Escuer y Bernal

28 de febrero de 2011

OTRO TANGO GRIS

Diana López

Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez

Carlos Gardel


Es un tango vacío el que llena la hora de tu ausencia. Es una pieza gris la que conmueve a las imágenes eróticas del fin de mi planeta. Es con un bandoneón con el que vuelve a mí tu cuerpo, húmedo y fresco. Es la melodía de un violín exasperado la que trae a mis oídos tu respiración convulsionada de amor, temblando.

Te siento entre mis brazos como la primera vez, eterno. Resbalándote, sumergido en la marea que responde al llamado de esta noche fría sobre la gran ciudad. Mientras tus manos sujetan mi espalda, se aferran a la única realidad posible y deseada, atrayéndola hacia tu pecho, despreocupadas e indiferentes ante el enorme universo de materia por explorar.

Porque no existe nada más. Sólo está el ritmo del piano marcando la cadencia de nuestros besos, de las mordidas suaves y el dolor placentero. De mis uñas diciéndoselo a tu cuello, de tus dientes probándolo en mis pezones, de mis manos metidas en el mar de tu cabello.

Sólo estamos tú y yo en medio de este aire acalorado, de esta atmósfera compuesta de un lenguaje primitivo inequiparable a un te amo o a la trivialidad de los amaneceres fríos. Estamos haciendo un mundo, uno solo para ambos, compartiendo un cuarto de hora o el cuarto en una hora, entregándonos.

Sin tiempo, sin meditaciones ni poesía. Sin reparaciones en los besos de leche, en las corrientes acuosas que se encauzan con tus labios y mi centro, con mi boca y tu origen.

Nos remontamos a la melodía del contrabajo, conociéndonos a fondo. Estando en plenitud uno en el otro. Miro tus ojos, presentes en su totalidad, y al tiempo, perdidos en una suavidad hedónica, lejanos en esta pausa afónica. Tus manos sobre mi vientre y tu conciencia concentrada en mi placer, tu filo empuñado entre tus piernas, hiriéndome de muerte. Exhalo un aire consternado, enloquecido y frío. Sucumbes al delirio fúnebre de la danza del zafiro, te mueves despacio para alargar la noche, las cuerdas comienzan a apresurar su ritmo entre respiraciones agitadas y pesadillas entrecortadas, tus dedos apretando con fuerza mis piernas, mis manos rozando límpidamente tus glúteos, y tu carácter gaucho por una vez culminando en la frase más dulce de toda una vida, en mis labios canturreando que seré tuya hasta la muerte.

No me devuelvas al mundo, no me cortes el sueño de la eternidad. No me dejes caer a la realidad ni me regreses al colchón cansado que ya comienza a dormitar. Recargo mi cabeza en tu pecho, escucho tus latidos serenarse y entre tus brazos me siento protegida de todos los monstruos que nos acechan desde la penumbra.

26 de febrero de 2011

LA NOCHE DEL LOCO

Francisco Tario


—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?

—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?

Más de cien veces durante la última semana he estado repitiendo esta misma pregunta al oído de distintas mujeres, quienes rotundamente se han negado a acompañarme. Y entonces yo me he dado media vuelta, me he despedido con la galantería más profunda —según corresponde a mi jerarquía de hombre elegante—, me he colocado el sombrero graciosamente y he echado a andar sin rumbo fijo.

Hice esta invitación en clubes, batallas de flores, museos, templos y lavaderos públicos. Siempre con el mismo resultado. Se lo he propuesto a mujeres maduras, emancipadas y revoltosas; a mujeres casadas, hastiadas y bellas; a jóvenes de cualquier tamaño, desconfiadas, ávidas y deliciosas; a adolescentes ingenuas que volvían de la escuela con sus cuellitos blancos y unos deseos locos de divertirse. Incluso, se lo he propuesto a esas nodrizas robustas que van a flirtear con los soldados a los parques, tirando de un cochecito con toldo, en cuyo interior se vomita un bebé. ¡Nadie, nadie ha atendido mi ruego!

No obstante, empleo medios de lo más correcto, puesto que soy hombre rico y maduro, harto experimentado en asuntos de mujeres. Y así es. He viajado por los cinco continentes y he abrazado frenéticamente a mujeres de todos colores y temperamentos: pelirrojas altivas, con los vientres llenos de pecas; rubias linfáticas, con las pupilas sumergidas en una especie de pus; morenas tormentosas, hidrófobas, que me arrancaban a puñados las cejas mientras yo les sorbía los labios; negras del Congo, con los pechos de tal suerte enhiestos, que para estrecharlas y no herirme tenía que interponer entre nuestros cuerpos una almohadilla o una sábana doblada cuidadosamente. .. Unas y otras se me sometieron con facilidad, a menudo sin que mediara otra cosa que la curiosidad, el morbo o el placer. Mas a pesar de todo esto, he aquí que, de manos a boca, no hay una sola hembra en la ciudad que acepte compartir conmigo un trago de Chablís y un beefsteak con patatas y merengues.

