Escuer y Bernal

13 de junio de 2012

LA PARTIDA

Daniela Castro Nosti


El viento soplaba, haciendo que los árboles crujieran y las hojas ya caídas se levantaran, cual vestidos de muñeca hace tiempo arrumbada. Cualquier ser inteligente se habría quedado en casa, sentado junto al fuego, pero siendo el universo impredecible como lo es, no tuve más remedio que tomar mi abrigo azul y salir a la calle.

La noche, de homogénea negrura, me cobijó mientras recorría paso a paso las sigilosas avenidas que horas antes simulaban la atareada vida de un hormiguero, un impulso casi perverso movía mis pies, que parecían conocer de memoria el camino, aunque yo no supiera a donde me dirigía, todo se llenaba de bruma ante mis ojos. Finalmente me senté en el banco de un parque desconocido, el valiente general de alguna guerra centenaria me miraba desde su caballo detenido en dos patas sobre la base del monumento.

Mis pies no tenían la intención de moverse más, me pregunte si esta extrañeza que sentía de repente era alguna condición médica o si se trataba de algo que ningún científico podría resolver.

Suspiré, no importaba, yo estaba ahí, sentada y ese gentil caballero me miraba con sus ojos profundos de piedra, perdida en ellos me deslicé como un fantasma, subí al monumento, me imaginé el dolor de su esposa, acaso con el vientre abultado como el mío, esperando que el niño pudiera ver a su padre fuera de las fotos. Imaginé, o quizás recordé, como sería la despedida, una lágrima rodó por mi mejilla y estiré mi brazo esperando retenerlo. De alguna forma se me había dado esta oportunidad, de verlo una vez más, de perderme en sus ojos.

Y esta vez, era yo la que se iba.

11 de junio de 2012

EL CUENTO QUE TE CONTÉ CON T

Dina Grijalva


Telma y Tito trabajan y telefonean a todos para la tardeada. Temprano, Tania y Tahir traen: tofu, tapioca, tocino, tortillas de trigo, tortas de ternera con tomillo, tasajo en tempura, teleras, tenedores, trastes de talavera y de teflón. Como tentempié, Telma toma una tartaleta y trozos de tuna.

Tizoc trae: tacos, tlacoyos, totopos tostados, tamales de totol, tostadas de tinga, tilapia en tomate, timbal, toronjas, tejocotes. De tomar: tequila, te de tila, teteras con telimón tibio. Tizoc tomó tantito tepache bajo el tabachín. También traía tabaco.

Telma trajo: tartas de tamarindo, tiramisú, turrón, trufas, torrejas, todo tradicional.

Tania tiene un traje típico de tehuana; Tizoc, una túnica toda teñida, Telma, un traje de tenue tela de tisú. Los trovadores tocan el tololoche y tañen el teponastle. Tahir toca el teclado y tararea, con tono de tenor, tangos tristes.

Tamara toca a Tahir. Tahir toca a Tamara. Tamara trae un traje de terciopelo con tulipanes y una tiara de turquesas. Tahir toma el traje de Tamara, la tiara y también la tanga. Tamara toma el traje y la trusa de Tahir. La tertulia se troca en tentación. Se tiran en la terraza, bajo el techo de tejas, sobre el tapete tinto. Tahir tienta con ternura el tatuaje de tucán en el tobillo de Tamara y la tersura de su talle. Se turban y en trance se transportan de lo tibio a lo tórrido, lo turbulento, lo túrgido. Toda la tristeza de Tahir se transforma, todo lo tangible es tocado. Toda tribulación y templanza se trizan. Trepidantes transgreden todos los tabúes, tiemblan, trepan, tantean, transfieren, transigen, traquetean, trasnochan, trastornan, trenzan, trinan, transpiran, tiritan, tintinean, titilan. Toda la tierra y todo el tiempo se trastocan y tornan en torrente y torbellino para Tahir y Tamara. Se transfiguran. Triunfo total de la tentación.

