Escuer y Bernal

26 de junio de 2010

EL TIGRE

Miguel Antonio Lupián Soto


Antonio no lo sabe, pero un tigre lo acecha desde su arribo a la ciudad de Buenos Aires. Contempla, despreocupado, las imágenes que se suceden por la ventanilla del taxi que lo lleva al hostal: edificios amontonados luchando por conseguir ese rayo de luz que detenga su inminente descomposición. En su habitación, un enorme calendario azteca adorna las paredes y un abanico de colores cuelga perezosamente del techo.


Antonio está tan ansioso que sólo se lava la cara y sale a explorar la ciudad sin percatarse de la cola naranja con rayas negras que ondea detrás del ropero. Avanza por la calle Piedras hasta llegar a México, donde da vuelta a la derecha. El tigre ruge pero el sonido es apagado por un camión destartalado que zumba y libera diesel quemado por la angosta calle.


En la avenida 9 de Julio, Antonio cruza los dieciséis carriles esquivando autos como en un juego de atari. Para recuperar el aliento, se sienta recargando la espalda en el gran obelisco del centro de la avenida. De la mochila saca un mapa de calles y senderos que se bifurcan. Mentalmente traza su ruta mientras es observado por el tigre que retoza al lado de uno de los leones que resguardan el obelisco.


Camina por la avenida Corrientes canturreando aquella canción donde los tontos se mordían los dientes…


En la librería Los siete locos, el vendedor le recomienda libros de Felisberto, Oliverio, Leopoldo, Ana María, José Luis, Bioy y, por supuesto, de Roberto. Le cuenta, lleno de júbilo, los días en que la ciudad era el París de América Latina. De pronto, el vendedor se calla y palidece: los fieros ojos del tigre lo observan a través del anaquel de poesía. Nervioso, apresura la venta y desaparece tras una puerta.


El pasaje peatonal de la Florida desborda jóvenes en buena forma con peinados alocados orgullosos de su originalidad. Un señor, con toda la pinta de cafishio (vientre prominente, camisa de seda ajustada, gruesos anillos en los meñiques y bigote recortado), le ofrece cambiarle sus pesos. Antonio duda, pero el cafishio lo encamina hacia el pequeño kiosco donde se llevaría a cabo la transacción. La sonrisa chueca del cafishio se borra y se aleja rápidamente. Antonio busca un lugar para desayunar sin percatarse del tigre que sale del kiosco relamiéndose los bigotes.


En el café Tortoni, Antonio pide un chocolate y un par de tostadas embadurnadas con dulce de leche. Antes de irse, visita los salones privados. En uno de ellos reconoce a un viejo conocido sentado en una mesa del fondo. Sonriendo le pide permiso para sentarse a su lado. Acepta. Platican largamente de Sur, el cuento favorito de Antonio mientras Borges, por debajo de la mesa, le rasca las orejas al tigre.


Antonio camina hasta llegar al parque de San Martín. Se le acerca una hermosa petiza ofreciéndole un tour por la ciudad. No puede negarse y se integra al geriátrico grupo de turistas: Palermo, Puerto Madero y La Boca.


En El Caminito una ráfaga de música y sensualidad lo despeinan. Acaricia las bordes de los conventillos: casas con paredes laminadas y arrugadas de colores variados, como si fueran enormes bandoneones estrambóticos, que fueron el humilde hogar de acereros polacos. El tigre asoma la cabeza por una ventana pero pasa desapercibido debido a la lámina naranja de zinc que lo rodea.


En el panteón de La Recoleta, Antonio avanza entre mausoleos opulentos de héroes patrios desconocidos. Es entonces cuando escucha el rugido.


El tigre lo observa fijamente irguiendo las orejas. Inflama los belfos mostrando los colmillos. Sus ollares rosados se dilatan. Se acerca lentamente. Antonio está petrificado: sus dedos tiritan y sus pies parecen anclados al adoquín del suelo. Con un hilito de voz, intenta calmarlo pero es interrumpido por un zarpazo que rasga el aire y que hace jirones la palabra almafuerte estampada en su playera negra. Se cubre el pecho. Sus pálidas manos se empapan de sangre. Se desploma quebrando las hojas rojizas de las lengas. Percibe el aliento lácteo del tigre que lame ásperamente sus manos. Antonio cierra los ojos paulatinamente.


Tres días después, Antonio fue encontrado sin vida por sus nietos. Estaba en México, en su departamento de la Buenos Aires, recostado en su sillón favorito con una sonrisa dibujada en el rostro. La matera en el descansa-brazos y, en el regazo, su inseparable álbum de fotos.