He pensado detenidamente —y pienso— acerca de tales acontecimientos. Busco, y no hallo la causa. Mi aspecto, por descontado, debe ser aproximadamente el de costumbre: alto, un poco seco, con el cabello gris y los ojos también grises. Camino y visto con elegancia, siempre de negro —mi camisa inmaculada, los zapatos irreprochables, una gardenia en el ojal—. Bajo el brazo porto casi siempre un libro, pues es conveniente hacer saber que leo mucho, mucho: ocho o diez horas diarias. Pero siempre el mismo libro. Cada día una página. Cuando el tiempo es favorable uso bastón; cuando amenaza lluvia, paraguas. Durante el verano me aligero de ropa, conservando ¡claro está! su color. Aun a mí mismo me sorprende un tanto esta obsesión estúpida de andar siempre enlutado. Sin embargo, no me preocupo lo más mínimo por esclarecerla. También mis antepasados vestían así. De ahí que, en otra época, mi familia fuese conocida en todas partes con un nombre extraordinariamente poético: "La Nube Negra".

Pues como decía antes. No hay en la ciudad una sola hembra que acepte cenar conmigo. Todas se vuelven ardides, remilgos, y escapan. Pero yo no desespero. Soy como la araña que teje su malla o la hormiga que transporta sus provisiones. Cada día me atildo más; cada día me escabullo con mayor pavor del sol, a fin de conservar mi rostro suave y limpio; me baño en aguas con sales; me mudo de ropa interior seis u ocho veces diarias; me hago limpiar constantemente los zapatos...

Hoy llevaré a cabo una nueva experiencia: me colocaré unas gafas negras y me calzaré unos guantes blancos. He observado que la longitud de mis manos asusta un poco a las hembras, cual si temieran que pudiera estrangularlas con ellas; también cuando levantan el rostro y me miran a los ojos parecen demudarse, exactamente igual que si asomaran sus hociquitos a un antro prohibido. Así pues, es probable que de hoy en adelante pueda vérseme de tal guisa: con unos guantes blancos de cabritilla y unas gafas obscuras, tan enormes, que escasamente logre soportar sobre mis orejas.

Voy a lo largo de un parque. Es una especie de selva sintética, embotellada, con calzadas muy anchas, en cuyas márgenes crecen los árboles, envueltos en la niebla de la noche. Sobre las bancas solitarias saltan los pájaros ateridos como hembras traviesas y vanas. Ignoro hacia qué lugar me dirijo, pero mi paso es firme, según debe serlo, sin excepción, el del hombre sobre la tierra...

Dejo atrás calles, calles iluminadas absurdamente, repletas de hembras muy lindas que mueven sus cuerpecitos alegremente.

—¡Si quisieran cenar todas conmigo!

Y estoy a punto de ser arrollado por un ómnibus cuando me embriaga el ensueño: "Una mesa descomunal, como no han visto los siglos, cubierta por kilómetros de tela blanca y situada sobre distintas naciones; una especie de línea férrea, a la cabecera de la cual estaría yo sentado en una silla, con mis gafas negras sobre las cejas grises y mis guantes blancos puestos a secar sobre un árbol".

Las mujeres van y vienen dulcemente por la calle. Son como mariposas inquietas; y yo quisiera ser flor. Son como flores selváticas; y yo quisiera ser mariposa. Quisiera ser lo que ellas no son, para hacerlas venir a mi lado. Quisiera ser esa muselina ligera que ciñe sus cinturitas tan débiles; esos collares extraños que aprisionan sus gargantas; esos zapatitos tan voluptuosos que me hacen desfallecer de pasión, y sobre los cuales caminan tan nerviosamente. Unas me miran al pasar. Otras, no. Y esto último me entristece de tal forma, que me entran deseos de irme a bañar una vez más, de limpiarme los zapatos. En fin, que es muy duro mi destino.

Mas he aquí que, de súbito, una horripilante idea cruza mi mente:

"Todas las mujeres tienen su hombre. ¡Todas, todas! He nacido demasiado tarde y ya no hay un corazón disponible."

Comienzo a temblar, palidezco de estupor y necesito sentarme en el filo de la acera. Un sudor helado y grasoso me arroya por las sienes.

"¡Todas, todas tienen su hombre!"