6 de junio de 2012

EL LAGO

Ray Bradbury


La ola me encerró apartándome del mundo, de los pájaros del cielo, los niños en la arena, mi madre en la playa. Hubo un momento de silencio verde. Poco después la ola me devolvió al cielo, a la arena, a los niños que gritaban. Salí del lago y el mundo me esperaba aún, y apenas se había movido entretanto.

Corrí playa arriba.

Mamá me frotó con un toallón.

-Quédate ahí hasta que te seques -dijo.

Me quedé allí, aguardando a que el sol me quitara los abalorios de agua de los brazos. Los reemplacé con carne de gallina.

-Caramba, sopla el viento -dijo mamá. Ponte el jersey.

-Espera, que me estoy mirando la carne de gallina -dije.

-Harold –dijo mamá.

Me puse el jersey y observé las olas que subían y caían en la playa. Pero no torpemente. Muy a propósito, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un borracho se hubiese derrumbado con la elegancia de esas olas.

Era septiembre. Los últimos días, cuando todo empieza a ponerse triste, sin ninguna razón. Sólo había seis personas en la playa, que parecía tan larga y desierta. Los niños dejaron de jugar a la pelota, pues el viento, por algún motivo, los entristecía también, silbando de ese modo, y los niños se sentaron y sintieron que el otoño venía por la costa interminable.

Los kioscos de salchichas habían sido tapados con tablas doradas, guardando así los olores de mostaza, cebolla y carne del prolongado y alegre verano. Era como haber encerrado el verano en una serie de ataúdes. Una a una se golpearon ruidosamente las puertas, y el viento vino y tocó la arena llevándose el millón de huellas de pisadas de julio y agosto. De este modo, ahora, en septiembre, sólo quedaban las marcas de mis zapatillas de tenis, y los pies de Donald y Delaus Arnold, allá, junto al agua.

La arena volaba en cortinas sobre los senderos de piedra, y una lona ocultaba el tiovivo, y todos los caballos se habían quedado saltando en el aire, sostenidos por las barras de bronce, mostrando los dientes, galopando. No había ahora otra música que el viento, escurriéndose entre las lonas.

Yo estaba allí. Todos los otros estaban en la escuela. Yo no. Mañana yo estaría en camino hacia el Oeste, cruzando en tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos venido a la playa a pasar un último y breve momento.

Había algo raro en aquella soledad y tuve ganas de alejarme, solo.

-Mamá, quiero correr un poco por la playa -dije.

-Muy bien, pero no te entretengas, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giró a mis pies, y el viento me alzó. Ustedes saben cómo es correr con los brazos extendidos de modo que uno siente los dedos como velas al viento, como alas.

Mamá, sentada, se empequeñecía a lo lejos. Pronto fue sólo una mota parda, yo estuve solo.

Un niño de doce no está solo a menudo. Tiene casi siempre gente al lado. No se siente solo dentro de sí mismo. Hay tanta gente alrededor, aconsejando, explicando, y un niño tiene que correr por una playa, aunque sea una playa imaginaria, para sentirse en su mundo propio.

De modo que ahora yo estaba realmente solo.

Me acerqué al agua y dejé que me enfriara el vientre. Antes, siempre había una multitud en la playa, yo no me había atrevido a mirar, a venir aquí y buscar en el agua y decir cierto nombre. Pero ahora…

El agua era como un mago. Lo aserraba a uno en dos. Parecía que uno estuviera cortado en dos partes, y la parte de abajo, azúcar, se fundiera, se disolviera. El agua fresca, y de cuando en cuando una ola que cae elegantemente, con un floreo de encaje.

Dije el nombre. Llamé doce veces.

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Cuando uno es joven y llama así, uno espera realmente una respuesta. Uno piensa cualquier cosa y siente entonces que puede ser real. Y a veces, quizá, uno se equivoca.

Pensé en Tally, que nadaba alejándose en el agua, en el último mes de mayo, las trenzas como estelas, rubias. Se iba riendo, y el sol le iluminaba los hombros menudos de doce años. Pensé en el agua que se aquietó de pronto, en el bañero que se zambullía, en el grito de la madre de Tally, y en Tally que nunca salió…

El bañero trató de sacarla, de convencerla, pero Tally no vino. El bañero regresó con unos trozos de algas en los dedos de nudillos gruesos, y nada más. Tally se había ido y ya no se sentaría cerca de mí en la escuela, nunca más, ni correría detrás de la pelota en las calles de ladrillos, las noches de verano. Se había ido demasiado lejos, y el lago no permitiría que volviese.

