Escuer y Bernal

18 de septiembre de 2010

CABEZA DE HUEVO

Karla Sandomingo


Oigo mi pensamiento. Escucho mis gemidos salir desde la caverna. La noche cae. Oigo mi pensamiento y escucho pasos también, afuera, afuera de mí, o de esta cáscara que parece ser yo. Escucho pasos afuera porque no sólo adentro existen caminos, también los trazan de manera extensa allá, como la noche que cae (la noche que cae adentro de mí). Alcanzo a imaginar el fondo del foso que tengo enfrente y que toco en sus orillas con mis delgados dedos.


El rostro del hombre que algo piensa de mí se ha acercado más. Me habla. Sé que no dejaré de gemir, de llorar todo este silencio que me aleja del río, del día, de la mirada y del habla. Porque no veo. Apenas vi alguna vez figuras borrosas, pero de qué sirve mi ojo cuando se borra apenas lo toco. Por eso lloro. Apenas sé lo que es el jazmín, el alcanfor; se van diluyendo los nombres de esas pequeñas hojas que hincaba mi uña larga. Por eso gimo. Largamente. Y qué decir de las palabras que me dejaron no más se alejó el día, y la tierra que antes podía palpitar bajo mis pies.


Una mano toca mi espalda. Volteo mi cabeza hacia él. Completa. No veo, pero sé que esa mano es la del hombre que, supongo, tiene un rostro completo y palabras sucias para soltar, como pétalos azules.


Habría que tallarle en su maldito infierno de bondad todo lo que yo no tengo. Porque soy mala, también. Bien adentro. Una daga que se encaja en lo que de fosa soy. Porque soy una fosa (lo sé, me toco las orillas, toco mi fondo siniestro). Él necesita ayuda así que me acaricio la cara. Mis ojos, mi nariz y mi boca se borran. No más me ve, brinca. Grita. Pobre hombre. No sabe que a unos pasos se hallará a otro, al que le contará cómo me ha visto, y ese otro, cuando lo escuche, con su propia caricia en su rostro, hará que se vuelva un rostro borrado, como el mío. Y se apagará la luz. Porque uno se parece a su amor, pero a oscuras no se ve. Pobre hombre maldito. El otro. Y el hombre. Pobre hombre bondadoso hasta el infierno. No sabe que él, cada que acaricia su cara, de noche, también se queda fuera del mundo, que también es un Mujima. Eso quiero pensar. Que no soy única. Que no soy el espanto que habita en mí cada que me ven y que por ello dejo de existir para ser una mujer con cabeza de huevo. Mujima. Ese es tu nombre. No corras. Dímelo. Estoy segura de que no soy el último Mujima. Tállate el rostro. Quiero tocarlo con mis dedos. Tállate. Ahora.