Y acuden a mi cerebro visiones cada vez más dolorosas. Veo restaurantes de doscientos pisos, en cuyas mesitas cuadradas cena alegremente la humanidad por parejas... Extensiones inconmensurables de terreno yermo donde millones de mujeres encinta van a visitar al ginecólogo... Infantes que lloran en sus cunas blandas, exhibiendo sus organitos viriles...

—¡No quedará una mujer en el mundo! —grito de pronto, asomándome a las cunas.

Y un caballero, también de negro, me ayuda a incorporarme.

—¿Se siente usted enfermo? —prorrumpe con el sombrero en la mano.

—No —replico—. Me siento perfectamente. Gracias.

Saluda y se marcha. Pero en aquel instante, una ocurrencia me acomete:

"¿Y si lo matara? ¡Su mujer quedaría libre entonces!"

Me lanzo tras de él entre la multitud, como un loco. Le doy alcance, tocándole sin brusquedad en un hombro.

—Perdone —inquiero un poco jadeante—, ¿es usted casado?

El desconocido me examina de arriba abajo y contesta:

—Soy viudo.

Me entristezco y le digo:

—Le acompaño a usted en el sentimiento.

—Gracias... —musita entre dientes, tratando de desasirse de mí, que lo he aprisionado por un brazo.

Otra idea —la máxima— me asalta.

—Disculpe la impertinencia: ¿iba usted a tomar el metro?

—Precisamente —confiesa—. ¡Y es tan tarde!

Comprendo que es un etnógrafo que se halla a merced mía.

—¿Qué rumbo lleva? —insisto.

No percibo su respuesta, mas exclamo, embriagado de gozo:

—Casualmente el mío. ¡Oh, la vida está llena de estas minúsculas peculiaridades! ¿Le incomoda que vayamos juntos?

—Es que...

Lo empujo hacia adelante y penetramos en la estación. Descendemos a toda prisa en un ascensor muy incómodo. En los andenes las mujercitas siguen moviendo sus tiernos cuerpos; pero yo las contemplo ahora con indiferencia. Incluso, me arranco las gafas y sepulto en un bolsillo los guantes. Aspiro el aroma de la flor que llevo en la solapa y pienso:

"Parezco un jardín."

La desprendo con rabia, pisoteándola cual si se tratara de una chinche. No obstante, es una gardenia: una gardenia singularmente fragante, como deben serlo los ombliguitos de todas esas lindas empleadas que escriben a máquina en los Bancos.

Durante el trayecto hablo con mi acompañante, poseído de disculpable calor. El, por el contrario, cada momento más incierto y preocupado. No osa moverse, sonríe ambiguamente, cambia a menudo de postura; pero responde a cuanto le pregunto. Hablábamos de su mujer.

"Debe ser un excelente padre de familia" —pienso involuntariamente.

Y esta insensata idea, unida al color bestial de sus calcetines a cuadros, me hace sollozar.

—¡Oh, por favor, por favor! ¡Se lo suplico! —implora tímidamente.

Algunas personas me observan con desconfianza, y yo me desconcierto de pronto. Para ahuyentar la pesadumbre indago:

—¿Usted nunca se ha retratado?

—Sí —me responde, agitando la cabeza.

—Yo no —admito—. Pero me retrataré hoy mismo.

Y entreveo mi fotografía, ya no al lado de un millón de mujeres bonitas, sino sentado sobre las piernas de una complaciente empleadita, como aquella que va leyendo el diario. "Tengo mi brazo alrededor de su cuello y ella me mira franca, apasionadamente a los ojos, a pesar de que no llevo gafas. Ahora visto de gris, con una corbata amarilla."

—Bueno... ¡hasta la vista! —exclama mi compañero, de un modo atropellado, ofreciéndome su mano sudorosa.

—¡Cómo! ¿Se marcha usted? —lamento—. ¡Tanto gusto en conocerle!

Se va y yo me apeo en la estación siguiente. Salto dentro de un taxi y menciono un nombre muy extraño que tengo que repetir varias veces. Primero cruzamos una plaza, en cuyo centro hay una fuente; otra plaza sin fuente; calles, calles, todas gemelas, huecas, como el sistema de una tubería. Aparecen los árboles, las chimeneas de las fábricas, los lavaderos. Estamos en los suburbios. Diviso la luna —¡y es hermosa!—.Proseguimos: el campo. La llanura plana, quieta, igual que el pecho de un tísico. Así media hora, una, dos; hasta que el vehículo se detiene en seco.

—¿Es aquí? —pregunto.

—Aquí mismo —responde el chofer.

Liquido la cuenta, abro la portezuela y suplico:

—Tenga la bondad de aguardarme. Tardaré a lo más veinticinco minutos.