Y ahora en el otoño solitario, cuando el cielo era inmenso y el agua era inmensa y la playa tan larga, yo habla ido allí por última vez, solo.

La llamé otra vez y otra vez. ¡Tally, oh, Tally!

El viento me sopló dulcemente en las orejas, como sopla el viento en las bocas de los caracoles, que murmuran. El agua se alzó, me abrazó el pecho, luego las rodillas, subiendo y bajando, así y de otro modo, succionando bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Vuelve, Tally!

Yo sólo tenía doce años. Pero sabía cuánto la había querido. Era ese amor que llega cuando el cuerpo y la moral no significan nada todavía. Ese amor que se parece al viento y al mar y a la arena, acostados y juntos para siempre. La materia de ese amor era los días largos y cálidos en la playa, y el zumbido tranquilo de los días monótonos en la escuela. Todos los largos días del último otoño cuando yo le había llevado los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

La llamé por última vez. Me estremecí. Sentí el agua en la cara y no supe cómo era posible.

El agua no me había salpicado tan arriba.

Volviéndome, retrocedí a la arena y me quedé allí media hora, esperando una sombra, un signo, algo de Tally que me ayudara a recordar.

Luego, de rodillas, hice un castillo de arena, delicado, construyéndolo como Tally y yo lo habíamos construido tantas veces, pero esta vez construí sólo la mitad. Luego me puse de pie.

-Tally, si me oyes, ven y construye el resto.

Me alejé hacia el lunar lejano que era mamá. El agua subió, invadió en círculos el castillo, y lo devolvió poco a poco a la lisura original.

Silenciosamente, caminé por la costa.

Lejos, el tintineo de un tiovivo; pero era sólo el viento.

Al día siguiente me fuí en tren.

Un tren tiene mala memoria. Pronto deja todo atrás. Olvida los maizales de Illinois, los ríos de la infancia, los puentes, los lagos, los valles, las casas, las penas y las alegrías. Las echa atrás y pronto quedan del otro lado del horizonte.

Alargué mis huesos, les puse carne, cambié mi mente joven por otra más vieja, tiré ropas que ya no me servían, pasé del colegio primario al bachillerato, y de ahí a la universidad. Y luego encontré a una joven en Sacramento. La traté un tiempo y nos casamos. Cuando cumplí veintidós años ya casi no recordaba cómo era el Oeste.

Margaret sugirió que pasáramos nuestra luna de miel postergada.

Como la memoria, el tren va y viene. Un tren puede devolvernos rápidamente a todo lo que dejamos atrás hace muchos años.

Lago Bluff, diez mil habitantes, subió en el cielo. Margaret estaba tan bonita con sus elegantes ropas nuevas. No sentía cómo el mundo viejo iba incorporándome a su vida, y Margaret me miraba. Me tomó del brazo cuando el tren se deslizó entrando en Bluff, y un hombre nos escoltó cargando el equipaje.

Tantos años, y las metamorfosis de las caras y los cuerpos. Caminábamos por el pueblo y yo no reconocía a nadie. Había casas con ecos. Ecos de correrías por los senderos de las cañadas. Rostros donde se oían aún unas risas entre dientes: las vacaciones y las hamacas de cadenas, y las subidas y bajadas en los columpios. Pero yo no hacía preguntas y miraba a un lado y a otro y acumulaba recuerdos, como apilando hojas para la hoguera del otoño.

Nos quedamos allí dos semanas, visitando juntos todos los sitios. Fueron días felices. Yo pensaba que estaba enamorado de Margaret. Lo pensaba por lo menos.

