Escuer y Bernal

28 de mayo de 2012

SEÍSMOS


Javier Puche

Empezó a llover dentro del espejo.
Tardé horas en escalar la flor.
Flota en el té una medusa.
Se aman con dolor los erizos.
Caen del cielo estrellas de mar.
Se besaron impetuosamente las plantas carnívoras.
Los zombies educados llaman al timbre.
Escaparon tres sonámbulos de la jaula.
Se enamoró del televisor el androide.
Adelanta diez minutos el espejo retrovisor.
Sobrevuelan los arcángeles la ciudad incendiada.
Descubrí un ahorcado en mi bonsái.
Mi sombra flirtea con otro cuerpo.
Pablito, recoge de inmediato los cadáveres.
La mantis religiosa devora un crucifijo.
Gateando, subieron las trillizas el Everest.
Contempla el pirómano la capilla ardiente.
Duerme la tarántula en mi boca.
Ávido de abrazos, compré un pulpo.
Disculpen, ¿me puedo ir suicidando ya?
Un monstruoso insecto devoró el sol.
Ociosa, fuma La Muerte un cigarrillo.
En vano intentan copular los esqueletos.
Rumbo al patíbulo, se durmió plácidamente.
Avanza la marioneta por el desierto.
Canta feliz el suicida mientras cae.
Secretamente celebra el ciego los eclipses.
Llegó con su coche al infinito.
Expulsa el volcán una ballena azul.
La niebla se espesó hasta coagular.
Muy triste, sueña Pinocho con termitas.
Juegan ingenuamente a la ruleta rusa.
Aterrado, disimula el arzobispo su erección.
Cayó el liliputiense en la telaraña.
Fraternalmente guiña el tuerto al cíclope.
Amamanta la nodriza a los ancianos.
Alteraron su ADN. Ahora nunca sonríe.
Este laberinto ni siquiera tiene baño.
Entre caníbales, está prohibida la felación.
Devoran las medusas al hombre invisible.
Dijo Abracadabra y la realidad desapareció.
Por imprevista resurrección, vendo mi tumba.
Me succionó la identidad un mosquito.
Cupido fue por fin al oftalmólogo.
Ignora el difunto que debe callarse.
No vio la hormiga el precipicio.
Devora el caníbal al último hombre.
Drácula atracó un banco de sangre.
Adherido a la telaraña, espero resignado.
En vano intenta la muerte suicidarse.
Hombre-bala busca ansioso mujer-cañón.
Sueño que despierto en otro sueño.
El tiempo, cansado, se detuvo ayer.
¿Podría decapitarme más deprisa, por favor?
Érase una vez un colorín colorado.

20 de mayo de 2012

CACERÍA

Ricardo Bernal


LA ISLA

El sudoroso cazador va tropezando con las piedras, se detiene, toma aliento, sigue andando. Arriba, entre las ramas de secoyas milenarias y palmeras azules, la aureola boreal es una monstruosa acuarela salpicada de tintas violetas. El cazador llega a una bifurcación, sin pensarlo dos veces continúa por la vereda que sube, recuerda las palabras del viejo moribundo: cuando llegues a la isla busca el centro, la casona está arriba, en un claro, nunca dejes de subir. A lo lejos se escucha el rumor del tiempo que pasa; más cerca, cantar de sapos, chicharras, vocecitas de animales pequeños y angustiados. El cazador se llama Equis, se ve muy viejo para sus cuarenta años, su cara es una telaraña y sus ojos de topo saben mirar por detrás de las cosas: es especialista en armas blancas, ballestas, cuerdas y mapas, dardos. Usa un vapuleado sombrero, jorongo, y en sus botas se acumula el lodo de tres continentes. El cazador llega a una loma calva: en la punta se alza la casona como una verruga de donde brotan dedos que son torres que son cohetes erectos listos para despegar y abandonar esta tierra. El cazador voltea hacia arriba, la luna es una ventana que permite mirar las cosas extrañas que suceden más allá del firmamento.