—¡Correcto! —asiente—.Y se tumba a dormir con los bigotes sobre el volante.

Yo me lanzo entre las sombras rumbo a un puñado de casitas grises en cuyas ventanas hay luces. Escucho el reloj de la parroquia: las once. A un tiempo, distingo la cabeza enorme de un hombre que se aproxima cantando con voz de campesino. Le detengo, adoptando el continente más sereno de que soy capaz.

"Podría tomarme por un demente" —pienso estremeciéndome.

E inquiero:

—Disculpe, ¿podría usted indicarme dónde se halla el cementerio?

Gira sobre sus talones sucios, yergue un brazo hercúleo y señala una mancha próxima, oscilante.

—Detrás de esos árboles —me informa.

Doy las gracias, encaminándome hacia la mancha. El sendero es largo, no tan fácil como me suponía y lleno de barro. Con frecuencia doy un traspié y resbalo, rodando hecho un guiñapo. Pero es tal la alegría que salta en mi pecho, tal mi avidez, que rompo a cantar y a reír, hundido el rostro en el estiércol de las vacas.

"¡Ahora voy a tener mujercita y esto es espléndido! —cavilo—. ¡No moverá mucho su cuerpecito porque está muerta, pero al menos podremos retratarnos! Si está demasiado rígida, la aceitaremos. Si su ropa se halla deteriorada, la vestiremos adecuadamente. Si está muy pálida, muy pálida, le untaremos de carmín las mejillas...Y yo me sentaré en sus rodillitas desnudas y le pasaré un brazo por su hombro, y ella me mirará con sus pobrecitos ojos quietos a mis ojos grises y sin gafas."

Un silencio inusitado me rodea. La obscuridad me envuelve, cual si me hallara en el interior de una cámara fotográfica. Llego, por fin, al cementerio. Me descubro, y nadie sale a recibirme. Llamo febrilmente a la puerta: ni una triste alma responde.

"Debe ser aún temprano" —calculo.

Y sentándome sobre una piedra, me dispongo a esperar con toda calma.

Transcurrido el tiempo de fumarme un cigarrillo, me levanto. Miro a un lado y otro, y, con la agilidad de un gorila, salto la tapia. Requiero a gritos al camarero, al maítre, al manager. Inútil. Mi grito repercute en las tinieblas, choca contra una montaña y me vuelve a la boca. Me lo trago y sigo adelante por entre las sepulturas. Una voluptuosidad inaudita me invade. Hierve la sangre en mis venas, y visiones realmente lascivas desfilan ante mis ojos. Parece que entro a un cabaret.

"¿Dónde andará mi mujercita?"—digo para mis adentros.

Procuro seguir las indicaciones del viudo tímido. Busco sobre las cruces el epitafio. No lo encuentro, y lo que es bastante peor: me restan apenas cinco fósforos.

—¡Vaya un restaurante desanimado! —prorrumpo deteniéndome. Y continúo más y más impaciente, más y más angustiado, derribando tiestos con flores, copas y vasos, tronchando rosales, pisoteando a los parroquianos, partiendo las cruces, atropellando a los camareros que duermen...

Llego, en suma, a mi destino: a la casita blanca. Veo el nombre de la muerta. Me inclino sobre la lápida y leo el menú. Hecho un loco, un abominable loco, comienzo a trabajar. El trabajo es arduo, me extenúa, haciendo tronar mis huesos; pero mi ansiedad va en aumento. Como un perro escarbo la tierra, destruyo las raíces malignas, hiriéndome las uñas; lanzo pedruscos al aire, algunos de los cuales me caen en la cabeza.

"¿Quién estará riñendo?"—me pregunto asustado, mirando a todas partes.

Sangro y me ato el pañuelo a la frente.

—¡Después ajustaremos esa cuenta! —amenazo, señalando un árbol.

Súbitamente topo con algo sólido, al parecer infranqueable. ¡Ah, me aguarda en el reservado! Me vuelvo tímido, infantil, casi femenino. Golpeo con el puño delicadamente.

—¿Se puede? —inquiero.

Nadie contesta. Llamo más fuerte.

—¿Se puede?

"¡Oh, las delicias del adulterio!"—suspiro.

Pero grito:

—¡Abre o echo abajo la puerta!

Suenan dentro risitas muy débiles, como de alguien a quien le hicieran cosquillas con una pluma. Percibo, también, unos taconcitos femeninos que golpean, golpean el suelo.

—¡La echo! —aúllo.

Y cumplo mi palabra.

Salta el féretro en pedazos, salpicándome la lengua de una substancia ácida y muy fría. Adivino, más que distingo, una figura femenina, vestida de baile, inmóvil sobre un canapé. Me inclino hacia ella dulcemente, seductoramente, igual que los galanes en el teatro. Musito:

—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?

