Mayán Santibáñez
El chirrido de la puerta de la recámara me despertó. Sin moverme, vi entrar al cuarto la figura alta y regordeta que, tambaleándose en la oscuridad, se acercaba. Mis manos se aferraron instintivamente a la sábana que cubría el colchón. Mi corazón corría azuzado por sus pasos sordos, lentos, pesados; venía directamente hacia mí. Poco antes de topar con la cama se desvió, la rodeó y se detuvo junto al buró. Miró hacía abajo moviendo torpemente la cabeza de un lado a otro, como buscando algo sobre el suelo. Se acomodó el pantalón, sacó algo de él y se rió. Aterrada, comencé a oír el ruido del chorro que caía: mi hermano, otra vez sonámbulo, orinaba alegremente sobre mis pantuflas nuevas.