En uno de los últimos días paseamos por la costa. El año no estaba tan adelantado como aquel día, hacía tanto tiempo, pero en la playa se veían ya los primeros signos de la deserción próxima. La gente escaseaba; algunos kioscos estaban cerrados y claveteados, y el viento, como siempre, esperaba allí para cantarnos. Casi vi a mamá sentada en la arena como antes. Sentí otra vez aquellas ganas de estar solo. Pero no me atreví a hablarle de eso a Margaret. Callé y esperé.

Cayó el día. La mayoría de los niños se había retirado ya, y sólo quedaban unos pocos hombres y mujeres que tomaban sol, al viento.

El bote del bañero se acercó a la costa. El hombre salió a la orilla, lentamente, con algo en los brazos.

Me quedé quieto. Contuve el aliento y me sentí pequeño, con sólo doce años de edad, minúsculo, infinitesimal, y asustado. El viento aullaba. No podía ver a Margaret. Sólo veía la playa, y al bañero que venía lentamente con un bulto gris no muy pesado en las manos, y la cara casi tan arrugada y gris.

No sé por qué lo dije:

-Quédate aquí, Margaret.

-¿Pero por qué?

-Quédate aquí, eso es todo.

Fui lentamente por la arena, playa abajo, hacia donde estaba el bañero. El hombre me miró.

-¿Qué es? -pregunté.

El hombre siguió mirándome largo rato. No podía hablar. Puso el saco gris en la arena, y el agua murmuró alrededor subiendo y bajando.

-¿Qué es? -insistí.

-Extraño -dijo el bañero, en voz baja.

Esperé.

-Extraño -dijo otra vez, dulcemente-. Nunca ví nada más extraño. Está muerta desde hace mucho tiempo.

Repetí las palabras del hombre.

El hombre asintió.

-Diez años, diría yo. Este año no se ahogó ningún niño. Se ahogaron aquí doce niños desde 1933, pero los encontramos a todos a las pocas horas. A todos excepto a uno, recuerdo. Este cuerpo… bueno, debió de haber estado diez años en el agua. No es… agradable.

Clavé los ojos en el saco gris.

-Ábralo –dije.

No sé por qué lo dije. El viento gritaba más.

El hombre tocó el saco aquí y allá.

-¡De prisa, hombre, ábralo! –grité.

-Será mejor que no –dijo él. Luego quizá me vio la cara-. Era una niña tan pequeña…

Abrió sólo una parte. Fue suficiente.

La playa estaba desierta. Sólo había el cielo y el viento y el agua y el otoño que se acercaba solitario. Bajé la cabeza y miré.

Dije algo, una vez y otra. Un nombre. El bañero miraba.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Playa abajo, allá, en los bajíos. Ha pasado mucho, mucho tiempo, ¿no?

Sacudí la cabeza.

-Sí, sí. Oh Dios, sí, sí.

Pensé: la gente crece. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Es pequeña todavía. Es joven todavía. La muerte no permite crecimientos o cambios. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la querré siempre, oh Dios, la querré siempre.

El bañero cerró otra vez el saco.

Un momento después eché a caminar por la playa, solo. Me detuve, miré algo. Aquí es donde la encontró el bañero, me dije.

Aquí, a orillas del agua, se alzaba un castillo de arena, la mitad de un castillo. Tally una mitad, y yo la otra.

Lo miré. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las huellas de los pies menudos, que venían del lago y volvían al lago, y no regresaban.

Entonces entendí.

-Te ayudaré a terminarlo –dije.

Lo hice. Construí el resto muy lentamente, luego me incorporé y me alejé sin volver la cabeza, para no ver cómo las olas lo deshacían, como se deshacen todas las cosas.

Caminé por la playa hasta el sitio donde una mujer extraña, llamada Margaret, me esperaba sonriendo…

1 de junio de 2012

LÁGRIMAS DESDE EL CIELO

Enrique Layna Ordóñez



─Lo que no se ha entendido es que esto viene de muy atrás, de antiguo...