Me halaga su voz somnolienta.

-¡Sí!

Le echo mano. Pesa poco, y su cuerpecito tintinea como un bolsón de cascabeles. ¡Debe estar tan ilusionada!

Con mi presa a cuestas me encamino hacia la tapia, advirtiendo que algo se enreda entre los árboles. Cuando pienso que sea su cabellera espesa me trastorno aún más. ¡Besaré así, así, su maraña negra, hundiendo en ella mi cabeza hasta el cuello! La deposito en el muro, salto, y la recojo de nuevo.

—¡Perdone usted! —balbuceo, dejándola caer sobre el lodo—. Me olvidé el sombrero.

Entro, y vuelvo a salir con el bombín un poco ladeado. Me la echo otra vez sobre las espaldas, y así avanzamos en la obscuridad impenetrable. Pronto el cansancio me rinde, flaquean sensiblemente mis rodillas y las fuerzas me abandonan. Bajo las ramas de un corpulento chopo me siento y siento a mi mujercita.

—Señorita: ¿le gustaría a usted retratarse conmigo?

Y evoco la imagen sugestiva: yo sobre sus rodillas, y colgando de un árbol mi traje.

Procedo al punto a desnudarme; a desnudarla a ella, lo cual no es tarea fácil, pues se resiste. Cuelgo, en efecto, mis ropas, y voy presuroso a instalarme. Lo hago con cautela, tierna, ceremoniosamente. Le paso a continuación un brazo por el hombro helado. Cruzo las piernas. Sonrío. Alzo la vista, mirando con desdén a todas las mujeres del universo.

—No te muevas —le ordeno.

—¿Listo? —pregunta el fotógrafo.

Yo digo:

—Espere usted un momento. Voy a estornudar...

Estornudo una vez, dos, hasta cinco.

—Mírame —suplico a mi mujercita.

Y nos retratamos. Nos retratamos cerca de quince veces, siempre en la misma postura, como si fuéramos dos estatuas. Yo así: sin gafas, sin guantes, sin gardenia. Igual que en aquel tiempo, cuando compartía el lecho con las negras del Congo.

Y como entonces, también, hube más tarde de colocar entre nuestros ardientes cuerpos mis ropas negras muy bien dobladas, porque los pechos enhiestos de ella penetraban en mi carne igual que dos afilados cuchillos.

23 de febrero de 2011

ALCES EN BRAMA O MI LIBRO FAVORITO

Alberto Ruy Sánchez

Cuando finalmente llegamos al Centro de las Artes, en lo más elevado de las Rocallosas canadienses, un arcoiris doble se apoderó del cielo por encima de las crestas nevadas de las montañas. Era un majestuoso gesto de bienvenida que nos daba esa naturaleza desmesurada.

Habíamos viajado durante dos horas en automovil desde las planicies, subiendo sin cesar hasta quedar completamente rodeados por esa inmensidad de piedra que parecía arañar el cielo. El Centro estaba en medio de un bosque protegido por la ley como una reserva biológica donde los animales de todo tipo circulaban entre nosotros. Especialmente venados y alces. En el camino vimos un inmenso oso negro escondiéndose entre los árboles. De otro tipo de oso, del Grizly, había oído las historias más temibles. Corren más rápido que un caballo y atacan con su garra enorme directo al corazón. "Justo como algunas personas que conozco", dijo una de mis amigas.

Al entrar al cuarto que me asignaron lo primero que llamó mi atención fue una circular preventiva:

"Tenga cuidado de los alces porque ahora están en celo. Su periodo reproductivo los hace hipersensibles y agresivos. Nunca los mire a los ojos." Pronto me daría cuenta de que la misma regla se aplica también a ciertas personas.

Para asistir a la primera sesión de nuestro Congreso tuve que cruzar un prado donde los alces comían despreocupadamente. Me costaba trabajo pensar que una mirada mía pudiera perturbarlos. Así que, escéptico, no tuve mucho cuidado de evitar sus ojos y casi los buscaba seguro de que nada podría producir yo en ellos.

Pero luego me contaron que los alces son tan obsesivos con sus deseos que la noche anterior violaron a unas vacas de plástico hechas con gran destreza por una artista, Maris Bustamante. Las había puesto a la intemperie, en un prado que tiene forma de escenario, justo al pie del ventanal enorme de los comedores.

