Escuer y Bernal

16 de octubre de 2009

6:47

Alejandro Domínguez


Eran las 6:47 de la mañana cuando despertó, como todos los días, inquieto por ese sueño que nunca recordaba. Tardó unos minutos en recomponerse y levantarse del montón de almohadas y cobijas que él llamaba cama. Tomó un trago directamente de la botella de jugo de naranja que había permanecido abierta unos cuantos días. Agarró su bolso y salió del departamento caminando como quien se dirige al teatro cuando la obra empezó hace tres minutos. Era evidente su desesperación, a pesar de que ignoraba hacia donde iba y sabía muy bien que nunca llegaría a ese lugar. Recorrió unas siete cuadras calle abajo hasta encontrarse, como lo hacía todos los días, en aquella esquina de capital importancia para él, pero cuya memoria se estaba borrando a la par de la placa de bronce que describía lo ahí ocurrido una callada mañana. Se sentó a un lado de la placa, sacó un libro de su bolso, lo abrió sin reparar en la página y como si las palabras que ahí se encontraban fueran un presentimiento, leyó lo siguiente: “Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, oprimiendo convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente a los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten ser revelados.” No hubo necesidad de continuar ya que después de haber leído esas líneas día tras día cada una de las palabras contenidas en el texto habían quedado grabadas en su piel a lo largo y ancho de su cuerpo. Se levantó para proseguir su recorrido pero todo comenzó a parecerle un sueño, las calles, los autos, las personas; él mismo se percibió como un sueño, uno cada vez más borroso. Esta sensación le llenó de desesperación y angustia, no era una sensación nueva, sin embargo uno nunca se acostumbra a este tipo de emociones. Comenzó a andar apresuradamente calle arriba mientras todo se desvanecía a su alrededor. El trayecto le resultó sumamente pesado y extenso, lo que hizo que recordara a ese rey de Éfira condenado a empujar una enorme roca cuesta arriba por toda la eternidad como castigo por hacer frente a la muerte y por querer evitar su propia marcha hacia el inframundo. Envuelto en estos pensamientos el hombre se dio cuenta de que había llegado al mismo departamento de donde salía todas las mañanas. Entró de prisa y con la respiración muy agitada y se dejó caer sobre su lecho. Oprimió convulsivamente sus propias manos con el corazón desesperado y apretada la garganta y cerró los ojos.


Eran las 6:47 de la mañana cuando despertó, como todos los días, inquieto por ese sueño que nunca recordaba.