El viejo Dough hizo un silencio para darle una fumada a su pipa. El sonido de los grillos en la noche nublada del Delta era el fondo perfecto para acompañar su voz de bajo. Su dentadura, en el rostro de edad inconmensurable, brilló al resplandor del foco amarillento que nos alumbraba desde la puerta de la casa hasta el patio donde se encontraban las mecedoras en las cuales estábamos sentados. Con la mano derecha se quitó el sombrero para abanicarse y ahuyentar los moscos. Prisa era lo último que uno podría sospechar que tuviera el viejo Dough, una tranquilidad que sólo alcanzan quienes sienten la eternidad, o los resignados a la imposibilidad de echar el tiempo en reversa: lo inútil que resulta lamentarse por las decisiones tomadas, o por las acciones que no nos atrevimos a realizar.

─El blues nació aquí, pero la escala de cinco tonos viene de la tierra madre, de las llanuras de Namibia y el arco de Dahomey, de ahí de donde los blancos trajeron a nuestros ancestros. ¡Ja! Allá en África, sólo los griots tienen acceso a la música. Su actividad es respetada y despreciada a la vez; no se considera una forma digna de existencia debido a su carácter errabundo, su inclinación a la indolencia y su abierto interés por las mujeres y el ocio en detrimento del trabajo en el campo y la asistencia a la mezquita. ¡Ja, ja, ja! ¿Te recuerda algo esa descripción? –El viejo Dough empezó a reír, y cuando lo hacía, ya no podía detenerse por un buen rato, ¿quién mejor que un bluesman para identificarse con las características de esos músicos africanos?

─ ¡Sólo cambiamos la mezquita por la iglesia y el djerkel por nuestra bendita guitarra de seis cuerdas!, ¡ja, ja, ja! –El viejo Dough hacía intentos esporádicos por llevarse la pipa a la boca, pero no podía dejar de reír.

Alguna mariposa debió acercarse mucho al foco pues su sombra magnificada aumentó el radio de oscuridad desde el sitio que ocupábamos hasta donde empezaban a crecer las plantas, un poco más allá del patio de Dough. Una brisa ligera comenzó a soplar y el movimiento de las ramas me hizo pensar en alguien que se moviera escondido por detrás de ellas. De pronto el viejo paró de reír y su cara denotó cierta suspicacia. Llevó su mano libre al corazón y en unos momentos recuperó la tranquilidad que lo caracterizaba.

─¿En qué estábamos...? ¡Ah, sí!, hablaba de mis colegas...

─¿Y si no eres un griot?

─También hay caminos para convertirte en uno, o para transformarte en un bluesman, aunque el precio que hay que pagar es alto...

Hasta ese momento noté que los grillos habían callado. Tampoco se escuchaba el zumbido de algún insecto, sólo el ligero rumor de las hojas agitadas por la brisa que por momentos arreciaba, como anunciando un huracán ubicado todavía a muchos kilómetros de la costa.

─Allá, quienes buscaban el Don de la música, sabían que había que pedirlo a Eshún, un Orisha, y que tenían que invocarlo a solas, en el cruce de caminos, cuando la luna plena brillara en medio del cielo estrellado y la luz plateada empapara sus espaldas...

─ ¿Por qué allí?

─ La encrucijada no es tan importante, no se refiere a un cruce de carreteras, no necesariamente. Más bien hace alusión al cruce de caminos celestes y terrenos... y quizá también subterráneos. El modo de interactuar con seres que no están en nuestro mismo plano es un cruce de caminos más bien vertical, por eso, quienes entienden el simbolismo acuden a los cementerios, porque los muertos saben guardar secretos, pero sobre todo porque las cruces son el enlace de los caminos entre los tres niveles.

Un perro aulló a la distancia y el viejo Dough guardó silencio por unos momentos. Luego continuó su narración.