¿Cómo podían dejarse engañar por el plástico? No fueron precisamente engañados. Su olfato es excelente. No cabe duda que los tentaba lo desconocido y estaban dispuestos a aparearse con cualquier cosa. Dispuestos a creer en cualquier cosa. Pensé que los humanos no somos muy diferentes. Y tal vez los alces tienen más imaginación de la que suponemos. Esos objetos de arte contaban una historia que los alces creyeron completamente.

Pensé que, si tenemos suerte, los libros producen en nosotros ilusiones similares, instintivas como esas que las vacas de Maris tal vez produjeron sobre los alces desbocados.

En todo caso, en esa ocasión recibí varias lecciones y conocí el más interesante de los libros eróticos que han caído en mis manos. Me lo dio una mujer. Tuvo en mí ese efecto extraño de borrar de golpe la impresión latente de todos los demás. Exactamente como sucede siempre que uno tiene la suerte de hacer el amor con tanto asombro y felicidad que se tiene la sensación de no haberlo hecho nunca antes.

Es tan fuerte el vértigo de sentirse iniciado por primera vez a una nueva dimensión de la vida que, cuando se repite incesantemente se convierte en un vicio, en un valor absoluto. Y uno comienza ya a no hacer nunca el amor buscando el orgasmo o cualquier otro placer imaginable sino insistiendo en el afán perverso de descubrir ese instante irrepetible e impredecible que de pronto nos hace ser los primeros amantes, incluso con la misma persona que se ha vivido esa sensación muchas veces antes.

Y uno va aprendiendo a buscar ritualmente detrás de los gestos conocidos, la entrada a lo radicalmente revelado, a lo inesperado cuya plenitud nos conmociona. La misma mano, los mismos labios, las mismas piernas se cubren y se llenan de una cosa extraña que está hecha del delirio amante (que siempre es distinto y caprichoso) y empiezan a moverse con músculos ocultos. Con los músculos del deseo que en el acto del amor imagina y actúa simultáneamente confundiendo esos dos pasos.

Estábamos en esas montañas tan altas que parecían colgar del cielo más que subir desde la tierra. Y arriba y abajo la nieve cubría todo. A todos nos fue invadiendo una sensación de vivir fuera del tiempo, en un espacio inusitado. El mundo se había pintado de blanco.

Era un Congreso sobre las distintas maneras que tiene el arte de contar historias. Y uno de los temas era "El libro erótico". En una de las sesiones cada quien tenía que llevar un ejemplar para discutir entre varios sus formas y contenidos.

Nos separamos en pequeños grupos para mostrar nuestros ejemplos. En el nuestro, formado por seis personas, llegamos a un momento en el que nos parecía que todo lo discutible y lo admirable estaba ya sobre la mesa. Sólo faltaba la presentación de una artista joven, excepcionalmente bella, que nos miró sonriendo mientras dijo: "El único libro erótico que tengo es el de mi vida, el de mi cuerpo". Y comenzó a desvestirse y a mostrarnos y pedirnos que tocáramos en su garganta la cicatriz de la traqueotomía que le hicieron al nacer. Poco a poco fue orientando nuestras manos por cerca de treinta cicatrices que aquí y allá se ocultaban en su cuerpo mientras nos contaba emocionada y con palabras casi contadas, como en un poema, cada historia que la había marcado, literalmente. "Y no soy la única que ha hecho de su piel un libro". Nos mencionó una película famosa donde la artista Linda Steel contaba así su vida: desnuda frente a una cámara y enumerando cada accidente que la vida le había dejado en la piel.

"Ahora el capítulo final", dijo con perturbador entusiasmo mientras hundía los dedos en su pubis muy tupido, extraño, inquietante.

Y como si abriera una cortinita de vellos, desplegando también sus labios anchos y suaves, nos mostró las casi imperceptibles huellas de la operación gracias a la cual cumplió desde muy joven su deseo de dejar de ser hombre y se convirtió en una mujer bellísima.

Sus labios vaginales eran esplendorosos, como una orquídea carnosa, su clítoris discreto se volvía abultado e hipersensible incluso a nuestros soplidos y al calor de la cercanía de nuestras manos. Su vagina, delicada y cambiante, profunda y fuerte, era capaz de estrangular nuestros dedos pero también de arroparlos suavemente como si los envolviera una lengua redonda.

Las tres cicatrices largas y muy delgadas que corrían de la boca de la vagina hacia adentro apenas y eran perceptibles por mis dedos. Orientado por ella las toqué y creció en mí la sensación de verlas claramente, de mirar la perspectiva que formaban perdiéndose en el fondo. Era como el llamado de un abismo para los suicidas extremos. Estaba mirando con las manos. Mirándola por dentro.