LABERINTOS

La casona es un laberinto: cada galería, cada puerta, cada lóbrego corredor fueron planeados para que quien consiga entrar, sienta de inmediato la urgencia de salir y alejarse de ahí para siempre. Aquellos pocos que a lo largo de los años han logrado encontrar la salida, creyeron que el acertijo había sido resuelto, que al escapar vivos habían derrotado al misterioso arquitecto inventor de la trampa. Pero en realidad el laberinto superior es una máscara, su objetivo es ocultar el otro laberinto: el subterráneo, de pocos pasillos y pocas puertas, pero del que nadie escapó jamás. En el corazón de este segundo laberinto, una pequeña trampa oculta debajo de un tapete da paso a un sótano de aguas fermentadas y celdas roídas por la sal. En una de las celdas, alguien habla.


LA VOZ

Mi celda es enorme y no recuerdo cómo es la luna. Devoro lo que encuentro: golosas sanguijuelas infladas que al reventar entre los dientes saben a mi propia sangre; ratas esqueléticas y ciegas que chillan como almas en pena; avispas de ultratumba; piedras reblandecidas por el moho… De vez en cuando, algún ciempiés gigantesco, brillante intestino que sólo muere cuando mis jugos gástricos lo ahogan. Yo puedo ver en la oscuridad: si enfoco los ojos, un rumor verde hace vibrar los muros y en las celdas vecinas los huesos resplandecen como sonrisas del infierno. Conozco lo que hay detrás de cada puerta, aunque la puerta gastada que está al final del último pasillo sólo la he cruzado una vez… Nunca olvidaré lo que ví: las cuatro paredes de aquella habitación estaban llenas de máscaras. Fuera del espacio ocupado por la puerta todo era máscaras tapizando cada centímetro de los muros; máscaras pequeñas y viscosas como fetos fosforescentes que duermen desde el inicio del tiempo. Y en lo alto, una imagen divina: la enorme máscara solar con mi rostro y mis cuernos, con mis barbas chorreantes de sangre, con mis ojos saltones que pueden ver en la oscuridad. Desde entonces, cada noche sueño con esa habitación donde sé que se esconde un secreto. Una vez, las voces del sueño me revelaron que detrás de cada máscara hay un rostro de carne y hueso.


EL CAZADOR

El cazador desenreda la cuerda que lo guía por los últimos pasillos del laberinto: viejo truco griego que lo hace saber qué pisos pisaron ya sus pasos, qué nuevas galerías son auténticas dentro de las que se repiten danzarinas dentro de los innúmeros espejos. Ya nadó en el Tanque de las Pesadillas: en sus profundidades yacen ahora las mantarrayas-hongo destripadas por su cuchillo; ya recorrió la Cámara de los Ecos, donde invisibles guijarros colibríes le perforaron los brazos y los muslos; ya trepó por cadenas oxidadas y cruzó los ruidosos Puentes de Cobalto; ya sobrevivió al Salón de Música, donde decenas de tarántulas pianistas interrumpieron un concierto de siglos y saltaron a su rostro para sacarle los ojos, para romperle la tráquea… El cazador yace en un rincón del laberinto, tiene mucho frío y en sus ojos soñolientos se amontonan las dulces arenas del cansancio. Necesita dormir. Dormir a medias como sabe hacerlo, con los sentidos atentos a cualquier amenaza, como cuando estaba en la maleza y los ruidos eran alas y eran oscuras bestias puntiagudas. El cazador se quita las botas pestilentes, sus pies de mamut están negros y congelados. Jala un tapete roído para cobijarse y deja al descubierto la pequeña trampa sin candados ni cerrojos. Un golpe de adrenalina le quita el sueño y le aguza los ímpetus: es el instinto de quien sabe que su presa está a unos cuantos minutos de distancia.


