Escuer y Bernal

1 de octubre de 2009

SUEÑO 24092009

Ricardo Bernal

Sé que estoy en un sótano, aunque no veo nada. Poco a poco, una penumbra verde invade el lugar y puedo distinguir el sitio: estoy rodeado de cachivaches, barriles, tablas, mapas, enseres de cobre. La luz entra por unas claraboyas como de barco y al acercarme a una de ellas veo que las paredes están hechas de caracoles, cangrejos, ciempiés y otros bicharracos que se retuercen. Huele a mar. Junto a mí está mi perra Lolita (a veces, cuando no puedo dormir por exceso de perros, de calor, o porque Doris ronca, me voy al otro cuarto, generalmente me acompañan uno o dos perros: la noche del sueño Lolita dormía ovillada junto a mis rodillas). De pronto siento la presencia de un extraño, un anfitrión. La penumbra se aclara un poco y puedo distinguirlo: está de pie. Es parecido a un tiburón martillo, pero su cabeza no tiene forma de “T” sino de “Y”. Usa un elegante traje rojo, corbata de moño, mancuernillas. Habla con voz sonora, y aunque no escucho las palabras con claridad, sé lo que va diciendo, son explicaciones doctísimas sobre el universo. De sus mangas sobresalen aletas, trato de verle los pies pero está muy oscuro, intuyo que también son aletas y me da miedo. El personaje oprime una de sus mancuernillas y un cono de luz alumbra una escalera, entonces descubro que estoy en una versión alternativa de El Aleph y que mi anfitrión es en realidad Borges, quien quedó atrapado en el cuento y necesitaba que alguien (yo) llegara a reemplazarlo para que él pudiera escaparse. Sin embargo, con la lógica de todo buen sueño, ambos subimos ceremoniosamente por la escalera tomados del brazo. Aquí comienza la segunda parte: Lolita desaparece y, conforme subimos, mi anfitrión se va borrando como un holograma mientras yo me adentro en el mundo de allá arriba. Estoy en una ciudad de prismas llena de fantasmagóricas luces verdes, rosas y naranjas. Todo es muy hippie: suena una música que me remite a los Beatles, a Klaatu, a soles rimbombantes, morsas y alicias vestidas de azul (el día anterior al sueño, me pasé muchas horas poniendo discos de una banda setentera llamada Stackridge, y que precisamente producía George Martin, el verdadero “quinto beatle”). No veo a nadie pero hay la sensación de mucho movimiento, intuyo frenéticas maquinarias blandas detrás de las paredes. En el cielo hay aviones de caricatura, rehiletes; en los edificios se abren ventanas por donde salen carcajadas y chasquidos. Modulo los ojos (un recurso muy útil en los sueños para poder “ver”) y veo que por las calles circulan algunos personajes. Asombrado, descubro que son mis amigos facebook: Ivett, Aldán, Libia Brenda, Asiain, Josman, Mónica Escuer, Paola Cescon… van caminando muy concentrados en su propia existencia y no puedo comunicarme con ellos pues sé que su percepción es diferente a la mía. Ellos tampoco pueden verme. Las calles comienzan a llenarse, llegan otros, y todos son de distintos tamaños; los más grandes se mueven en cámara lenta, los más pequeños son como pollos prehistóricos y corren rapidísimo, picoteando y saltando. A lo lejos, en una de las esquinas, hay un tanque de guerra estacionado; modulo los ojos: descubro que es un enorme pie metido en un guarache. El pie pertenece a Miguel Cane, quien es una especie de King Kong recargado plácidamente en uno de los edificios: viste una toga romana y está fumándose un puro. Él es el único que me ve, sonriente. Se agacha, y detrás de su cabezota está el sol: es un letrero azul que dice TWITTER (la noche anterior al sueño fue la primera vez que escribí en el twitter). De pronto todo cambia: estoy en el mismo lugar, pero ya no hay nadie y la ciudad ha desaparecido. Puedo apreciar como eran las cosas antes de que todo comenzara; me da un poco de miedo. La música también se ha ido y lo único que veo son praderas, veredas, uno que otro bosquecillo lejano. De un arbusto sale un niño muy pequeño, se parece a Spanky el personaje de La pandilla, y está vestido de marinerito. Jala un carro rojo repleto de juguetes, pelotas, una guitarra mexicana. Cuando está junto a mí, me mira y en ese momento sé que es Cosme Álvarez: tiene cientos de etiquetas de colores pegadas en los brazos regordetes. Del carrito saca una caja de cerillos, la sacude y me la da. Abro la caja, está llena de etiquetas redondas. Sin hablar, Cosme me dice que me las pegue en los brazos; cuando lo hago, descubro que son accesos directos, y que al oprimirlos con el dedo puedo abrir realidades paralelas. En ese momento sé que soy “un iniciado”, y que a partir de esta revelación me toca ir viajando por el laberinto de realidades para saber a dónde se fueron todos. Despierto.