Y cuando mis ojos se cruzaron con los suyos comprendí de lleno a los alces. Me convertí por unos instantes en un cuadrúpedo enorme trotando sobre sus colinas y entre sus bosques, rascándome en sus árboles, perdido en la noche de su cuerpo. En el segundo de un parpadeo tuve otra vida. Una que se agotaba en su cuerpo.

Al vestirse de nuevo nos dijo como conclusión de sus ideas, que por cierto he ido confirmando todos estos años: "un buen libro erótico nunca se cierra, sigue vivo en las manos y en los ojos de quien bien gozó sus formas".

Al regresar al auditorio con los otros grupos cada uno hizo un resumen de lo más notable que habíamos discutido. No hubo duda que ella debería relatar nuestra experiencia. Y para continuar asombrándonos tanto como antes, ella contó detalladamente en público cómo nos había hecho leer su cuerpo con las manos y creer una historia de transexualidad que no era cierta. Pero que su arte nos la hizo verosímil e inolvidable. Como un buen libro erótico. Ese es desde entonces mi libro favorito.

Al salir, ahora sí, tuve mucho cuidado de no mirar a los ojos de los alces.


(Fragmento de la novela "La mano del fuego").

TRANSIT

22 de febrero de 2011

SOY ARENA

Mayán Santibáñez


Penetran tus ojos la fragilidad de mi alma. Tu mirada es marejada en el orden de su líquido esencial. Revuelta, me sostengo en el abrazo de tus manos, la caricia de tu dedo es barandal. Sin remedio me abandono a la luz de tus palabras, caigo entera ante su hechizo de cristal. El remolino de tu voz agita en mí todas las aguas, mis ojos las dejan escapar. Me partes en dos de un solo beso; me desbaratas con los demás. Me desintegro, soy arena, polvo inasible que va entregándose a tu mar.

18 de febrero de 2011

DOS FANTASÍAS Y UNA DANZA

Berta Gómez


Fantasía tres 

Ella está en una pequeña celda, apretada por sus cuatro muros que se alzan sobre la breve cama de catre. La rodean libreros repletos de tomos enciclopédicos y música. Un cantaor se escucha de fondo. La luz es poca, el olor extraño, rancio, viejo. Entonces la tomas por el centro. Ella se siente frambuesa, cereza: la comes como a una fruta de dulces sabores. Y el olor rancio y viejo se convierte en fresca huerta por la mañana. Me siento como una fruta, te dice mientras suenan las guitarras flamencas. 



Fantasía seis 


La habitación es obscura; el sonido es el de la calle. Al frente, un gran balcón que mira hacia el mundo iluminado de afuera. En el centro hay una mesa, un florero y un sillón de tapiz floreado. Qué extraño, él piensa, que esa mesa no esté a un lado de la gran ventana con puertas de madera. Los techos son altos, el piso frío. Demasiado frío, quizás, para la temperatura de la habitación: hace demasiado calor. Afuera es de día y la gente camina, juega, habla, conduce autos y suena las bocinas. El murmullo de la calle, alto, llega a esa habitación obscura dentro del día como lejano rumor. ¿Haremos el amor? Ella le pregunta mientras te muestra su lunar extraño. Sí, le respondes con la mirada de lo inevitable. 



Danza 


Antes bailábamos, ahora sólo nos interesa mirar. Ella te reclama y te recuerda sin querer ese día en el que describiste su anatomía interna: Es una especie de trompa que sale de tu sexo. Me absorve, me chupa los dedos. Los dedos que introducías con fuerza. Has de ser muy fértil, le dijiste con la voz del que sabe. Ella cerró los ojos: nunca había sentido por dentro tanto movimiento. Trompetas festivas tocaban música en su cabeza. Yo bailo bien cuando mi pareja me hace eco, le dijiste esa otra vez mientras la salsa y la cumbia. Ella giraba con la cabeza para alcanzar tus ojos. Qué bien bailas, dijo ella. Y tú solo querías mirarla. 

16 de febrero de 2011

PERSECUCIÓN

Angélica Santa Olaya

Acelera el paso el segundero, flaco de tanto correr, sólo para que el minutero lo espere un paso más.  Sólo uno más para retener la esperanza en la sempiterna unión.

–Un instante más por favor… sólo uno más.

Suplica el segundero mientras roza, al pasar, el cuerpo de su amado.

El viejo y paciente brazo de las horas los observa y sonríe guardando la distancia. Sabe que la eternidad no tiene prisa ni, mucho menos, ganas de detenerse a mitad del camino para satisfacer a un par de enamorados.  Ellos no lo entienden, pero el tiempo sabe muy bien lo que hace. El placer está en la persecución y el único amor eterno es el que nunca se alcanza.

