, tablas, mapas, enseres de cobre. La luz entra por unas claraboyas como de barco y al acercarme a una de ellas veo que las paredes están hechas de caracoles, cangrejos, ciempiés y otros bicharracos que se retuercen. Huele a mar. Junto a mí está mi perra Lolita (a veces, cuando no puedo dormir por exceso de perros, de calor, o porque Doris ronca, me voy al otro cuarto, generalmente me acompañan uno o dos perros: la noche del sueño Lolita dormía ovillada junto a mis rodillas). De pronto siento la presencia de un extraño, un anfitrión. La penumbra se aclara un poco y puedo distinguirlo: está de pie. Es parecido a un tiburón martillo, pero su cabeza no tiene forma de “T” sino de “Y”. Usa un elegante traje rojo, corbata de moño, mancuernillas. Habla con voz sonora, y aunque no escucho las palabras con claridad, sé lo que va diciendo, son explicaciones doctísimas sobre el universo. De sus mangas sobresalen aletas, trato de verle los pies pero está muy oscuro, intuyo que también son aletas y me da miedo. El personaje oprime una de sus mancuernillas y un cono de luz alumbra una escalera, entonces descubro que estoy en una versión alternativa de El Aleph y que mi anfitrión es en realidad Borges, quien quedó atrapado en el cuento y necesitaba que alguien (yo) llegara a reemplazarlo para que él pudiera escaparse. Sin embargo, con la lógica de todo buen sueño, ambos subimos ceremoniosamente por la escalera tomados del brazo. Aquí comienza la segunda parte: Lolita desaparece y, conforme subimos, mi anfitrión se va borrando como un holograma mientras yo me adentro en el mundo de allá arriba. Estoy en una ciudad de prismas llena de fantasmagóricas luces verdes, rosas y naranjas. Todo es muy hippie: suena una música que me remite a los Beatles, a Klaatu, a soles rimbombantes, morsas y alicias vestidas de azul (el día anterior al sueño, me pasé muchas horas poniendo discos de una banda setentera llamada Stackridge, y que precisamente producía George Martin, el verdadero “quinto beatle”). No veo a nadie pero hay la sensación de mucho movimiento, intuyo frenéticas maquinarias blandas detrás de las paredes. En el cielo hay aviones de caricatura, rehiletes; en los edificios se abren ventanas por donde salen carcajadas y chasquidos. Modulo los ojos (un recurso muy útil en los sueños para poder “ver”) y veo que por las calles circulan algunos personajes. Asombrado, descubro que son mis amigos facebook: Ivett, Aldán, Libia Brenda, Asiain, Josman, Mónica Escuer, Paola Cescon… van caminando muy concentrados en su propia existencia y no puedo comunicarme con ellos pues sé que su percepción es diferente a la mía. Ellos tampoco pueden verme. Las calles comienzan a llenarse, llegan otros, y todos son de distintos tamaños; los más grandes se mueven en cámara lenta, los más pequeños son como pollos prehistóricos y corren rapidísimo, picoteando y saltando. A lo lejos, en una de las esquinas, hay un tanque de guerra estacionado; modulo los ojos: descubro que es un enorme pie metido en un guarache. El pie pertenece a Miguel Cane, quien es una especie de King Kong recargado plácidamente en uno de los edificios: viste una toga romana y está fumándose un puro. Él es el único que me ve, sonriente. Se agacha, y detrás de su cabezota está el sol: es un letrero azul que dice TWITTER (la noche anterior al sueño fue la primera vez que escribí en el twitter). De pronto todo cambia: estoy en el mismo lugar, pero ya no hay nadie y la ciudad ha desaparecido. Puedo apreciar como eran las cosas antes de que todo comenzara; me da un poco de miedo. La música también se ha ido y lo único que veo son praderas, veredas, uno que otro bosquecillo lejano. De un arbusto sale un niño muy pequeño, se parece a Spanky el personaje de La pandilla, y está vestido de marinerito. Jala un carro rojo repleto de juguetes, pelotas, una guitarra mexicana. Cuando está junto a mí, me mira y en ese momento sé que es Cosme Álvarez: tiene cientos de etiquetas de colores pegadas en los brazos regordetes. Del carrito saca una caja de cerillos, la sacude y me la da. Abro la caja, está llena de etiquetas redondas. Sin hablar, Cosme me dice que me las pegue en los brazos; cuando lo hago, descubro que son accesos directos, y que al oprimirlos con el dedo puedo abrir realidades paralelas. En ese momento sé que soy “un iniciado”, y que a partir de esta revelación me toca ir viajando por el laberinto de realidades para saber a dónde se fueron todos. Despierto.