LA MÁSCARA

La máscara solar es la madre de todas las máscaras. Dicen que fue robada del Hades por el misterioso constructor de los laberintos quien de inmediato huyó a la isla secreta que no aparece en ningún mapa. La máscara, de tonos amarillos y rojos, lanza un resplandor naranja que iluminan la soledad de las otras diez mil máscaras, las pequeñísimas e insignificantes: querubines deformes que aguardan en silencio a que el silencio se rompa. La máscara solar está congelada en un rictus mesiánico de quijadas feroces y músculos tensos; las barbas chorreantes y sanguinolentas se extienden hacia abajo como los tentáculos de una medusa y luego se pierden en las oscuridades del cuarto. Arriba, coronándola, los dos cuernos se esfuerzan por contradecirse en torsiones marfilinas para luego juntar las afiladísimas puntas en un beso núbil. Pero si hay algo que distingue a esta máscara, son los ojos: dos ojos a borbotones que cruzan los orificios de calavera y penetran hipnotizantes en el alma de todo aquello que miran…


LA TORMENTA

Cae la tormenta: las paredes de la casona se desgajan hacia los charcos, se desmoronan en lodos mórbidos y burbujeantes que recuerdan olvidadas eras geológicas de trilobites morados y cielos color turquesa. Los dos laberintos se funden en una sola cosa, pegoste de alquitrán, pegoste de moléculas machacadas por el odio.


EL CAZADOR

Cuando gritan los primeros pelícanos, la isla es una bruma: el océano que la ciñe devora playas y malezas conforme avanza el amanecer. En la última playa, las máscaras pequeñas forman un círculo perfecto: pero están muertas, ya no brillan, ya los rostros que ocultaban se han desvanecido entre las arenas insaciables. En medio del círculo yace el cadáver del cazador: nadie le cerró los ojos azorados que ahora brillan detrás de la enorme máscara solar de cuernos retorcidos y barbas desparramadas entre charcos de sangre negra. A lo lejos, en el horizonte, se aleja un barco tripulado por nadie: en uno de sus camarotes, alguien habla…

10 de mayo de 2012

SOPA DE PASTA


Nina Femat

Como siempre, salimos a comer a las dos en punto, Jaime, Lula, Yolanda, el licenciado Gutiérrez y yo. Nos sentamos en la mesa de la fonda, sopa de pasta, arroz, guisado con ensalada, postre, cuarenta pesos. Plátano o huevo estrellado en el arroz, tres pesos. El licenciado Gutiérrez, jefe de todos los demás, se espera a que nos terminen de servir el agua de limón, se afloja la corbata, se pasa la mano por el pelo y dice “como les iba diciendo, mantenerse en el liderazgo no es cuestión sólo de solvencia, no señor, son muchas las variables que…” Me sirven la sopa, hay una pequeña mosca azul agonizando entre fideos y cubitos de zanahoria. El licenciado Gutiérrez guarda silencio, todos me miran. Tomo la cuchara, la meto en la sopa, cierro los ojos, abro la boca y trago la cucharada con todo y mosca azul, siento el leve movimiento de las patas y las alas en mi garganta, abro los ojos y digo “bzzzz…”

Al día siguiente, a las dos y diez estoy sola en la mesa de la fonda. Dos mesas más allá, el licenciado Gutiérrez les explica algo a Jaime, Lula y Yolanda. Nadie me mira. Creo que es tiempo de buscar otro trabajo.

ÉL Y YO


Dina Grijalva

Hay instantes felices: él y yo nos amamos, jugamos, bailamos; lo llamo, acude, lo acaricio y él responde solícito a mis deseos. Es entonces cuando mi felicidad no tiene límites, un abanico multicolor de palabras parece desplegarse ante mí y torrentes de fluidos alegres surgen de mi cuerpo.

Hay, en cambio, días en los cuales él se me rebela como indócil, egoísta, mezquino; lo invoco y las palabras se esconden, se niegan a responder a mis demandas, a mis deseos. Entonces la desazón, el desasosiego y una profunda tristeza me invaden. Cuando siento que tal vez me ha abandonado para siempre, mi vida se torna gris.

Cuando días, semanas o meses después, el lenguaje retorna a mí, retornan los sublimes instantes de dicha. Tal vez el placer siempre sea efímero, pero esos instantes fugaces de felicidad lo significan todo.