14 de febrero de 2011

MICRORRELATOS AMOROSOS

Marcial Fernández

MARITAL
Mi mujer no me comprende. Cree que la quiero.

VIEJA TRADICIÓN
Le declaré mi amor y ella me regaló su corazón. Qué magnífica fue nuestra ceremonia. Aún me tiembla el alma al recordar la serenidad del sacerdote, el júbilo del pueblo y el llanto de los familiares cuando, en lo alto del templo, levanté con ambas manos ese órgano sangrante en ofrenda a los dioses.

SECUESTRO
Creí ganarles la partida, pero los secuestradores arruinaron mi matrimonio. Desde el día del plagio fui paciente en la negociación. Recibí de los criminales una oreja. Luego un dedo, el pie, la mano y poco a poco la reconstruí.
Cuando los plagiarios se percataron de su error, no quisieron entregar la última pieza. Mi esposa, entonces, se volvió fría, distante, ajena a cualquier sentimiento, una mujer sin corazón.

AVISO OPORTUNO
Actor porno, eyaculador precoz, busca empleo para cortometrajes.

CAUSAL DE DIVORCIO
Le dije:
—Agarra tus chivas y vete.
Era imposible convivir con tantos animales.


CENSO REAL
Cuando la ciempiés perdió sus zapatillas al salir del baile, en el reino surgió el mito que a cada hombre le correspondían 50 mujeres.

RODOLFINO, CALCETINES ROJOS
Aunque todos lo detestan, Rodolfino es mi único amigo. Tal vez por eso los demás niños me pegan, me patean, me dan de cabezazos. Eso, claro, hasta que llega Rodolfino los aparta, me coge entre sus manos y dice:
—Basta, se acabó el juego, la pelota es mía y me la llevó a casa.

COSAS DE FAMILIA
Afrodita, quien nació antes que su hermana Venus, era ambiciosa, cruel y tenía celos de la hermosura de su gemela. Por eso la mutiló y le hizo un retrato en mármol para que las generaciones venideras sólo recordaran la belleza de la propia Afrodita. Hoy, sin embargo, la única fascinante es la Venus de Milo.

SWINGERS
Ninfómana, su mujer siempre quiso a un tigre en la cama. Resignado decidió complacerla. Desde entonces vive los encantos de la viudez.

LA PÓCIMA SECRETA
…dama, caballero, pásele si desea un romance como el de Romeo y Julieta, un amor de historia, pásele y compre este frasquito que lo convertirá en un Montesco, en una Capuleto, pásele y por sólo 5 pesitos adquiera la pócima secreta, la de los enamorados de la tragedia y désela a beber a su novia, y luego bébala usted mismo, pásele, dama, caballero, pásele a la vida eterna…

12 de febrero de 2011

DOS PUNTOS

Mónica Lavín



Sedúceme con tus comas, con tus caricias espaciadas, tu aliento respirable y tus atrevimientos continuos; colócame el punto y coma para cambiar las caricias por largos besos y frases susurradas boca a boca. Haz un punto y seguido para desatarte de mí y contemplar mi desnudez sobre tu cama, ahora interrumpe con guiones para soltar un halago sobre mi cuerpo y su huella en el tuyo -recorrer con la mirada el talle y el hundimiento en la cintura, el ascenso en la cadera, la larga prolongación de las piernas rematadas por un pie que no resistes besar-. Embísteme sin mi rechazo y tortúrame con la altivez de tu deseo arrastrándome muy lejos (al borde del abismo entre paréntesis y sin comas por favor), ahora desenvaina tus puntos suspensivos... -maldito trío de puntos- ese espacio sin nombre no se alcanza. 

Un punto y aparte para calmar el temblor de mi cuerpo y sonreírte al tiempo que me das de beber del vino espumoso en una copa. Borro mis interrogaciones. Toda una antesala para retomar tus comas y regalarme la humedad de tu boca y la suavidad de tu respiración en mis orejas, cuello, nuca, hombros; atacar con puntos y comas nuevamente para buscar con tu dedo un clítoris congestionado, pasar tu lengua entre esos labios escondidos y saborear mis secreciones -robármelas entre guiones- y atizar de nuevo en mi centro ardiente ocupándolo, sosteniendo el ascenso ¡inminente! con signos de exclamación, la eyaculación inevitable... hasta acabar con los puntos suspensivos y vaciarte todo en mí y desplomarte extenuado, aliviado y amoroso en mi cuerpo complacido. 

De nuevo un punto y aparte para dormir sobre mi pecho y poner punto final al entrecomillado "acto" que en este caso es un hecho amoroso sin ningún viso de actuación. 

Si estoy equivocada, felicito tu dominio de la puntuación. 

Punto final. 



8 de febrero de 2011