─Por ejemplo a Robert, en principio, dicen que no se le daba mucho la guitarra, que de hecho Ron, el dueño del Sunrise House, le pedía que dejara de tocar pues le espantaba a la clientela. Entonces Robert desapareció durante unos meses. Hay quien asegura que una noche se sentó sobre la lápida del hombre que le dijeron fue su padre, y que cantó alguna tonada que sonó como ese perro aullando a la luna, y que de las tinieblas surgió la sombra de Eshún, el “Gran Hombre Negro”, como le llamamos en esta zona. Cuando Ron lo volvió a ver, el cambio que se había realizado en Robert le hizo pensar con seriedad que la leyenda era cierta. Había desarrollado una técnica diferente a la escuchada hasta entonces, tocando la base rítmica y la melodía a un tiempo, su voz era ahora como el llanto de un ángel caído y las letras de sus canciones hablaban de un cruce de caminos donde era otorgado el poder de manos de el Hombre Grande. Robert tuvo fama y mujeres hasta que se venció el plazo y Eshún vino por él y se lo llevó entre los delirios y espumarajos que echaba por la boca. Los menos crédulos dicen que fue el coctel de estricnina con ginebra que le preparó un marido burlado, pero yo creo que el Gran Hombre Negro se vale de diversos medios para cobrar sus cuentas.

¿Y no hay forma de evitar el pago?

El viejo Dough me dirigió una mirada oblicua, dio una chupada prolongada a su pipa, exhaló el humo y el aroma del tabaco se esparció por la atmósfera ahora totalmente quieta del entorno. Se quedó mudo durante medio minuto y luego siguió hablando.

─Lo que he oído no puedo asegurarlo, son piezas que he ido armando con eso y con mucha imaginación, no tengo pruebas pero... dicen que hubo un bluesman, uno de los pocos blanquitos que merecen el título, que fue a la encrucijada para que el Gran Hombre Negro le afinara su guitarra. Entonces empezó a tocar como ningún blanco lo había hecho, sin mucha pirotecnia pero con todo el sentimiento, con notas azules, tal cual debe ser tocado el blues. Entonces le llegó el éxito, se le comparó con un Dios. Vino el dinero, vino el amor, vino un hijo y casi enseguida el divorcio. El músico, durante los primeros años de vida de su vástago no pudo estar con él. Para cuando logró un trato con su ex-esposa el niño tenía cuatro años y el plazo del guitarrista para pagar su deuda con el Orisha estaba por expirar. Necesitaba más tiempo para poder estar con su hijo. Entonces buscó a un babaláo para que le preparara un amuleto, un mojo compuesto por hierbas y huesos y polvos que se guarda en un saquito del cual nunca debe separarse su propietario, lo tiene que guardar siempre del lado izquierdo para que los espíritus no puedan tocarlo. Pero a pesar de que el blanco hizo todo eso, Eshún encontró la manera de cobrarle, lo supe por el periódico: El condominio estaba en Manhattan, en la zona de los altos edificios. El mozo, un negro con estatura de basquetbolista a quien nadie volvió a ver jamás, limpiaba los ventanales del departamento que daban de piso a techo, los abrió para poder limpiarlos por fuera. Mientras, Conor, el hijo del White bluesman jugaba con la niñera. El niño entró corriendo a la estancia, esperando detener su impulso como siempre, en la transparencia del cristal; pero no encontró ningún obstáculo, se vio de pronto cayendo 50 pisos hasta la acera. Era el equinoccio de primavera.

El viento volvía a soplar y formaba pequeños remolinos con las hojas muertas, lágrimas minúsculas comenzaron a caer del cielo y nos incorporamos para dirigirnos a la casa. El viejo Dough extrajo un saquito de la bolsa de su camisa y dijo mientras lo apretaba:

─Por eso yo nunca tuve hijos.

Entramos y nos sentamos en los desvencijados sillones de su sala. En la mesa de centro había una botella de ron casero llena hasta la mitad. Dough sirvió en dos vasos que estaban ahí un tanto empolvados y bebimos en silencio. Me puse a pensar en Celie y en los niños, en cómo sería para ellos una vida sin privaciones. El viejo Dough tomó mi guitarra, tocó unos acordes de Crossroads y dejó sin afinar la quinta cuerda, que estaba demasiado floja.

─ ¿Estás seguro?

Por toda respuesta tomé la guitarra y salí caminando en silencio. El sendero que llevaba al cementerio parecía refulgir con luz propia bajo el esplendor de la luna llena en el cénit de un firmamento despejado. El viento del sureste soplaba fuerte, me urgía a avanzar, parecía murmurar mi nombre.